En la tarde de este jueves Cinemateca vuelve a abrir sus salas, luego de la interrupción de varias semanas impuesta por los gobiernos nacional y departamental con el único objetivo de producir la impresión (sin fundamento) de, con ello, sumar una medida más en el combate a la covid-19. Por suerte, se retoma la exhibición de Mano de obra, que se estrenó en diciembre pero sólo llegó a tres funciones antes de la interrupción.
Es la ópera prima de David Zonana, un protegido de Michel Franco, que la eligió como la primera producción de su nueva empresa Teorema. Sólo vi una película de Franco, la excelente Después de Lucía (2012), y comparte con Mano de obra la adhesión a uno de los paradigmas estilísticos del cine independiente actual, que consiste en la opción casi excluyente por encuadres fijos, no cercanos a los personajes, cierta renuencia a cortar, sonidos diegéticos sincrónicos, transiciones por corte seco. Hay un gusto por los encuadres planimétricos, es decir, con la cámara perpendicular a la pared del fondo o con puntos de fuga al centro de la imagen. Muchos de los planos que se escapan a la planimetría son, por el contrario, dispersos, descentrados.
Es el caso del primero de los planos de la película, en el patio de una casa lujosa en construcción: vemos un par de albañiles en el centro del patio, otro en el piso de arriba, otros más en el ambiente de al lado y aun otros más allá al fondo, en la otra puerta de ese otro ambiente. Nos quedamos en ese encuadre durante un minuto entero, lo que servirá para que nos familiaricemos con buena parte de la casa en que transcurrirá la mayor parte de la acción. Además, durante ese plano, tendremos tremendo susto con un evento que ilustra uno de los aspectos más duros de la construcción.
Es curiosa la superposición de ese estilo clínico, pulcro, austero, cortante, rígido, minimista, meditado, nada florido, con los personajes y la situación de los obreros mexicanos y su estética vital más colorinche y ornamentada, su inclinación a lo informal, su oficio polvoriento y su condición de vida relativamente precaria. El contraste es más grande porque lo que se muestra de esos obreros parece ser muy “realista”: casi todos los actores (salvo el protagonista, Francisco) están actuados por no actores que son obreros en la vida real, su comportamiento es natural, no hay ninguna estetización detectable en los gestos o la puesta en escena.
Esa diferencia es como la proyección de otra, aún más notoria, entre elementos que están frente a la cámara: la diferencia entre los obreros y la casa que están construyendo: esta es moderna, cosmopolita, pintada de un blanco hospitalario, de líneas claras, destinada a ser amueblada con piezas que tienen las mismas características. Esa casa, que podría estar en cualquier barrio moderno y opulento del mundo, choca con la fisionomía de los obreros y los barrios en que viven, que son recontra mexicanos, las calles son viejas y las construcciones, precarias. Francisco vive en una casa en un cerro de callejuelas torcidas, su techo de chapas está lleno de goteras, la casa se inunda cuando llueve. No tiene ducha, se baña con un tarrito. Su cuñada vive en un cuartito atiborrado, con las paredes pintadas en un tono rojizo.
La anécdota sigue un curso impredecible y curioso. Al inicio parece un drama de denuncia social sobre la condición proletaria. A partir de ciertas ocurrencias que lo atañen fuertemente, Francisco va dimensionando, en forma paulatina, las injusticias que sufren él y sus colegas, y ese sentir va disolviendo su pudor como para empezar a usar cada vez más, a escondidas, la casa que está ayudando a construir. Empieza a dormir ahí, bañarse ahí, cocinar y comer ahí, usando los implementos del lugar (es una línea que muchos vienen comparando con la contemporánea Parásitos, de Bong Joon-ho). Finalmente, va a vencer un pudor aún más grande y asesina al dueño de la casa (a sabiendas de que no tiene herederos). A partir de ahí deja de ser un invasor y pasa a ser, directamente, un ocupante, un expropiador.
Luego de ambientarse en la casa, decide compartirla con sus amigos compañeros de trabajo. Lo hace, quizá, por convicción ideológica, o para compartir los gastos, o porque se siente solo: el motivo no queda claro. El hecho es que la casa termina ocupada por varias familias obreras, que la organizan en forma comunitaria. A partir de ahí, la película abandona la situación emblemática del análisis realista y gana visos de “naturalismo surreal”, con esa casa toda fashion pervertida, profanada por unos pobladores inesperados, que crían gallinas en el jardín, crean separaciones con hojas de nailon, escuchan rancheras, miran la tele junto a los abuelos mientras los niños corretean por ahí. Las decisiones son tomadas en asambleas.
Despojamiento voluntario
Pero hay otro vuelco más, cuando el propio Francisco empieza a mostrarse disconforme de perder progresivamente su autoridad de líder y fundador de la comunidad, y empieza a comportarse en forma menos altruista y menos moral. No sé si cabe calificar la película de desencantada o nihilista pero, en todo caso, se pone al margen de ciertas idealizaciones fáciles sobre la superioridad moral de la clase trabajadora o sobre la aptitud de los esquemas comunales y democráticos para solucionar, por sí solos, los problemas de convivencia e injusticia social.
El estilo impávido de la película pone de relieve, con su propia falta de empatía, la dureza de los asuntos mostrados. En el mencionado plano inicial, ante la muerte del albañil, la cámara como que se rehúsa a dar vuelta y enfocarlo, sigue mirando el mismo punto, con el mismo encuadre, como si careciera de una decisión vital que la animara, o como si fuera prioritario cumplir el mandato de permanecer fija, antes que reaccionar ante el hecho trágico. El dolor que sentimos por el destino de algunos personajes se duplica, porque vemos y compartimos su dolor, y también vemos (encarnada en el estilo de la película) la indiferencia del mundo. En las secciones finales, ese estilo puede evocar también una observación científica, que recopila sin piedad los datos de la miseria humana.
Al mismo tiempo ese estilo, que pone tanto énfasis en cada encuadre, en la diferencia entre un encuadre y otro y en el punto arbitrario en que cada escena se va a interrumpir, genera un gratificante juego secundario de apreciar las cualidades formales, tanto como el transcurrir de la anécdota. No se trata de un patrón cien por ciento abstracto e independiente de la narrativa.
Por ejemplo, el evento más trágico de toda la obra, que ocurre poco después de la media hora de metraje, viene en el plano que contiene el movimiento de cámara más llamativo entre los pocos que hay en la película. En ese momento, lo que parece ser el piso grave de ruido del tráfico gana cierta prominencia, pero el efecto es tan sutil que recién más de un minuto después podremos asegurarnos de que se trata, en verdad, de un uso hipersutil de música para crispar un poco la tensión.
Ese momento, que creo recordar que es el único con música incidental en toda la película, está pautado por una serie de excepciones estilísticas que parecen venir de la mano de la decisión de Francisco de asesinar. Es como si las reglas de la película se resquebrajaran por un breve lapso: algunos acercamientos de la cámara, un jump cut, el uso expresivo de un efecto en la mezcla (los rezos en el entierro) y de un corte de sonido llamativo (la ducha). El propio despojamiento estilístico de la película contribuye a poner esos elementos mínimos de relieve, e impactan más que el movimiento de grúa número 298 en una superproducción chota. Al final de cuentas, la cámara no era tan indiferente.
Mano de obra, dirigida por David Zonana. Con Luis Alberti, Hugo Mendoza, Rodrigo Mendoza. México, 2019. En Cinemateca.