Para quienes somos frecuentadores asiduos, año a año, del delicioso pequeño festival Piriápolis de Película, la 18ª edición, que se desarrolló del 22 al 24 de octubre, lució como una versión de emergencia, realizada con un presupuesto netamente disminuido (supongo que debido a las circunstancias de la pandemia y también a la política de recortes y de menosprecio por la cultura que caracteriza el gobierno actual). El aprieto presupuestal se reflejó en menor oferta de películas, menos amplitud de nacionalidades de procedencia (los 12 largos exhibidos fueron exclusivamente argentinos y uruguayos) y menos invitados (casi todos uruguayos).

Hubo alguna desprolijidad estructural también, y no necesariamente vinculada al presupuesto. Se otorgó, por primera vez en la historia de este festival, un premio del público al mejor largometraje exhibido. Ganó la uruguaya La teoría de los vidrios rotos (de Diego Parker Fernández, coproducción con Argentina y Brasil). Nadie va a poner en duda la popularidad de esta película entre el público local, pero llama la atención que el premio haya sido otorgado antes de que fueran exhibidos cuatro de los 12 largometrajes y de que, por lo tanto, el público pudiera manifestarse acerca de estos. Otra cosa que llama la atención fue la prescindencia con respecto a la representatividad femenina. De los 12 largos exhibidos, sólo Una de nosotras, de Soledad Castro Lazaroff, estaba dirigido por una mujer. Entre los cortometrajes en competencia se mantuvo precisamente la misma proporción (dos películas dirigidas por mujeres entre un total de 24 títulos).

Con la programación raleada, no llegué a nada similar a mi récord vital de siete películas en una misma jornada, alcanzado en un rapto de éxtasis cinéfilo en una edición anterior del Piriápolis de Película. Pude ver cuatro largometrajes argentinos, un preestreno uruguayo y los 24 cortos en competencia. La solidez y el interés de la programación de Gustavo Iribarne y Alejandro Yamgotchián no varió con respecto a los mejores años.

Cine argentino

Qué maravilla el cine argentino, qué polenta, qué variedad, qué solvencia. La luminaria fue, como era previsible, la nueva entrega de Matías Piñeiro, Isabella. La historia involucra a dos amigas que se disputan el rol de Isabella en una puesta de Medida por medida. Esta situación, aparte de disparar toda una trama de asociaciones con la obra teatral de Shakespeare, propicia un juego de espejos y oposiciones entre las amigas. El montaje baraja los tiempos, contribuyendo a abstraer la situación anecdótica de la ansiedad por el “qué va a pasar” y desplazando el interés hacia la trama de asociaciones motívicas que incluyen un riquísimo juego con los colores (qué película más llena de púrpuras). Distintas situaciones, alusiones, encuadres o lugares se van reiterando en una alternancia siempre impredecible, y cada ocurrencia implica una variante, una nueva perspectiva, un nuevo vínculo con otros elementos de la película, realizada con un rigor y una imaginación dignos de un Alain Robbe-Grillet. Es una fiesta para la imaginación, el intelecto y la sensibilidad. María Villar fue justamente premiada en Mar del Plata por su actuación en esta película excepcional.

La muerte no existe y el amor tampoco, de Fernando Salem, lidia con una joven que debe visitar, luego de muchos años de ausencia, su pueblito natal en el helado sur argentino. El motivo del viaje es el fallecimiento de su mejor amiga de infancia, y esa combinación de reencuentro y pérdida acentúa la emotividad de la estadía, que se convierte en una instancia de revisión personal, mostrada con rara delicadeza e intimidad. El tono es mayormente triste, pero la película es también muy vívida: vivir es dejar atrás vivencias irrecuperables, pero es también atesorar los recuerdos como insumos para seguir adelante en busca de otros, nuevos.

El silencio del cazador, de Martín Desalvo, puede apreciarse como un thriller policial que opone un obstinado guardabosques a un cazador furtivo. Aparte de funcionar como una tensa película de acción en un ambiente que no suele aparecer en el cine (la selva de Misiones), se trata también de una reflexión sobre la masculinidad, en tanto el enfrentamiento entre Guzmán (el policía protagónico) y el Polaco (el cazador) es también una disputa por la condición de macho alfa, incluido un triángulo amoroso y resentimientos del pasado y del presente dados por distintas posiciones en la jerarquía social. La perspectiva de género está acentuada por el énfasis puesto en el acoso del Polaco a la enfermera, y a todo eso se suman elementos de clase y de etnia (la enfermera es indígena). Donde el showdown (que lo hay) hacía aguardar el desenlace de la línea “policíaca”, tenemos otra cosa, mucho más concentrada en el aspecto conceptual de género, sin perder el pulso en cuanto thriller.

Planta permanente, de Ezequiel Radusky (coproducción con Uruguay) es la única de las películas argentinas ya exhibida comercialmente en Montevideo. Es un drama social que puede verse como un comentario ácido sobre aspectos del macrismo (o, en términos más pesimistas, sobre la situación de los pequeños trabajadores públicos en una empresa estatal sudamericana). Es notable el desempeño del trío de actrices principales (Liliana Juárez, Rosario Bléfari —su último papel— y la uruguaya Verónica Perrota, sutilmente odiosa en su rol de directiva).

Preestreno uruguayo

Ojos grises, de los hermanos Santiago, Javier y Matías Ventura (dirigida por el primero), va más lejos que ningún otro largometraje uruguayo en el terreno de la fantasía de acción. La anécdota transcurre en un mundo posapocalíptico a lo Mad Max, con paisajes desérticos, sin ley, poblado por personas truculentas. Una niña tiene que llegar a determinada isla mientras gente poderosa la intenta detener.

La película no parece uruguaya, ni parece pretender parecerlo. Los varones tienen todos expresiones duras y rostros marcados. El héroe principal anda por ahí de sobretodo negro largo, portando arco y flechas. Los códigos de gesticulación, de vínculo, de parlamentos, derivan de películas hollywoodenses, así como el estilo de la música incidental. El tratamiento sonoro parece inyectado con esteroides (el mero acto de posar una maleta en alguna superficie suena como un estruendo). Se supone que la humanidad perdió la potestad de ver en colores, pero hay una droga que permite al que la consume ver, mientras dure el efecto, un solo color, y eso sirve de pretexto para algunos pasajes con un visual a lo Sin City, es decir, un blanco y negro oscuro y cargado, salpicado con detalles en una sola tinta adicional. Todo eso puede verse como empoderamiento (el posapocalipsis y la salvación de la humanidad también pueden ocurrir entre gente que habla español rioplatense, con villanos interpretados por Roberto Suárez y Néstor Guzzini). También puede verse como capitulación: ¿por qué, si hubiera un apocalipsis, las personas de la región pasarían a comportarse, gesticular, hablar y vestirse como personajes de una adaptación hollywoodense de historieta —perdón, comic—?

Al menos en mi sensibilidad, para borrar esa sensación medio patética de imitación la película tendría que tener un nivel superlativo, que la permitiera valerse por sí misma, y no como “¡qué increíble que en Uruguay se haya podido hacer algo así!” Pero no es el caso. La historia es medio absurda y pueril, y parece ser que la película partió de la afición de los autores por determinado clima estilístico, rellenado luego con ideas que pudieran encajar lo mejor posible, pero que si no encajaban, mala suerte. Un ejemplo mínimo es esa especie de ruleta rusa que consiste en que cada jugador tiene que elegir entre dos botellas indistinguibles, una con agua y otra con un veneno mortal que lo puede liquidar en treinta segundos. Esa medida de tiempo es pretexto para un elemento visual fuerte, que es el reloj de arena que marca los treinta segundos: si el personaje no se murió transcurrido ese lapso, quiere decir que zafó. Sin embargo, ya que no todos tragan su líquido al mismo tiempo, lo del reloj y el suspenso por la caída del último granito de arena no tienen sentido. Claro, es lindo fotografiar el reloj de arena y usarlo como parte del montaje ágil con un montón de planos. Pero ¿tan complicado, tan trabajoso era acomodar los hechos para que ese elemento se integrara con un poco más de tino? Este pequeñísimo ejemplo es un microcosmos de cuestiones que involucran de manera más profunda toda la historia y el desenlace de la película. Además, debe haber como ocho o nueve instancias en que determinado personaje avanza hacia algo y de pronto escuchamos (debidamente precedido de un efecto de vectorización) un disparo, y el tipo cae. Si la persona que cae es malvada, muere pronto, pero si es buena, queda moribundeando largo rato en cámara lenta con música sentimental mientras se despide de quienes la aman.

Cortos

Entre los cortometrajes hubo varios interesantes. El jurado, integrado por Sol Bauzá, Fernando Palumbo y por mí, eligió mejor película iberoamericana a la brasileña Kopacabana, dirigida por Marcos Bonisson y Khalil Charif. Como en Chris Marker, el centro de la película es un texto formidable, escrito y dicho por el poeta Fausto Fawcett, armado con hipérboles, repeticiones, juegos rítmicos, realismo mágico, montaje de elementos dispares. Las imágenes hacen lo mismo, a veces en un discurso paralelo al de la voz over, a veces estrictamente vinculado a ella en el asunto o en el ritmo. El famoso barrio carioca se presta a mucho en su condensación casi absurda de factores: la Copacabana turística, la sórdida, la apabullante, la futurista. El visual incluye imágenes en súper 8 del pasado (¿años 70 u 80?) y del presente, junto a imágenes digitales tomadas de drones en la actualidad.

Elegimos como mejor película uruguaya a Ojo de gato negro, de Francisco Zisiunas, una breve ficción sencilla con elementos fantasiosos y de humor sencillo. Unos jóvenes encuentran una especie de hechizo en un bosque, y recogen, casi como un desafío, una piedra verde que les trae mala suerte. Está realizada con pulso, imaginación visual, frescura y un notorio amor por el acto de narrar en cine, sin mayores pretensiones que estas.

El jurado otorgó tres menciones. Una fue a la animación portuguesa Suspensão, de Luís Soares, intrigante en sus juegos con el tiempo detenido, las realidades posibles y un estilo visual peculiar. La peruana Ciclo de carga, de Daniel Martínez-Quintanilla, es un ejercicio vertoviano de montaje audiovisual alrededor de los cargadores portuarios en Iquitos. La venezolana Un patio para que mis nietos jueguen, de Pedro Moreno, aborda, a través de un montaje de fotos documentales, las vicisitudes de inmigrantes compartiendo vivienda en una pensión montevideana, pretexto para comentar el desarraigo, el exilio, la convivencia y una multiplicidad de dramas personales.

El público consagró también dos cortos uruguayos: la ficción Radetzky, de Raúl Pierri (una historia de fantasmas y conflictos de clase) y la indefinible Solo, de Marcelo Fabani (sobre el aislamiento de un veterano en la pandemia).