La mayoría de las películas más populares lidian con personajes que tienen un determinado objetivo y se encuentran con obstáculos. Si el final es feliz, como suele ser, los protagonistas superan los obstáculos y alcanzan los objetivos. Ese recorrido suele ir de la mano con un arco de desarrollo, es decir, el protagonista tiene, al inicio, cierto aspecto de personalidad no loable y que le complica la vida, pero el propio proceso de intentar alcanzar el objetivo lo lleva a corregir esas limitaciones personales, lo que a su vez despeja el camino hacia el éxito final.
De cuajo, esta película difiere de ese modelo, al estar basada en una novela compleja y que tiene un rumbo impredecible. El libro Martin Eden, de Jack London, fue publicado en 1909 y suele ser descrito con el término alemán künstlerroman, es decir, una novela sobre la formación y desarrollo de una personalidad artística ficticia. Martin es un joven marino recio, que abandonó sus estudios formales cuando tenía 11 años. Una casualidad lo pone en contacto cercano con una muchacha de una familia opulenta, interesada en el arte y en la literatura francesa. Fascinado por ella y por su mundo intelectual, Martin se pone a leer libros en forma desenfrenada, aspira a convertirse en escritor y decide emprender un arduo camino de autoinstrucción. La muchacha, enamorada ella también de ese Ceniciento, lo apoya. Tras una serie de fracasos, Martin finalmente es reconocido como escritor y pensador, gana fama y dinero. Aquí hubiera terminado la película clásica. Pero la historia sigue. Martin es un personaje complejo, y en su proceso de educación nunca logra dejar atrás cierta disposición bárbara (peleador, irredento, impulsivo), que a su vez llena de espinas su camino hacia el éxito. Cuando finalmente logra el reconocimiento, se ha convertido en una persona amarga, difícil, insatisfecha, siempre observando con desprecio las pequeñas hipocresías de las instituciones y estructuras en las que se tiene que insertar (el mundillo artístico, la crítica, la sociedad como un todo), lo cual se retroalimenta en forma viciosa con la tolerancia social a la imagen de artista excéntrico, del intelectual “personaje” que él ahora encarna. En términos de la estructura arquetípica del cine clásico, el desenlace trágico resuelve más bien esa etapa final, como si fuera una segunda película.
La complejidad del personaje Martin Eden va más allá de ese rumbo caprichoso de su biografía. Odia a la burguesía al tiempo que ama a una muchacha burguesa y asume los criterios de valor artístico e intelectual que orbitan alrededor de la estructura social dominada por la burguesía. Preserva una neta simpatía de clase por la gente trabajadora más simple, pero, fascinado con el darwinismo social radical de Herbert Spencer, se convierte en un individualista, desprecia la actividad sindical y el socialismo. Sin embargo, su principal mentor, una de las personas a las que más venera, es un veterano adepto del socialismo. Y la historia está llena de recovecos que quizá se parezcan más a la vida que a un guion estándar.
No es fácil condensar ese tipo de historia de largo aliento en una película de poco más de dos horas como esta. Aquí, sin embargo, entre el guion ingenioso y respetuoso y una realización muy inteligente y sensible se pudo relatar esa biografía ficticia sin sacrificar la complejidad psicológica y situacional, generando una convincente sensación de paso del tiempo y una vivencia intensa de cada momento importante de la historia. La interpretación excepcional de Luca Marinelli como Martin —frágil y agresivo, tierno e insolente, inseguro y arrogante— es otro factor nada menor.
Aparte de condensar una historia interesante y compleja en forma más que satisfactoria, esta película tiene otros varios puntos de interés que contribuyen a generar su clima tan especial. La acción está trasladada de Estados Unidos a Nápoles. La época en que trascurre la acción es indefinida. No se trata de la época en que fue escrita la novela, pero tampoco es ninguna otra en particular, sino un curioso menjunje que el espectador va tratando de descifrar pero que no tiene una solución clara. Las mujeres de la familia Orsini (la familia burguesa de la novia de Martin) sí se visten en una versión moderada de los trajes del 1900, que perfectamente podrían ser de mujeres de tiempos más recientes pero con inclinaciones conservadoras. Los autos son como de los años 1960 y 1970, así como los teléfonos. En un momento Martin firma un documento con fecha 1968, pero en ningún momento vemos signos específicos de la psicodelia, del verano de amor, del jipismo. Los socialistas parecen moverse más como movimiento social que como partido político, como si fuera en el siglo XIX. Se habla de la inminencia de una guerra, y hacia el final vemos a lo lejos a unos camisas negras fascistas molestando a un joven. Esa atemporalidad, o mejor, una especie de entrevero de los primeros tres cuartos del siglo XX, está acentuada por la banda musical, que incluye canciones de europop, música erudita conservadora o modernista de inicios del siglo XX, estilos tradicionales napolitanos y algunos toques más recientes de electrónica o synth-pop.
El montaje es flagrantemente discontinuo. Por doquier tenemos unos saltos sorpresivos que yuxtaponen dos momentos que integran una misma escena pero no una continuidad temporal (la pareja está abrazada, la pareja está besándose), además de cortar sin aviso, sin señales de puntuación, de una escena a la otra, o de un presente a un recuerdo o una imaginación. Hay además una discontinuidad estilística. Muchas veces la cámara está en mano y se desplaza de un lado al otro, como en un ensueño un poco mareado o un baile indolente, haciéndose notar en cuanto personaje que curiosea. Eso se alterna con planos generales puntillosamente compuestos y estáticos, que son como cuadritos. Las cartas de Elena a Martin están leídas por ella, mirando la cámara sobre fondos neutros de color homogéneo. A veces la textura es granulada, a veces no. Y todo el tiempo intervienen, en la narrativa, unas inserciones de imágenes de archivo, la mayoría de ellas aparentemente oriundas de noticieros, documentales o películas familiares, aunque parece haber algunas obras de ficción. (Tuve el placer de reconocer dos planos, que aparecen pegados uno en seguida del otro, de mi película favorita, la brasileña Limite, de Mário Peixoto, 1931.) Esos fragmentos pueden ser en blanco y negro, en color, bien de inicios del cine en copias sepia muy deterioradas, o de mediados del siglo pasado. Algunas funcionan de manera evidente como comentarios, como cuando Martin está muy angustiado, se peleó con Elena y no ve perspectivas de felicidad, y cortamos al plano de archivo de un velero que se hunde. Otras figuran simplemente como asociación de ideas, como cuando los personajes se refieren a bailar y vemos una imagen de un baile rocanrolero. Otras inserciones tienen un vínculo más enigmático con la acción: con un poco de imaginación, uno puede llegar a inventar alguna conexión metafórica con la historia de Martin, pero otra persona podría encontrar una explicación muy distinta, y más que decidir entre una que sea más “correcta”, quizá la gracia principal sea la de permitir esas asociaciones manteniéndose un poco al margen de ellas.
El inicio es un ejemplo. El silencio de los créditos de producción se rompe con el ruido de lo que pronto reconoceremos como el botón de record de un grabador cintero doméstico (aparato ya obsoleto). Un hombre (que luego reconoceremos como Martin, pero con el estilo de pelo que usará hacia el final de la película, en su madurez) graba un texto que, también, en forma retrospectiva, podremos reconocer como uno de los alegatos político-literarios individualistas de Eden. Sigue la primera tanda de inserciones, que parecen derivar de los albores del cine, con notorio deterioro de nitrato: trenes y un mitin político, al parecer de un 1º de mayo, en que podemos reconocer en la tribuna al agitador anarquista Errico Malatesta (1853-1932), probablemente entre los portuarios de Ancona a fines del siglo XIX. Esas imágenes del pasado están ambientadas por una música melancólica para órgano, pautada por un golpeteo regular de piecitas de madera, y ese sonido da paso a la sonoridad semifestiva de un calíope de feria, el ruido de los trabajadores y unos cañonazos que pueden aludir a la represión. Sigue el título de la película, que, en forma tajantemente incongruente con esos referentes de 1900, está ambientado con la cancioncita “Piccerè”, éxito de 1979 de Daniele Pace, sobre la que vemos imágenes de Martin, con otro estilo de peinado, trabajando como marino en un barco, complementadas con planos de lo que parece ser una filmación aficionada de delfines acompañando un barco. Siempre sobre la canción de Pace vemos a dos muchachas en la mesa de una casa nocturna, aparentemente mirando, en falsa continuidad de montaje, a Martin (lo cual es imposible, ya que este está navegando en su barco, de día). La voz del animador del baile dice que llegó el momento en que las chicas son las que sacan a bailar a los chicos. Una de las muchachas (Margherita, que va a ser un personaje relevante en la historia) decide sacar a Martin, y de ahí cortamos a los dos bailando (es decir, Martin ahora ya no está en el barco, sino en el baile).
Es un poco gracias a esa discontinuidad y a los cortes caprichosos a las imágenes de archivo que la película logra condensar esa historia compleja sin dejar una sensación de resumen simplificado, y al mismo tiempo genera todo un discurso paralelo en que la mente del espectador está activa descifrando la densa trama de asociaciones de ese montaje de imagen y sonido.
Esa complejidad asociativa, sin embargo, nunca llega a intervenir en forma destructiva sobre la continuidad del relato. Funciona más bien para el espectador que entre en el juego, como un constante llamado de atención, que siempre está provocando, sugiriendo, comparando, estimulando la actividad de apreciación. Es más o menos como cuando vemos los fragmentos de películas mudas deterioradas: puede haber alguna rayadura, algún salto, una pequeña duda local (¿por qué Martin se pelea con otro tipo, ambos vestidos con traje de commedia dell’arte?), pero en definitiva entendemos todo lo esencial que pasa en la historia y en el desarrollo del personaje. Hay elementos conmovedores. Quizá los episodios más tiernos son los que vinculan a Martin con Maria, la señora viuda que lo alberga y lo apoya en sus primeros intentos frustrados como escritor. También es emotivo su esfuerzo obstinado por aprender, por superar las barreras de su crianza. Que esas expectativas se hubieran frustrado sería muy triste, aunque predecible. Pero el hecho de que triunfe, tan sólo para encontrarse, a nivel existencial, con el vacío, la frustración y la incapacidad de disfrutar, es desolador.
Martin Eden. Dirigida por Pietro Marcello. Basada en la novela de Jack London. Con Luca Marinelli, Jessica Cressy, Carlo Cecchi. Italia / Francia, 2019. Cinemateca, Life 21.