En los últimos días circuló la noticia de que Canal 13 de Argentina levantaría Showmatch, el programa de Marcelo Tinelli, por bajo rating. Todavía no hubo comunicaciones oficiales, y algunas fuentes apuntan a que en realidad Tinelli tendría ofertas de Canal 9, pero más allá de los rumores, que simplemente exista la posibilidad de que un programa de Tinelli pueda levantarse del aire por falta de televidentes indica que quizás estemos ante el fin de una era, al menos en lo que a la televisión rioplatense se refiere.

A fines de los 80, con la muerte de Alberto Olmedo (que con él se llevó un tipo de televisión) y la llegada del menemismo al poder, dio comienzo una nueva etapa. La televisión anterior, más popular, con menos tendencia a los excesos, dio pie a un tipo de televisión que tenía mucho que ver con lo que estaba pasando en el país. El “pizza y champán” menemista, el uno a uno del peso y el dólar y la aspiración a pertenecer al primer mundo transformaron la tele en un lugar de grandes producciones, desmesura, lujo y espectacularidad. Los líderes de esta nueva televisión fueron una mezcla de figuras anteriores –Mirtha Legrand, Susana Giménez, Gerardo Sofovich– y otras más nuevas: Marcelo Tinelli, Nicolás Repetto, Mario Pergolini.

En la televisión argentina de esos años nada era imposible. Esto creó una sensación de impunidad en una televisión que podía hacer lo que quisiera, de la que nadie como Marcelo Tinelli se aprovechó. Esto derivó en contenidos interesantes y perdurables, como los creados por los rosarinos Pablo y Pachu, por ejemplo, pero también en algunos cuestionables, como el recurso de la burla y el bullying indiscriminados o la posterior cosificación y misoginia de los concursos de baile. También utilizó esa impunidad para bromear con la política y meterse tan de lleno en ella que su programa podía terminar de deslegitimar a un presidente como Fernando de la Rúa o posicionar a otro sin mucho recorrido como Francisco de Narváez.

Las críticas a sus programas eran evidentes y compartidas por mucha gente. Sin embargo, su popularidad crecía. El mérito de Tinelli fue invertir su lugar de poder y ubicarse únicamente como un medio. No era él quien inventaba una forma de vincularse o de pensar, ni sus contenidos los que bajaban línea al penetrar en los hogares, sino que su programa no era más que el canal en el que se amplificaba la idiosincrasia argentina, su forma de relacionarse, su ideología, su humor, sus valores.

Mientras los demás nombres importantes de esa televisión espectacular y grandilocuente fueron desapareciendo por diversos motivos, Tinelli se mantuvo y reforzó su poder. Aprendiendo de los reality shows que desde principio de siglo habían desembarcado en Argentina, transformó su programa en un gran concurso de miserias, deseo, peleas, humor y romance. Y no sólo eso, sino que estableció los programas satélites: otros programas que dedicaban su tiempo a hablar del programa central, Showmatch.

Pero ese formato se repitió tanto en torno a lo mismo, que ni lo que acontecía en el programa ni las polémicas en torno a él siguieron interesando a la gente. A su vez, la agenda de lucha feminista, que desactivaba sus recursos de cosificación de la mujer, y los propios cambios en la experiencia televisiva lo fueron debilitando. No sólo la oferta del streaming, Youtube o las plataformas de contenidos, sino también el surgimiento de otros formatos con presupuestos más acotados, menos espectacularidad y más efectividad, como Masterchef o Bake Off, lo volvieron algo residual en la grilla. Finalmente, su mayor competidor terminó siendo él mismo y su pasado. Que los programas de humor más vistos en Argentina sean integrados por exhumoristas de su plantel, como Sin codificar, o que los videos de programas anteriores, de los 90 o principios de los 2000, sean de las cosas más vistas en Youtube muestra que, para el público, el mejor Tinelli fue el del pasado.

Los últimos sobrevivientes fueron cayendo. Susana desapareció luego de andar penando durante años en horarios marginales y agobiada por su bajo rating. Mirtha ya no conduce su programa, que en los últimos años vive porque se transformó en una burda tribuna de antikirchnerismo. Con el desplome del rating de Tinelli quizás se termine definitivamente esa televisión con ansias de primer mundo de los 90, global, desmesurada, poderosa, lo que posiblemente también esté anunciando ni más ni menos que la propia televisión, tal como la entendimos históricamente, está camino a cambiar por completo o, probablemente, a desaparecer para siempre. ¿Quiénes legitiman? ¿Quiénes programan? ¿La vieja figura del gerente de programación desapareció y fue suplantada por un algoritmo? ¿Qué es hoy, socialmente, la experiencia televisiva? Como sea, preguntas para las que la vieja televisión, la de Tinelli y compañía, parece ya no tener respuestas.