Cualquier discusión acerca de la cultura toca muchas de las cuestiones que desvelaron a Raymond Williams, el escritor y profesor británico que nos ha ayudado a pensar la cultura –y la literatura, el lenguaje, el arte– y las relaciones recíprocas en las que entra con la vida social, las instituciones materiales, la producción del mundo.
Proveniente de una comunidad de agricultores y obreros –su padre fue peón rural y guardavías en el ferrocarril–, Raymond Williams nació en 1921, en Pandy, una aldea galesa enclavada en un valle, al pie de las Black Mountains, cerca de la frontera con Inglaterra.
Gracias a la política de becas del gobierno laborista, accedió a la educación superior y en 1946 se graduó del Trinity College de la Universidad de Cambridge. Allí completó sus estudios avanzados y se radicó hasta el final de su vida. Disfrazados de ficción, estos lugares e historias personales, atravesados por los sucesos políticos de la época, se dejan ver en su novela Border Country (1960).
Formado en la tradición humanística “arnoldiana” (de Matthew Arnold), que habían hecho suya sus profesores Ivor Richards y Frank Leavis y que Williams eventualmente reformularía, se desempeñó primero en las clases nocturnas del Programa de Extramuros de la Universidad de Oxford y en la Asociación para la Educación de los Trabajadores, “misión” que Williams abrazó convencido y gustoso. En 1961 ingresó como profesor en el Jesus College, y a partir de 1967, a la Facultad de Literatura Inglesa en Cambridge, como profesor de drama.
Junto a su vivencia como un muchacho de provincia en “Oxbridge”, vértice y bastión de la Gran Tradición y de las clases dirigentes británicas –y que se halla en la base de su crítica y visión sarcástica de la vida y el pensamiento de la elite –, igualmente formativas fueron la experiencia de la guerra, la mirada extrañada con la que al término de la misma ve a su país y el devenir de su activismo político.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, descubre y se indigna de que su país hubiera bombardeado indiscriminadamente las ciudades alemanas, matando millares de civiles. De regreso en Inglaterra, le impresionaron los cambios que en poco tiempo estaban alterando tanto el paisaje y la vida rural como las ciudades y la cultura de las clases trabajadoras, y que buscó comprender. Finalmente, afiliado al Partido Comunista, reaccionó a la invasión de Hungría y polemizó con la deriva estalinista y la ortodoxia marxista en lo referido a la cultura, lo que alentó su postura en favor de la creación de la primera Nueva Izquierda –socialista, pero sensible y afín a una serie de nuevas manifestaciones y agendas sociales: estudiantiles, pacifistas, anticoloniales, feministas, ambientalistas-.
Estas experiencias, intereses e interrogantes se manifiestan en sus libros principales, Cultura y sociedad (1958), La larga revolución (1961), Campo y ciudad (1973), que junto a Los usos de la alfabetización (1957) de Richard Hoggart y La formación de la clase obrera (1962) de Edward P. Thompson fueron el punto de apoyo y arranque de lo que luego se conocerían como los “estudios culturales británicos”.
Estos cobraron impulso con la creación, en 1964, del Centro de Estudios de la Cultura Contemporánea en los fondos de la Universidad de Birmingham, dirigido primero por Hoggart –también de origen obrero y galés– y desde 1968 por el jamaiquino Stuart Hall, con quienes, aun no habiéndose nunca alejado mucho de Oxbridge, Williams quedó asociado.
La vida social de las palabras
Si descontamos algunas reseñas y entrevistas aparecidas en la revista argentina Punto de Vista de principios de la década de 1980, Marxismo y literatura (de 1977, publicada once años después en español por la editorial Península) fue una de las principales vías de acceso a las ideas de Williams en el Río de la Plata.
En parte, porque este libro, bastante más descarnado (es el menos ensayístico de todos) parecía no tener tanto asiento en la historia y el proceso cultural inglés. Y en parte, porque al poner en primer plano sus premisas conceptuales y ser más esquemático, se presentaba como un texto teórico, técnico, lo cual calzaba como anillo al dedo en tiempos en que los estudios literarios empezaban a verse y presentarse como un campo de especialistas, con su propio arsenal conceptual y su jerga distintiva. Un manual, en este caso, que aportaba un encuadre particular: una comprensión social, histórica y materialista de todo el asunto de las Letras y las cosas del espíritu.
Marxismo y literatura comienza más o menos del mismo modo que su primer libro, Cultura y sociedad (1958): preguntándose por la historia de ciertos conceptos –cultura, lenguaje, ideología, literatura–, convertidos “en problemas”. Los usos de esas palabras y otras más –industria, arte, clase, democracia, etcétera–, cuyos significados fueron cambiando y que, entroncadas con procesos y cuestiones más de fondo se volvían objeto de conflictos y disputas, sería el tema de otra de sus obras: Palabras clave (1976).
Al desnaturalizar el uso de ese puñado de palabras, cuyo sentido normalmente damos por descontado, o que asumimos que significan lo mismo para todos, Williams muestra como estas aparecen en determinados momentos, asociadas a ciertas discusiones, articuladas con otros conceptos con los que forman una constelación o mapa cognitivo, y que nacen y “hacen su trabajo” en condiciones histórico-específicas, en donde están en juego los modos de vida y la vida misma. En sus usos y significados, y hasta en la acentuación particular que damos a las palabras, encriptamos la comprensión de nuestro tiempo y negociamos los asuntos de nuestra sociedad. Dice Williams: “La historia de la idea de cultura es un registro de nuestras reacciones mentales y sentimentales al cambio de condiciones de nuestra vida común”, escribe en Cultura y Sociedad.
Por ejemplo, la palabra cultura estuvo primero asociada al cultivo, a la producción humana, a la transformación de la naturaleza, incluido el cultivo de uno mismo. Luego, a ciertos hábitos –cultivados, cultos– o a un estado de la mente, solo al desarrollo intelectual. Más tarde al conjunto de las artes, como manifestación de esos estados, de ese desarrollo. Eventualmente pasó a significar toda una forma de vida como totalidad –una civilización– con su dimensión material, técnica, intelectual, espiritual.
Pero, si en un primer momento cultura fue sinónimo de civilización, como consecuencia del proceso de industrialización, esa civilización (capitalista), que ahora giraba en torno a cuestiones materiales, prosaicas, pasó a ser pensada como opuesta a la cultura, la cual a partir del s. XIX quedará ligada o restringida a la vida interior, a la sensibilidad, a las cosas del espíritu, y sus manifestaciones en el arte –todo ello constitutivo de una realidad aparte, escribe Williams en Marxismo y literatura.
Más aun, si para unos, solo ciertas naciones, grupos o personas (los artistas, las personas ‘cultas’) son poseedoras y productoras de cultura, para Williams la cultura –las ideas, los valores, los símbolos, los sueños– no se limita ni expresa solamente en algunas obras de arte, sino que se deja ver en todas las manifestaciones y creaciones de todas las personas y grupos sociales, en sus formas de vida como totalidad, en “lo de todos los días”.
Del mismo modo, el vocablo literatura primero estuvo asociado a la capacidad de leer –no de escribir–; de leer, por ejemplo, la Biblia, un manual de caza, un pliego suelto, una balada. Luego significó haber leído ciertos libros (que había que leer), ya sea con el propósito de entretenerse, aprender, o ambas cosas. Más tarde su uso volvió a cambiar y pasó a valer solo para ciertos géneros –poesía, no novelitas ni ir al teatro–, o solo cierta clase de libros –de ficción–, o de cierta factura –las bellas letras–, obra de autores legítimos, y cuyo disfrute y valor reside en la experiencia de su forma, sin buscar en ello ningún aprendizaje o utilidad.
Más contemporáneamente, literatura llegó a admitir, dentro de su rango semántico, otros géneros (la novela, diversos géneros populares, el testimonio), las literaturas orales (composiciones verbales, poéticas, pero no escritas) y oral-visuales, o nuevas maneras –post-autónomas– de pensar, leer y vivir lo literario, como resultado de la emergencia de nuevos lectores.
Esta producción de nuevos usos y sentidos no cesa aquí, por supuesto, porque tampoco finaliza la historia que subyace, ni los conflictos que la mueven.
La salvación de/por la cultura
Del mismo modo que la civilización capitalista, que derretía todo lo sólido en el aire –o casi– afectaba el uso y el sentido de las palabras mediante las que pensamos la realidad y nos orientamos, también impactó en la fisonomía y la estructura profunda del paisaje natural, urbano, social, título de otro de los libros fundamentales de Williams, La ciudad y el campo (1973).
No solo en su aspecto exterior –que ya de por sí no sería independiente de una mirada– sino sobre todo en la forma de habitarlos, de pensarlos, de vivirlos, y que Williams representó como una sucesión de amalgamas o “estructuras del sentir”, noción escurridiza que en una entrevista con Beatriz Sarlo (incluida en el prólogo a la edición en español del libro) él se negó a definir pero que dio a entender que era la hipótesis que sostenía toda la obra.
Las estructuras del sentir se configuraban como formas de pensar y de percibir que decantaban en formas de decir y comunicarse de ciertos grupos, que echan mano o dan origen a ciertos géneros, que de ese modo condensan una unidad compacta de forma, posición social, experiencia del mundo, visión, función.
Aun cuando gozaban de privilegios, las elites del siglo XIX vivieron aquellas transformaciones con alarma, angustia y nostalgia por una civilización que se desvanecía, idealizada. Adoptaron entonces una postura épica cuya consigna fue “salvar la sociedad mediante la cultura”, la pureza del idioma y el culto de los valores y comportamientos tradicionales. De este modo se buscaba evitar el desorden, “la anarquía”, según Matthew Arnold (Culture and Anarchy, 1869). Para ello había que helenizar a la clase media y dirigir a las masas. El centro de aquella batalla lo ocupaban “los hombres de letras como héroes” (como escriben Armand Mattelart y Érik Neveu, en “La crítica cultural de la sociedad burguesa”). Esta fue, dicho muy sucinta y toscamente, la reacción romántica, una de las formas de crítica de la Modernidad capitalista, pero también una reacción conservadora, orientada en la dirección del pasado, inquieta ante el horizonte democrático y la transformación del orden social.
Raymond Williams se formó en aquel proyecto arnoldiano, replicado en “las clases de FR Leavis” que, a diferencia de quienes consideraban la literatura algo ornamental, alejado de lo social y del mundo, era “odiado en Oxford por tomarse la cultura tan en serio”. Pero viniendo de las áreas rurales, Williams también percibía con inquietud cómo la cultura rural y la cultura obrera –su cultura– estaban siendo alteradas de maneras irreversibles. En la identidad desdoblada del protagonista de Border Country podemos leer una puesta en escena de una conciencia fronteriza, en la que hoy insiste la perspectiva decolonial.
En “La cultura es lo ordinario” (1958), Williams narra esa experiencia de viajar en ómnibus y presenciar esos cambios, el contraste entre la catedral y sus libros con cadenas, y en la vereda de enfrente, el cine con una versión animada de Los viajes de Gulliver; el contraste entre la ciudad, las huertas del valle, los castillos normandos, por un lado, y por otro, las minas de hierro, las prensas de rodillo de acero, las fábricas de gas, las hileras de casas grises.
Williams respondió a estos acontecimientos desde otro lugar, con otras preocupaciones y proyectos. De Arnold y Leavis tomó la idea de la centralidad de la cultura. Pero en cuanto a la Gran Tradición –de enseñanza obligatoria en Cambridge– y cuyas ideas repasa en Cultura y sociedad: 1780-1950. De Coleridge a Orwell –tal el título completo–, Williams “hace una relectura crítica”, y adopta una postura distinta, de acuerdo a Stuart Hall (en “El surgimiento de los estudios culturales”).
Por una parte, sintoniza con las críticas al capitalismo: como se pierden y transforman las tradiciones y valores de la vida rural o la cultura obrera, sus formas de la conciencia y de la lucha, los usos que hacen de la alfabetización, el problema de las industrias culturales, ciertamente, nuevas formas de explotación y servidumbre. Pero también vislumbra y aprecia los nuevos escenarios y progresos que resultan de una revolución larga e inconclusa: “no tendré paciencia en escuchar ninguna caracterización agria de ellos”.
Esa idea, presente ya en sus primeros escritos, fue el tema de su segundo libro, La larga revolución (1961): la creciente democratización, el acceso a la educación –de la que el mismo fue beneficiario–, el mejoramiento de la calidad de vida de las mayorías populares, su mayor organización y protagonismo social, político y cultural, la emergencia de formas, significados y valores culturales inéditos, inimaginables hasta hacía poco. Todo ello resultado de los cambios en los modos de producción, nuevas relaciones de producción, la aparición de nuevos actores, fuerzas y movilizaciones sociales; procesos que si bien no son nunca completos ni irreversibles, resultaron en un sinnúmero de conquistas y posibilidades. Dice Williams: “Estamos atravesando una larga revolución (...) Es una auténtica revolución, transformadora de hombres e instituciones, constantemente extendida y profundizada por los actos de millones de personas”.
Ante este acontecimiento, “difícil de definir”, “complejo”, “dispar”, de mediana o larga duración, explora la articulación entre la producción material –la revolución industrial, “todavía en una fase temprana”–, el plano político –la “revolución democrática”– y “la revolución cultural, la más difícil de estudiar e interpretar”.
En cuanto a la alternativa a la civilización de la mercancía, no creyó que hubiera un tiempo mejor anterior al que regresar, un paraíso perdido, aun cuando pudieran haber cosas a recuperar, rumbos que enderezar, batallas que volver a pelear.
Williams se aparta de la postura elitista que predominaba en el salón de té de su Universidad, que pinta sarcásticamente, y donde la cultura, esgrimida fundamentalmente como medio de ostentación –“signo exterior exhibido con énfasis”– no conseguía ocultar su otra cara: “en su mayoría no eran particularmente sabios, practicaban pocas artes”.
Sus profesores y compañeros de Cambridge, en un gesto típicamente sociocéntrico (de clase, de raza, de género, de edad, de época, siguiendo a Alejandro Grimson en Antropología ahora) consideraban a la alta cultura (la propia) la única legítima y valiosa, a la vez que desdeñaban a los otros: los que “hablan mal”, “carecen de cultura”, o “no tiene valor”. A Williams, que venía de fuera, de una familia de agricultores, del seno de una familia obrera, ese gesto no le cerraba, y se rebeló contra él.
En cuanto a que la salud de la sociedad o el futuro dependían de preservar e imponer la Gran Tradición, también en esto disiente Williams, para quien la cultura está en todos lados, y todas las personas, grupos y clases sociales son hacedoras y creadoras de cultura.
La materialidad de la cultura
En la segunda parte de Marxismo y literatura, Williams ofrece una modelización de la dinámica social del proceso cultural, característica del culturalismo materialista. A la vez que instala la cultura como dimensión central y gravitante –no como un simple reflejo– no la desgaja de la vida social, económica y política en la que se cuece, con la que está imbricada. De la que es resultado, pero también productora, cemento, justificación, guía.
Beneficiario de aportaciones variopintas –la teoría del lenguaje del Círculo de Bajtín, las ideas acerca de la cultura y los procesos de construcción de hegemonía de Antonio Gramsci, su discusión con el estructuralismo marxista de Louis Althusser–, para Williams, existe una relación entre cultura y poder, pero se trata de un proceso ininterrumpido, dialógico, abierto e incierto, lo mismo que la historia y la política.
Para pensar el proceso de la cultura, Williams propone distinguir entre tradiciones, instituciones y formaciones.
Las tradiciones son invenciones, “selecciones estratégicas”, producto de prácticas sostenidas en el marco de instituciones. Son expresión de las presiones y los límites de la cultura hegemónica y apuntan a la continuidad. Aunque son oficiales, también en algún punto, son conectivas: vividas y sentidas como propias. Por fuera o solapadas a las tradiciones y las instituciones, hay además formaciones (movimientos, tendencias) que también tienen una influencia efectiva y decisiva en la vida intelectual y artística. Así, la cultura está constituida por las tensiones y presiones internas y externas, lo cual tiene por efecto su cualidad caleidoscópica, de reconfiguración constante, azarosa, inesperada.
De Williams también hemos tomado una serie de términos para explicar los momentos y las posiciones del proceso. Hablamos de formaciones dominantes (las institucionalizadas), residuales (que dejaron de ser dominantes, pero que coexisten y siguen activas) y emergentes, que vienen a cuestionar las formaciones y tradiciones dominantes, algunas de las cuales alcanzarán a su vez la posición dominante, o permanecerán en los márgenes.
Habiendo construido el andamio de los conceptos, en la tercera parte de Marxismo y literatura Williams profundiza en el quehacer literario. En diálogo con los enfoques subjetivistas y formalistas, ofrece un modelo de interrelación entre el lenguaje, las formas (las convenciones, los géneros) y las condiciones sociales y materiales de la experiencia estética y la creatividad.
Límites y esperanzas de una cultura en común
La atracción que Williams despertó, y que dio origen a los estudios culturales, se debió a su interés por comprender íntimamente las transformaciones de la vida rural y urbana, cómo estas eran vividas, pensadas y sentidas por unos y otros, contra el telón de fondo del deslizamiento tectónico de placas superpoderosas: el capitalismo, la industrialización, la urbanización, la tecnología. También, porque siguiendo la corriente de la revista Scrutiny, que dirigía Leavis, escudriñó las prácticas culturales populares emergentes –la lucha social mediada, que ahora se libraba en el terreno simbólico de lo popular-masivo–, puestas en diálogo con procesos sociales y políticos –el fascismo, la revolución democrática, las nuevas movilizaciones sociales–, entre los que destacó al movimiento feminista, que había llegado a concluir que era el más importante del siglo XX.
Otros ensayos recogidos póstumamente en La política del Modernismo (1989) abordaron asimismo la relación cultura y tecnología, los vínculos entre cine y política (“Cine y socialismo”), “las políticas culturales”, así como consideraciones meta-teóricas: “el futuro de los estudios culturales” y “los usos de la teoría cultural”.
Además de investigador y escritor, Williams se desempeñó mayormente como profesor de literatura inglesa. Ciertamente, no se limitó a un mero análisis formal, ni se ocupó del juicio estético per se. Se preocupó de establecer relaciones. Vio en los textos, sus formas y en las asignaciones de sentido posibles, modos de intervenir –ya fuera desde la escritura, la lectura, o la enseñanza– en la sociedad y en el mundo.
Lo impulsaba el proyecto de construir una “cultura en común”, anclada en una idea de “democracia cultural” entendida como acercar la Gran Tradición a las clases populares, característica de mediados del siglo XX, aunque más no fuera como momento de una negociación y reelaboración colectiva, de la que nadie debía quedar al margen. El modelo era la propia lectura minuciosa y severa practicada por Williams, siempre menos cómplice, “a contrapelo”. No solo por su distancia ante aquellos grandes autores, leídos ahora desde otra sensibilidad y proyecto, sino porque al ponerlos en la mesa de sus clases nocturnas para adultos, los textos rápidamente adquirían otros colores y disparaban otros significados y juicios: “Hay obras basadas en unos valores que no tendrán la menor aceptación si se expusieran a la vista de todos”, “parte de lo que se ofrece será rechazado, otra parte será criticada radicalmente: Y eso es lo que debería suceder”, dice en “La cultura es algo ordinario”). El ejercicio de construir una cultura en común, al final, apuntaba menos a la perpetuación de la tradición, y más a favorecer prácticas, formas y significados nuevos: “llevar nuestras artes a nuevos públicos es estar seguros de que serán transformadas. Y a mí, al menos, no me da miedo”.
El reverso de esa disposición abierta, sin embargo, acaso sea cierto retrogusto que asoma por cuanto no asociamos a Williams con las llamadas guerras culturales y batallas del canon de los la década de 1980, con su reclamo, de autoras mujeres, o pertenecientes a las minorías étnicas, o provenientes de los dominios coloniales británicos, a pesar de su propia experiencia y conciencia colonial (como galés) y su convencimiento respecto del feminismo. La relectura crítica de los monumentos de la Gran Tradición le tendía esa encerrona.
Referente de la segunda ola feminista, Juliet Mitchell, autora de Mujeres: La revolución más larga (1966), apunta que “si bien se ha señalado la falta de atención a la cuestión de género en sus trabajos teóricos, en varios pasajes de sus novelas utiliza conceptos que para el feminismo serán fundamentales, tales como que la conciencia surge de la práctica y que lo personal es político”. Williams –aventura Mitchell– habría dejado una pista en la introducción a La larga revolución, aludiendo que en Border Country, su novela, estaba la otra parte de su trabajo.
Mitchell sigue esa pista y analiza distintos personajes y situaciones en sus varias novelas, de historias lentas, que se detienen en los hilos íntimos, cotidianos, para ahondar en cómo son vividas y sentidas, a la vez que conjugan y son moldeadas por estructuras históricas (dinámicas locales, de género, de clase social), y que “ofrecen al feminismo un lugar donde pensar y repensar la cuestión de la subjetividad, del ser mujer”.
En el discurso en el memorial por el fallecimiento de Williams, el filósofo afronorteamericano Cornel West también propone aprovechar su pensamiento, su experiencia con la otredad y la opresión, para la lucha “todavía más larga” de los derechos de las minorías étnicas.
Debo confesar que nunca me enseñaron a Williams. Pese a ser frecuentemente citado, muchos de sus principales libros siguen sin haberse leído, algunos por haber sido traducidos hace relativamente poco. Sus novelas se conocen todavía menos. Ojalá esta memoria breve provoque nuevas lecturas y acerque nuevos lectores a un personaje inclasificable, que, como dice Terry Eagleton en La función crítica, inventó una zona o campo de acción inédito.