Si bien la carrera cinematográfica de Lina Wertmüller se extendió de 1963 a 2004 y siempre fue una directora inquieta y hábil, su marca fuerte en la historia del cine está concentrada en las cinco películas que realizó en la primera mitad de la década del 70. Fue un momento delicioso y vital para el cine italiano, que circulaba con destaque por todo el mundo y cubría todos los registros, del cine de arte modernista al cine de explotación barato. Las estrellas italianas eran admiradas por doquier; Wertmüller trabajó con Sophia Loren, Marcello Mastroianni y Ugo Tognazzi, pero sus actores fetiche fueron Giancarlo Giannini y Mariangela Melato, a quienes contribuyó a convertir en estrellas.
Los recursos de producción de los cineastas italianos no solían hacerles mella a las películas estadounidenses. El tratamiento técnico de las voces, siempre dobladas, imperfectamente sincronizadas y no insertadas en el espacio sonoro de la acción, era crudo, y muchas veces la continuidad era descuidada. Pero todo eso terminaba siendo parte del encanto: ese dejo de desprolijidad suscitaba la sensación de un enfoque artístico que iba directo al grano, a la esencia, a las ideas y las emociones, sin gastar energías en el pulido. Por otro lado, la generalización del cine en color ocurrida a fines de la década del 60 pegó muy bien con la sensibilidad pictórica colorinche de la cultura italiana, y surgió una generación histórica de grandes directores de fotografía admirados mundialmente. Wertmüller trabajó con Giuseppe Rotunno y Tonino Delli Colli.
Nacida en 1928, Lina Wertmüller fue más o menos coetánea de Marco Ferreri, Giuliano Montaldo, Elio Petri, Ettore Scola, Ermanno Olmi y los hermanos Taviani. La década de 1960, en la que ella comenzó a dirigir, fue el tiempo del surgimiento y afirmación de todos estos artistas y otros más jóvenes –Bernardo Bertolucci, por ejemplo–, y también de la explosión de la comedia a la italiana a partir de Divorcio a la italiana, de Pietro Germi (1961). También fue la época del western spaghetti, que nació con Por un puñado de dólares, de Sergio Leone (1964), de la revelación tardía de Pier Paolo Pasolini y del vuelco modernista de Federico Fellini y Michelangelo Antonioni, entre otros varios fenómenos relevantes.
Ella llegó al cine de la mano de Fellini, su mentor y una de sus principales influencias. Acompañó sus rodajes y se desempeñó en funciones muy subsidiarias (y sin crédito), algo así como tercera asistente de dirección, en las obras maestras La dolce vita (1960) y Ocho y medio (1963). Antes de eso, luego de fascinarse con el concepto gráfico narrativo de las historietas de Flash Gordon, se metió con el teatro, giró con un grupo de titiriteros, fue actriz y directora, hizo radio y televisión.
En el mismo año en que vivió la experiencia de Ocho y medio, dirigió su ópera prima, Los zánganos (1963), que tiene alguna conexión con Los inútiles, de Fellini (1953). Es otro retrato desencantado de la apatía, el ocio y la mediocridad de la juventud en un pueblo sureño empobrecido. Ese debut le valió el premio a la mejor dirección en el Festival de Locarno, y durante el resto de la década hizo de todo un poco –incluyendo comedias juveniles musicales con Rita Pavone– demostrando inquietudes y habilidades pero sin definir una voz autoral. Su espíritu feminista empezó a traducirse en Hablemos de hombres (Questa volta parliamo di uomini, 1965), una comedia a la italiana cuyo título funcionaba como respuesta a Hablemos de mujeres, de Scola (1964). Dirigió incluso un western spaghetti, Il mio corpo per un poker (1968), en el que la protagonista pistolera anda por ahí con un traje de cuero negro pegado al cuerpo, como si fuera Gatúbela.
Fue en el interregno de cuatro años entre esa película y Mimi metalúrgico herido en el honor (Mimì metallurgico ferito nell'onore, 1972) que Wertmüller inventó el tono y la personalidad que le valieron convertirse en uno de los autores cinematográficos destacados de la década de 1970, y la más renombrada directora mujer en actividad. El rasgo identificador externo más inmediato eran los títulos enormes de la mayoría de sus películas: Amor, muerte, tarantela y vino (1978) se llama, en italiano, Un fatto di sangue nel comune di Siculiana fra due uomini per causa di una vedova. Si sospettano moventi politici. Amore-Morte-Shimmy. Lugano belle. Tarantelle. Tarallucci e vino, y figura debidamente en el Guinness World Records como el título de película más largo de la historia del cine. Otra característica son los extensos episodios de exacerbación casi histérica de sus personajes, que se acercan a aturdirnos con tanto griterío, pero que luego se combinan con momentos más silenciosos y circunspectos.
Las películas más famosas y características de Wertmüller son todas comedias dramáticas, en la línea en la que venían trabajando Dino Risi, Mario Monicelli y Marco Ferreri. Lo ridículo se entreveraba con lo trágico y lo amargo; la risa era expresión vital de una visión convulsiva del mundo. En esa línea, los trabajos de Wertmüller involucran dilemas que parecen destinados a sacudir los caminos ético-morales más simples, esos que a veces quisiéramos que pudieran modelar nuestras conductas y posturas. Llaman la atención por su no alineamiento político, realmente radical: comunistas, fascistas, democristianos, feministas o anarquistas son finamente observados y caricaturizados, y la pasión tan italiana con que defienden u ostentan sus posturas termina siendo un componente más del humor. Pero no se trataba, de parte de la directora, de apoliticismo, cinismo o la ilusión de un “justo medio”. A diferencia de Fellini, la política concernía seriamente a Lina Wertmüller, pero la cineasta no podía evitar encarar la performatividad de los paquetes ideológicos como un elemento limitante, insuficiente para lidiar con una realidad que los desbordaba.
En Insólito destino (Travolti da un insolito destino nell'azzurro mare d'agosto, 1974), una pituca arrogante y prejuiciosa termina perdida en el mar en un bote inflable junto a un rústico marino sureño. Una vez que arriban a una isla desierta, terminan constituyendo allí una nueva sociedad de dos, que se despoja de las jerarquías que, en el nuevo contexto, ya no tienen sostén. De pronto, ya no es la ricachona la que tiene el poder, sino el marino, que posee más habilidades para la supervivencia lejos de la civilización y tiene más fuerza física. Una vez que él, comunista, tiene formada una crítica a la opresión burguesa del proletariado al que pertenece, le impone a la mujer, interpretada con pasión por Mariangela Melato, la inversión de posiciones en la nueva situación: si ella quiere comer un trozo de la langosta que él pescó, tiene que lavar sus ropas, asear la casita de piedra, besarle la mano y llamarlo “señor”. Esa polarización tipo amo-esclava se atenúa, sin embargo, cuando interviene el sexo; así, se enamoran. La isla mediterránea en que se encuentran se convierte en el paraíso terrenal de una vida simple y totalmente dedicada al amor. Ese vínculo, sin embargo, no puede subsistir luego de que los rescatan y son restituidos a la civilización.
Descrita así, la trama parece ser un ejercicio del tipo “tomá de tu propia medicina”, pero es más complicado. La pituca, por ejemplo, sin dejar de ser asquerosamente clasista, es el único personaje de la película que ostenta alguna noción feminista. El marino, por otro lado, es un bruto machista, y cualquier respeto que podamos sentir por las motivaciones de su microrrevolución en la isla se diluye ante la manera en la que abofetea reiteradamente a la mujer para consolidar su posición de superioridad. Las ideas de ella sobre la gente del sur de Italia son aporofóbicas y racistas, lo que ofende al marino. Sin embargo, él queda desolado al tener que regresar al hogar junto a su esposa sureña, mientras añora el sueño vivido junto a la rubia de cuerpo hegemónico.
Amor y anarquía (Film d'amore e d'anarchia, ovvero ‘stamattina alle 10 in via dei Fiori nella nota casa di tolleranza...’, 1973) tiene rasgos cómicos también, pero es mucho más circunspecta. Tunin, el protagonista, es un anarquista que tiene un plan para asesinar a Benito Mussolini. Su principal contacto con la organización anarquista es una prostituta, lo que lo lleva a frecuentar el burdel de lujo en el que ella trabaja. Dos de las prostitutas terminan enamorándose de él, y luego tendrán el dilema entre ayudarlo a cumplir su cometido o evitar que lo haga, y así salvarlo de una muerte casi segura.
El film tiene un sabor modernista en su montaje elíptico, fragmentario, que entrevera presente y recuerdo, y a veces enfatiza algunos cortes sincronizados con la guitarra de la preciosa música de Nino Rota. Deja una sensación rarísima, porque, por un lado, su visión del mundo es amarga: el fascismo, tan bien personificado en el personaje sensacional de Spatoletti, es un espanto de prepotencia, autoritarismo y ley del más fuerte; al mismo tiempo, los atentados de los anarcos son torpes e impotentes. El final trágico, terrible, transcurre sobre la música alegrecita del burdel, como si la directora nos señalara que el mundo es indiferente a esa muerte violenta.
Al mismo tiempo, la película parece querer devorar el mundo con glotonería, saborearlo, amarlo. Esa voluntad está en la plástica de las imágenes, que busca simetrías y rimas formales, como la posición de las piernas de los enamorados. La cámara aprecia, incluso, la austeridad de la arquitectura fascista, y los planos de Tunin caminando entre esas construcciones parecen cuadros de De Chirico. Pero, de todos modos, prefiere otros aspectos de Roma: las estatuas, las fuentes, las callecitas, las ruinas. Y aún más que eso, la gente: el ruidaje felliniano de las reuniones alegres o de las discusiones, la sensualidad con la que las muchachas exhiben sus cuerpos, la vitalidad de los rostros, tanto los de las jóvenes como los de las madamas veteranas. Siempre hay alguna prostituta cantando una canción de espíritu folclórico con toda su alma.
Sietebellezas (Pasqualino Settebellezze, 1975) fue su mayor éxito. El protagonista es un guapo napolitano obsesionado con la posición social, la dignidad y el honor. Durante la Segunda Guerra Mundial, termina en un campo de concentración, en el que se tiene que someter a todo tipo de humillaciones para seguir con vida. Eso supone, incluso, servir a los nazis como kapo, con lo cual está encargado de designar cuáles de los prisioneros deben ser ejecutados. Fue un mojón en el retrato ficcional de la realidad del nazismo, una película poderosísima. Con ella, Lina Wertmüller fue la primera mujer nominada a un Oscar a mejor dirección (¡recién en 1977!).
Ninguna de sus películas posteriores volvió a tener la repercusión de las que hizo en los 70. Por un lado, su enfoque perdió el sabor a novedad, y por otro, el nuevo orden del cine mundial pautado por la Nueva Hollywood casi que liquidó la circulación comercial internacional del cine italiano e incluso comprometió su consumo dentro de Italia. El prestigio de la directora le garantizó el respaldo suficiente como para seguir dirigiendo en forma regular hasta 2004, cuando se retiró. En tiempos recientes hubo una tendencia a revalorizar algunos títulos de su filmografía tardía, sobre todo Noche de verano (Notte d'estate con profilo greco, occhi a mandorla e odore di basilico, 1986) y Mi querido profesor (Io speriamo che me la cavo, 1992).
Lina Wertmüller falleció el 9 de diciembre, a los 93 años.