Después de graduarse con honores, Achille-Cleophas Flaubert inauguró en 1821 la escuela de Medicina de Rouen y asumió las cátedras de Anatomía, Fisiología y Clínica Quirúrgica. Su casa, hoy convertida en Museo de Historia de la Medicina, reúne en el primer piso decenas de estanterías con frascos de resinas, extractos vegetales, mieles y purgantes; mientras, en el piso de arriba se expone el equipo para reducción de fracturas, partos y amputaciones. También se puede visitar la biblioteca familiar, que contiene ejemplares de botánica, anatomía humana y animal, gimnasia, técnicas quirúrgicas y varios tomos acerca de la sangre y sus enfermedades. Achille hijo heredó el oficio de papá al graduarse de cirujano más adelante.
El doctor Flaubert crio a sus hijos en un ambiente mórbido. Estos solían espiarlo mientras extraía químicos de los frascos para preparar brebajes o cataplasmas curativos, y otras veces lo veían por las ventanas mientras realizaba una sangría o una amputación.
Claude Nicolas Le Cat, colega de Achille, entretenía a los niños, sobre todo a Gustave, el segundo, con su colección de curiosidades: serpientes disecadas, cerebros en conserva, fetos en distintos momentos de la gestación, pieles preciosas, tablillas cuneiformes y esculturas indígenas. Igual, Jean Baptiste Lamounier, conservador de cuerpos disecados, los divertía mientras en la ciudad le consideraban degenerado por su costumbre de embalsamar cadáveres.
Ruan, con sus callejones estrechos, paredes con fajas de madera, techos altos y ventanas pequeñas, resulta hermosa para pasear, pero pronto falta el aire. Gustave se asfixiaba y a los 20 años se mudó a París para estudiar leyes y completar el sueño de Papá: ver graduado de médico a su hijo mayor y de abogado al segundo.
Achille padre, cirujano de mucho prestigio, no comprendía el interés de su hijo por las letras, profesión de perezosos e inútiles. La presión sólo acabó con su muerte, que liberó a Gustave y le permitió, al fin, abrazar lo único que le interesaba: la escritura.
En 1850 Gustave viajó a Jerusalén y visitó un leprosario: “Hombres y mujeres, quizás una docena. No hay velos para ocultar sus rostros ni distinción de sexos. Tienen costras purulentas, agujeros en lugar de nariz. (...) Su boca, cuyos labios habían desaparecido, dejaba ver el fondo de su garganta. Gemían y tendían hacia nosotros sus harapos de carnes lívidas. ¡Y la naturaleza en calma todo alrededor!”. En esa época contrajo la sífilis que le acompañó por el resto de su vida y que algunos biógrafos asocian con su epilepsia. Su primer entorno, rodeado de dolencias y pócimas, se le implantó para surgir una y otra vez en su cabeza hasta carcomerle la posibilidad de sentir; en cambio, se entregó a la literatura.
Hay, sin embargo, algo de pasión en su juventud. Noviembre, su primera novela, escrita a los 21 años, abunda en fantasía por el descubrimiento del cuerpo femenino y la ansiedad de su primera vez. ¿Qué hizo al joven que exudaba deseo por todos los poros amputarse él mismo las pasiones del cuerpo y del alma para sustituirlas por el furor de la tinta sobre el papel?: “Hace tiempo que desequé mi corazón, está tan vacío como las tumbas cuyos muertos se han descompuesto”.
Gustave alojaba en su corazón un monstruo que devoraba sus sentimientos. Sin conmoverse, tomaba nota de enfermedades e intoxicaciones para archivarlas y utilizarlas en obras futuras. Nunca sintió empatía ni lástima por el enfermo, sólo curiosidad: “Analizo, diseco sin cesar”.
El ritmo de las frases le asediaba día y noche, buscando perfeccionar los dardos de su misantropía. Su rechazo hacia la burguesía, no como clase social o estrato económico sino como una limitación mental muy cercana a la imbecilidad, lo llevó a hincar el diente en la sociedad puritana de su época. Abogados, arquitectos y agentes de seguro, todos merecían su desprecio. La sombra incómoda del médico reaparecía con frecuencia y Gustave descargó contra él su ira, haciéndolo pasar a la historia como el cornudo más famoso de la literatura: la vida miserable de Charles Bovary como ajuste de cuentas con su padre.
Amasijo de pasiones, instintos y berrinches, el hijo del cirujano puso el dedo en la llaga de su época a través de la escritura tormentosa, cotejando las palabras una con otra hasta que su cadencia expresara lo que tenía en la mente, y no otra idea similar. Obsesionado al creer que había un único modo de expresar una idea, siempre creyó que no hay sinónimos ni frases equivalentes.
Termino el recorrido por el museo y salgo al patio. Converso con la curadora de la exposición, me invita a formar parte de los mecenas y a suscribirme a su boletín. Cruzamos direcciones de correo, tomo algunas fotos y me quedo con una revista y dos tarjetas postales de recuerdo.
Salgo y camino hacia el río Sena. Encuentro un quiosco, compro maní, dátiles y un vino rosado, el único de rosca (no tengo sacacorchos). Oigo voces y me desvío al Jardin de Saint Fiacre donde me pierdo, al igual que Emma, en una feria agrícola. Esta reúne, desde hace ciento treinta años, a horticultores, jardinistas (no jardineros) y otros artesanos del oeste de Francia, frente a la iglesia de la Madelaine, advocación ideal para perder la cabeza por una pasión. El sol domina la tarde más azul del otoño y se refleja sobre el Sena, acariciando los hombros desnudos y dorando los cabellos. Aquí no hay concursos de ganado. En altavoz se ofrecen flores, vegetales y distintas viandas. Pienso en Emma, que intercala la pasión prohibida con el premio al cerdo más robusto mientras pone el punto final a las formas clásicas y sirve de bisagra hacia la novela moderna.