La participación en el jurado Fipresci (de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) me brindó la posibilidad de seguir la 71ª Berlinale, que se llevó a cabo del 1º al 5 de marzo. La Berlinale, o Festival Internacional de Cine de Berlín, es considerada una de los top three entre los festivales, sólo superada por los festivales de Cannes y de Venecia. Por lo general dura unos 11 días y presenta para decenas de miles de espectadores unas 400 películas, en una programación estructurada en diversas secciones. Debido a la pandemia, este año se está presentando en un formato totalmente distinto. La exhibición y la actividad de los jurados se concentraron en tan sólo cinco días, las películas fueron difundidas por streaming durante un tiempo acotado (24 horas de disponibilidad por cada título) y la cantidad de títulos exhibidos fue mucho menor (“tan sólo” 176). Existe la intención y la esperanza de realizar, en junio, la parte en vivo del festival, con proyección de las películas en salas de cine berlinesas y la presencia de varios de los cineastas. Ojalá.

De las distintas secciones, me tocó la Competencia, que es la sección que suele acaparar las atenciones, e incluyó 15 títulos. No me dejó tiempo para ver nada más. Fue mi primera experiencia en un festival “clase A”, y aun así la tuve a medias, en forma virtual. Mis compañeros de jurado Fipresci fueron el estadounidense Robert Horton y la alemana residente en Londres Pamela Jahn. Las reuniones virtuales debían tener en consideración las diferencias horarias: para Robert era el mediodía, para mí la media tarde y para Pamela ya era de noche. Más experimentados que yo en los festivales europeos, señalaron que, aun para una Berlinale, la calidad de la programación fue excepcional. Tanto así que en nuestra deliberación final ocurrió algo que nunca había vivido antes: teníamos, entre los tres, un aprecio tan grande por dos películas, que nos moríamos de pena por, premiando una, dejar de premiar la otra (no disponíamos de segundo premio ni de mención).

Tres grandes películas

Finalmente optamos por ¿Qué vemos cuando miramos el cielo? (de Aleksandre Koberidze, Georgia/Alemania), una comedia poética que cuenta una historia mínima con fundamento fantástico. Lisa y Giorgi se enamoran luego de apenas cruzarse de casualidad. Combinan para encontrarse en otra ocasión, pero una fuerza sobrenatural les echa un mal de ojo. Sin impedir la concreción del maleficio, cuatro amigos advierten a Lisa lo que va a ocurrir. Estos amigos son un arbusto, una cámara de vigilancia, un desagüe y el viento. Al despertarse, antes del encuentro y sin ni siquiera saber los nombres uno del otro, Lisa y Giorgi cambiaron de apariencia y, por lo tanto, ya no podrán reconocerse. Las peripecias de los dos para adaptarse a su nueva situación se cuentan con un estilo peculiar, que incluye una voz over que acentúa el sabor a “cuentito” y teje comentarios; una actuación distanciada, sin énfasis en la expresión de los sentimientos; muchos planos de detalle que suelen funcionar como sinécdoques para datos narrativos más amplios. La historia de amor desencontrado es el esqueleto de la película. La carne, la sustancia, es el cotidiano de Kutaisi, una ciudad de Georgia con poco más de 100.000 habitantes. La cámara la observa encantada: sus tradiciones culinarias, sus bares, las reuniones, la pasión por el fútbol (y especialmente por Messi y el seleccionado argentino), los perros callejeros, el paisaje sonoro lleno de pajaritos, tráfico escaso y ligero bullicio humano. Hay varios interludios poéticos, bañados en una música preciosa, mostrando, por ejemplo, nucas de mujeres sentadas en un parque al anochecer, o niños jugando al fútbol en una canchita, o una muchacha dominando la pelota, o el agua marrón del río Rioni, las imágenes de un partido proyectadas sobre piedras. Es como si el principio animista que otorga sabiduría y poder de comunicarse a objetos ‒como un arbusto o un desagüe‒ impregnara la película misma. La cámara observa cada rostro, cada rincón, cada destello de luz, como si este estuviera repleto de espíritu y vida.

La otra película que disputó nuestras preferencias fue Herr Bachmann und seine Klasse (“El señor Bachmann y su aula”, de Maria Speth, Alemania). Este delicioso documental observacional acompaña un semestre de una clase liceal en el pueblito de Stadtallendorf, en el centro de Alemania. La población de la ciudad se compone esencialmente de inmigrantes, y el grupo de unos 16 estudiantes comprende 12 nacionalidades distintas, e incluye a varios niños que pujan todavía por dominar el alemán. De por sí, esa convivencia ya constituye todo un asunto. Pero está también el profesor, el veterano Bachmann del título, que es una figura realmente excepcional en el amor a su profesión, a sus alumnos, y en la calidad con que logra manejar los conflictos, las crisis, estimular, entretener, atrapar, propiciar discusiones, imponer el orden y el rigor, pero también respetar la libertad y las diferencias, escuchar y aprender de los alumnos y cubrirlos de afecto sin por ello dejar de referirse con franqueza a los evidentes desafíos y dificultades que los aguardan. No sé cómo habrán hecho para lograr tanta intimidad y naturalidad, y al mismo tiempo sostener una textura cinematográfica tan límpida, con encuadres y sonido perfectos, como si fuera una película de ficción muy bien producida. Por la vía de ese microcosmos se cuelan aspectos de la historia de Alemania, la sexualidad, la literatura y una conmovedora noción de ciclo, cuando necesariamente, al terminar el año, los alumnos pasarán a otra instancia educativa y el grupo dejará de existir como tal. Esta película valiosa no ganó el premio Fipresci pero sí el Oso de Plata, el segundo premio más importante del jurado oficial.

El señor Bachmann y su aula.

El señor Bachmann y su aula.

El jurado oficial de la Berlinale estuvo integrado por seis cineastas ganadores del Oso de Oro (el premio más importante del festival). Ellos otorgaron el Oso de Oro a otra película excepcional, Babardeală cu bucluc sau porno balamuc (algo así como “Mala suerte cogiendo, o porno alocado”, de Radu Jude, Rumania/Luxemburgo/República Checa/Croacia). La introducción tipo found footage muestra un video (totalmente explícito) de un acto sexual muy colorido. Luego de ello, en la primera parte, acompañamos a la mujer del video deambulando por una Bucarest ya sumida en la pandemia. Nos enteramos de que el video fue subido a internet y se viralizó, situación especialmente complicada por ser ella profesora liceal. Mayormente, sin embargo, lo que tenemos es a ella caminando de un lado hacia el otro. Más allá de los tapabocas y los temores de contagio, transpira un vicioso aire de agresividad y prepotencia. La segunda parte es un “diccionario”: por cada concepto tenemos una pequeña anécdota significativa, o un aforismo, o un chiste, o simplemente una serie de imágenes, claramente por fuera de lo narrativo. El tono general refuerza cierto aspecto misántropo indicado al inicio, y pinta un mundo lleno de sexismo, hipocresía, racismo, militarismo, genocidios, desigualdades, egoísmo. La tercera parte retoma la narrativa y consiste en la reunión de padres sobre la posible destitución de la profesora. Más allá de algunas intervenciones sensatas, en términos generales la discusión es lamentable, y sumado a todas las características humanas puestas de relieve en las dos partes anteriores, hay una enorme dificultad para ‒o peor, desinterés en‒ articular una confrontación de argumentos pertinentes. La película tiene rasgos del consabido discreto humor negro rumano, pero en una manifestación especialmente anárquico-corrosiva que recuerda al serbio Dušan Makavejev. Hay también un algo de Jean-Luc Godard en la plétora de signos visuales, la arbitrariedad alevosa de algunas opciones narrativas y el acopio de citas de pensadores tan variados como Walter Benjamin, Bertolt Brecht, Umberto Eco, Curzio Malaparte, Jean-Paul Sartre, Tzvetan Todorov, Virginia Woolf.

Otros títulos

El Oso de Plata a la Notable Contribución Artística le tocó a la única película latinoamericana de la competencia, la mexicana Una historia de policías (de Alonso Ruizpalacios). Además de aportar conocimientos y reflexiones sobre la condición de la Policía en México, esta película sorprende por la ingeniosa variedad de técnicas usadas: documental, reconstrucción ficticia, documental de la propia realización del documental y alternancia entre los personajes reales retratados y su versión interpretada por actores.

El llamado Oso de Plata del Gran Jurado (curioso nombre, porque es el mismo jurado de los demás premios oficiales) fue para Guzen to sozo (“Azar y fantasía”, título internacional The Wheel of Fortune and Fantasy, de Ryusuke Hamaguchi, Japón), un curioso y cálido tríptico de episodios de mediometraje, cada uno de ellos centrado en una conversación entre dos personas. Algunos de los personajes son entrañables, pero sobre todo, se destacan las situaciones en sí mismas, que son bastante originales. El tercer episodio es realmente excepcional y muy emotivo. Hubo otras dos buenas películas basadas esencialmente en conversaciones: la húngara Rengeteg – mindenhol látiak (“Floresta - Te veo en todas partes”, de Bence Fliegauf) también consiste en una sucesión de episodios separados, pero el tono es especialmente oscuro, grave. La joven Lilla Kizlinger ganó por su papel el Oso de Plata a la mejor actuación secundaria. Y la otra es Nebenan (“La puerta de al lado”, Alemania), primera película dirigida por el famoso actor Daniel Brühl, con una destacadísima participación de Peter Kurth como su interlocutor. Es muy probable que la idea básica (no así su desarrollo) de esta película se haya inspirado en la argentina El hombre de al lado (de Gastón Duprat y Mariano Cohn, 2009).

Se estrenaron las nuevas realizaciones de dos de los directores más codiciados por los festivales en la actualidad. El coreano Hong Sang-soo presentó Introduction. Como tantas de sus películas, no cuenta propiamente una historia, sino que es un recorte arbitrario de las idas y venidas de distintos individuos. Siempre es de enorme delicadeza esa poética esquiva de Hong, esa cosa de decir “algo” sin decir nada en concreto, de generar un clima, una tensión, una belleza, una liviandad, con hilos casi invisibles y unos diálogos en que se nota que los personajes no saben decir lo que quieren decir. Ganó el Oso de Plata al mejor guion. La otra fue la francesa Céline Sciamma, que presentó Petite maman (“Pequeña mamá”). Quizá inspirada en el animé japonés Mirai no Mirai (de Mamoru Hosoda, 2018), cuenta la delicada, sensible y tierna historia de una niña que tiene la oportunidad de encontrarse con su propia madre cuando esta tenía la edad que ella tiene ahora y entablar un vínculo por fuera de la jerarquía de edad y maternidad.

Con cuatro películas totalmente alemanas y dos mayormente de otras nacionalidades pero con coproducción alemana, esta Berlinale puso un énfasis excepcional en el país anfitrión del festival, lo que incluye a Ich bin dein Mensch, la aguardada nueva obra de Maria Schrader (directora de la miniserie Poco ortodoxa). La amplitud geográfica de la competencia comprendió también contribuciones de Líbano (Memory Box, de Joana Hadjithomas y Khalil Joreige), sobre las secuelas de la guerra civil, e Irán (Balada de la vaca blanca, de Behtash Sanaeeha y Maryam Moghadam), sobre la pena de muerte.