Esta es una curiosa cruza de terror con drama social. Bol y su esposa, Rial, son refugiados sudaneses en Londres. Acaban de ganar un estatuto probatorio, luego del cual será evaluado si tendrán derecho a residencia o si serán deportados. Durante ese período se les otorga una casita modesta en un suburbio. Allí son acosados por una fuerza sobrenatural que les habla desde atrás de las paredes de yeso y les provoca unas visiones espantosas que, de a poco, se van convirtiendo en peligros reales. Ese acoso termina determinando comportamientos que, para las autoridades, son incomprensibles y amenazan los créditos de los protagonistas como “buenas personas” en la evaluación.
Las partes que transcurren en la casa de la pareja tienen una fuerte influencia de la “trilogía del apartamento” de Roman Polanski: esas visiones que cruzan la pantalla en forma muy fugaz; la idea de la pared detrás de la cual parece emanar una presencia; la imagen vagamente inquietante de la vecina que mira fijo desde su ventana; una cierta ambigüedad entre el terror objetivo y la alucinación. A la larga, es una situación que se repite y se repite, y todo resulta medio burdo. Para empezar, aunque la casa no es enorme, Bol y Rial siempre se las arreglan para estar a solas y con las ventanas cerradas, como para que el miedo sea más intenso, y jamás discuten nada práctico que puedan hacer al respecto. La cosa asume una lógica medio de tren fantasma: avanzamos un poquito y de pronto vemos algo asustador, avanzamos otro poquito y vemos otro algo también asustador, y todo reposa en lo feo, lo asqueroso y en la fibra aterrorizante que pueden suscitar a quienes no integran esa cultura ciertos signos asociados a la brujería africana (máscaras que evocan calaveras, el cuerpo negro cubierto de polvo blanco), que es un curioso rasgo prejuicioso de una película que parece militar por la comprensión y la compasión hacia los africanos. Los efectos de CGI son malos y la “criatura”, cuando finalmente la vemos (qué idea desgraciada, mostrarla), es francamente ridícula.
El componente burdo va más allá de esos recursos primarios o ya gastados destinados a provocar sustos y miedo. La presentación misma de los personajes y de las situaciones es como escolar, hecho agravado por una música sobreexplicada. Cuando vemos a los protagonistas esperanzados y felices, en vez de quedar aliviados, queda más que obvio que esto está puesto para sentimentalizar su previsible posterior decepción. Cuando Bol tiene que dar alguna explicación razonable de sus actitudes, se termina mostrando como un demente y nuestra aflicción por su mala suerte se disipa en cierta irritación por su torpeza.
Aunque hay enormes diferencias estilísticas y conceptuales, es posible que esta película haya aprovechado el éxito de Jordan Peele, con sus obras de terror centradas en personajes negros y un sentido espesado por los subtextos referidos al racismo. La situación de Bol y Rial es considerablemente distinta y, quizá, más drástica, ya que vivieron una guerra etnocida en su país natal, la pérdida de personas queridas, un naufragio en el Mediterráneo y están recién llegados a un país extranjero en el que no conocen a nadie, no tienen estatus formal de ciudadanos y están pendientes de que, ante cualquier desliz, los devuelvan al infierno de donde proceden. Viven la situación ambigua e incómoda del refugiado que debería sentirse agradecido por el acogimiento benevolente de la nación que le da asilo, pero no puede evitar una pizca de resentimiento por la forma mezquina, burocrática, poco empática, con la que esa ayuda le es concedida.
Por supuesto, la historia se presta a todo tipo de lecturas alegóricas, que son expresamente usadas en la película. Esas imágenes espantosas que Bol y Rial ven en su casa son proyecciones de los muchos horrores que vivieron y que serán sus pesadillas por el resto de sus vidas, aunque quizá, algún día, logren relegarlas a un rincón un poco más manejable que les permita vivir con cierta normalidad. En la única escena “de miedo” que transcurre fuera de su casa (y que es la más interesante de todas), Rial se pierde entre calles y callejones, como si estuviera atrapada en un laberinto, como si el espacio se hubiera distorsionado, se hubiera vuelto inestable. Es una preciosa manera de graficar, con un tono inquietante, la situación de un extranjero que mal conoce el lugar, en uno de esos barrios de configuración homogénea característicos de Londres. Para colmo, Rial será luego objeto de bullying de un grupo de jóvenes negros que se burlan de la mala calidad de su inglés, de su africanidad, de su desconcierto.
La puesta en vínculo entre ese clima de terror y la condición de inmigrante también procede de la trilogía de Polanski: los protagonistas de Repulsión, de 1965, y El inquilino, de 1976, eran ambos inmigrantes y su ajenidad, su soledad y su extrañamiento eran componentes para los procesos que padecerían. En todo caso, la situación exterior de estos sudaneses es muchísimo más aguda que la de los personajes polanskianos, cuyos problemas principales derivaban de sus propias psiquis, y ese aspecto fundamenta algunos momentos que llegan a ser conmovedores, sobre todo al inicio y al final de la película. El gusto que nos deja al terminar, además, se beneficia con una preciosa canción final compuesta por el español Roque Baños y que es muy superior a la música incidental, también de su autoría.
His House. Dirigida por Remi Weekes. Con Ṣọpẹ Dìrísù, Wunmi Mosaku, Matt Smith. Reino Unido, 2020. Netflix.