La ciénaga, que se estrenaba hace 20 años, el 12 de abril de 2001, no fue un asteroide que llegó de repente, cayó del cielo y cambió todo. El cambio que se vio en el cine argentino al empezar el siglo se venía gestando desde hacía años, y tuvo que ver tanto con cuestiones azarosas como con decisiones tomadas contra todos los malos pronósticos.
La Argentina previa al estallido era un cambalache. En el mismo lodo, todos manoseados. Las corporaciones mediáticas y los grandes grupos, con la anuencia de los gobiernos de Menem, acaparaban todo. No se podía distinguir la televisión, el show, el cine, de los escándalos políticos o económicos. Un gran grotesco criollo. En la televisión dominaban las telenovelas, en un encarnizado duelo entre Pol-ka (Gasoleros, Campeones) y Telefé (Muñeca brava, Buenos vecinos); las divas Mirtha y Susana, a las que se sumaba el rey Midas Tinelli, copaban el rating. El cambio de siglo también trajo el primer Gran Hermano, la multiplicación de los realities y de los programas de chimentos, que aunque ya existían, pasaron, con la llegada, en 2001, de Intrusos en el espectáculo, a tener un lugar preponderante en la pantalla y en la vida cotidiana de los argentinos.
El cine estaba dominado siempre por los mismos, y los nombres de los premiados con el Cóndor de Plata de esos años lo muestran: Eduardo Mignogna, Eliseo Subiela, Marcelo Piñeiro, Juan José Campanella. También los Martín Fierro, que casi en su totalidad eran ganados por los grandes tanques: Telefé o Canal 13. Toda esa máquina de fantasía, que muchas veces era lujo decadente o patetismo nostálgico de una fiesta de ayer (¿acaso no es La ciénaga la gran película sobre esta tragedia?), no podía ocultar que todo se estaba desmoronando y que el carnaval menemista y la falsa prosperidad de Domingo Cavallo habían sumergido a Argentina en el fondo mismo del tercermundismo.
Curiosamente, en la cumbia se daba un cambio que guardaba correspondencia con el contexto histórico. Se estaban abandonando los grupos de brillos y lentejuelas como Red o Green, que hablaban de amor y baile, para pasar a los primeros grupos de cumbia villera: Damas Gratis en el 2000, Pibes Chorros en 2001, que hablaban de sexo, sí, pero también de drogas, desocupación, delincuencia y gatillo fácil.
Al desmantelamiento del Estado, a las políticas económicas neoliberales que sólo inflaron las desigualdades, al aumento de la pobreza y el desempleo se les sumó que, desde 1998, el PIB del país había empezado a desplomarse. Lo que se resquebrajaba era un país, una sociedad, una economía, pero también un modelo, un paradigma. Eso es algo que sí tuvo en común la historia del país con la de su cine. Aunque este comenzó a colapsar un poco antes. Fruto del Estado ausente propuesto por el menemismo, y de la hiperinflación que se arrastraba desde 1989 y que había recrudecido, el único subsidio al cine salía del 10% de la venta de entradas en salas a las que ya casi nadie tenía los medios para ir. Se pasó del promedio histórico de 30 películas rodadas al año a un 1992 en el que sólo se rodaron 12. En 1994, al influjo de gente de la industria y algunos legisladores como Fernando Pino Solanas, se reforma la Ley de Cine, que entre otras cuestiones amplía la cuota de cine nacional en cines, y reestructura toda la sección de subsidios y apoyos del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa).
“Sí, se empezó a rodar más, pero los subsidios comenzaron a ir a las producciones comerciales”, comenta Alejandro Cozza, docente, guionista y director argentino que fue estudiante de cine en los años de creación de La ciénaga. “Había más cine, pero nada que nos interesara”, afirma. Cozza hace referencia a una crítica extendida del período 1995-1999 del Incaa, bajo la dirección de Julio Maharbiz, que sostiene que las exigencias y los criterios para los apoyos estatales hacían que las productoras de cine industrial fueran casi las únicas que podían acceder a subsidios. Se intentaba recuperar público para el cine sacrificando diversidad. En esos años, con el terreno dominado por Patagonik (Caballos salvajes, Cenizas del paraíso, Plata quemada) y Pol-ka (Comodines, Cohen vs. Rossi, Alma mía, Apariencias), a las productoras independientes o pequeñas se les hizo muy difícil realizar películas. Hubo excepciones, como Alejandro Agresti, Martín Rejtman, Albertina Carri, Esteban Sapir y Carlos Sorín. Y casualmente, cuando el nuevo cine rompa con el anterior, con ese cine dialogado en el que todo se explica mediante la palabra y el guion, con esa búsqueda de grandes metáforas y grandes relatos lineales y lógicos, de contar todo y no sugerir nada, serán esos nombres los recuperados por la nueva ola, aunque, como afirma Nicolás Prividera, la suya fuera una “generación sin padres”.
Sobre el nuevo cine que se estaba gestando es necesario mencionar dos hechos: por un lado, la creación del Festival de Mar del Plata en 1997 y del Bafici en 1999, que permitían ver otro tipo de cine; por otro, que en 1991 se fundó la Universidad del Cine (FUC) y en 1999 se reconfiguró el viejo Centro de experimentación, que pasó a ser la Enerc (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica).
Estudiantes de estas escuelas participaron en 1994 en el primer concurso de cortometrajes del Incaa, llamado Historias breves. De allí salieron nombres fundamentales del cambio que llegaría años después: Israel Adrián Caetano, Daniel Burman, Paula Hernández, Bruno Stagnaro y Lucrecia Martel. Es ilustrativa del cambio que significó este conjunto de cortos la tapa de la revista El Amante de junio de 1995: sobre fondo negro aparecen un fotograma de No te mueras sin decirme a dónde vas, la última película de Subiela, y un fotograma de uno de los cortos de Historias breves. Sobre la primera foto, la leyenda “Lo malo”, sobre la segunda, “Lo nuevo”.
En esos cortometrajes se comenzaba a esbozar un cine distinto del que se estaba rodando en Argentina, pero todavía faltaba la posibilidad de conseguir los fondos para seguir creciendo. A fines de 1999 y principios de 2000, con el nuevo gobierno, cambia la dirección del Incaa y asume José Miguel Onaindia. “Hubo modificaciones de resoluciones y de criterio. Cambiamos la resolución de reconocimiento de costo y el sistema de calificación, y aparecieron las precalificaciones. El primer año hubo concursos con comités diversos, formados por gente del teatro independiente, la crítica, artistas plásticos, músicos, no sólo la corporación del cine. Por medio de este cambio de visión y de acción, de cómo poner en movimiento la ley, se buscaba integrar al sistema como un todo los modos no convencionales de producción”, afirma Onaindia.
El guion de La ciénaga ya había ganado el premio de Sundance y conseguido un magro apoyo (el más bajo posible) del Incaa durante la administración de Maharbiz. Caetano y Stagnaro ya habían hecho Pizza, birra, faso en 1998, y Pablo Trapero, Mundo grúa en 1999, demostrando que lo que también empezaba a cambiar eran los modos de producción, influidos quizá por una de las pioneras en ese nuevo modelo: Moebius, de Gustavo Mosquera (1996). Con los cambios en relación a los subsidios, la internacionalización que estaban empezando a tener las primeras películas de este nuevo cine argentino, el aumento de rodajes –que en 2000 pasó a ser de 44– y las propuestas diversas en los modelos de producción y los contenidos, el proceso ya estaba en marcha.
“La ciénaga ya era La ciénaga antes de estrenarse”, cuenta Cozza. “El guion, que ya había sido premiado, circulaba en las clases de cine y nos partía la cabeza: ahí estaba lo nuevo, el guion transmitía climas, era impresionante todo lo que había metido Martel en esa película. La ciénaga es la película donde se dice todo sin decir nada”, define. La recepción positiva fue casi unánime, aunque en el Festival de Mar del Plata, donde se presentó, no fue premiada. Con La ciénaga, y ese mismo año La libertad, de Lisandro Alonso, sumadas a Mundo grúa y Pizza, birra, faso y a productores como Lita Stantic (productora de los cuatro films) se terminó de consolidar un cambio en la producción y en el lenguaje cinematográfico, que ya no fue sólo guion, sino también puesta en escena, montaje, deriva, imágenes evocativas, planos inquietantes y perspectivas periféricas o marginales. Esto trajo la necesidad de interactuar con el resto del mundo, aunque no haya sido un gran fenómeno popular en la taquilla ni una escuela para las generaciones siguientes. Quienes vinieron después casi no siguieron esta línea. Incluso, salvo por Alonso (que casi dejó de filmar luego de Jauja, en 2014), Caetano (que es un bicho raro difícil de atrapar) y Martel (que siguió haciendo lo que quiso como quiso), los propios directores del nuevo cine argentino abandonaron también sus búsquedas iniciales y se volcaron a la industria pura y dura.
Pero el camino estaba hecho y nada fue igual en el cine argentino a partir del cambio de siglo, con La ciénaga a la cabeza. Nada de esto nació de un repollo: fue fruto de un montón de cruces y de decisiones de esas que a veces no se toman porque se dice que no sirven para nada.