El año pasado surgieron las cuentas de Instagram “varones de” (varones del carnaval, varones del rock, etcétera), en las que se recogían testimonios anónimos de mujeres violentadas por hombres en esos y otros ámbitos.

El espectro de las violencias relatadas era amplio. Desde lo que se consideraría un crimen a nivel legal, a cosas que yo, personalmente, achacaría a problemas interpersonales, como un murguista que le mandó tres fueguitos a una muchacha mayor de edad pero bastante menor que él. No es mi intención desestimar a ninguna mujer que haya mandado un mensaje; esas cuentas vinieron a llenar un vacío, un vacío enorme cuando lo pensamos desde el lado judicial y lo difícil que es denunciar un crimen sexual y que encima te crean, te garanticen seguridad, sigan el tema con seriedad y no termines siendo vos la estigmatizada.

Pero a veces, como para mí evidencia el caso del murguista y los fueguitos, en muchas situaciones pueden ser confusos los límites. Ahora mismo, en Occidente al menos, las relaciones entre hombres y mujeres están pasando por un proceso de enorme incertidumbre, que conlleva dolor, frustración y constantes desencuentros incluso en vínculos sin violencia. Las mujeres tal vez tengamos más claro que nunca lo que no queremos, pero no es tan fácil vislumbrar lo que sí.

Y me temo que esa incertidumbre a veces lleva a narrativas según las cuales sólo podemos ser víctimas; hay un dicho en inglés que dice “cuando sólo tenés un martillo, todo parece un clavo”, y bajo esa óptica hasta las torpezas sociales pueden considerarse agresiones deliberadas. Creo que en la mayoría de los casos se habla desde un dolor sincero pero a veces difuso, que no siempre conoce su causa verdadera. Sin embargo, es derrotista pensar que siempre fuimos, somos y seremos víctimas. Cuando una mujer se convierte en “sobreviviente de”, su existencia se reduce, su historia se simplifica y su identidad de alguna forma se petrifica. Por eso pienso que reconocerse víctima debería ser siempre un estado transitorio.

Pero para que no se convierta en crónico, primero hay que exorcizarlo; la catarsis es necesaria, pero por sí sola insuficiente. Creo que esa fue la gran limitante de las cuentas “varones de”: necesitamos más espacio y más tiempo para hablar el dolor, con las otras o con una misma, pero en voz alta, y entendernos; que este no se encierre en sí mismo pero tampoco sea mera explosión.

La terapia individual es buena. Pero no sólo acceder a ella puede ser un privilegio, sino que además puede mantener el dolor de toda una sociedad dentro de cuatro paredes por no elaborarlo también colectivamente.

Por eso, si bien fueron lecturas difíciles y movilizadoras, me alegró leer dos libros que indagan en ese dolor, lo desmenuzan sin concesiones, sabiendo que es la única forma de darle conclusión a una historia y comenzar otra, una mejor: El consentimiento (2020), de Vanessa Springora, y Por qué volvías cada verano (2018), de Belén López Beiró.

Las historias de vida son distintas; ambas hablan de un abuso sexual que duró años, que en ambos casos empezó cuando las autoras tenían en el entorno de los 13 años; pero mientras que la francesa Springora escribió su novela a los 48 años, con una larga carrera de editora a cuestas, la argentina López Beiró escribió la suya a los 25, recién iniciada en el periodismo.

En el caso de López Beiró, se trató de un abuso intrafamiliar (por parte de su tío), que requirió la complicidad de algunos y la ceguera de otros para mantenerse soterrado; en el caso de Springora, se trató de una relación “romántica” y ¡pública! con un escritor famoso, Gabriel Matzneff, que empezó cuando ella tenía 14 años y él, 49 ‒qué significativo que Springora haya publicado su libro a esa edad‒.

Mientras que el tío de López Beiró era un policía caudillesco, violento pero que tenía a casi todo el pueblo bajo su ala y aparentaba respetabilidad, Matzneff era abiertamente perverso y considerado un poco excéntrico, pero igualmente protegido por la élite intelectual francesa; a lo largo de su carrera literaria ha descrito sus numerosas experiencias pederastas (“culos frescos”) con éxito de crítica y premios.

El abuso sufrido por López Beiró sólo se podía mantener gracias al más absoluto silencio; en el otro extremo, Matzneff publicó en Le Monde y Libération dos cartas en defensa de la pederastia firmadas por los principales pensadores de la época, como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, entre muchos otros. Las dos autoras fueron consideradas sacrificios aceptables: López Beiró (y las otras víctimas), en nombre de la protección mafiosa que el policía brindaba al pueblo; Springora (y las otras víctimas), en nombre del arte.

Springora escribió su libro en primera persona, mientras que López Beiró creó una polifonía que incluye su voz pero también la de toda su familia, incluido su tío, y la del sistema judicial. El tono emocional también es distinto; el de López Beiró es visceral, una cachetada en la cara, mientras que el de Springora explora de forma muy refinada los efectos de la perversidad a largo plazo y a la vez ayuda a entender la frase de Carl Jung “Los problemas más importantes de la vida nunca se resuelven; uno sólo se hace más grande que ellos”. Con sus puntos de contacto y sus diferencias, ambos libros nos recuerdan que la literatura transforma y que la necesitamos, así como ella necesita de nuestras historias, muchas más historias.