Deben ser sus cejas. Hay algo en las cejas pobladas y descuidadas de Rachel Sennot que recuerda a esa fragilidad intempestiva de la primera Madonna, pero superpuesta a algo marsupial, como de comadreja, que acentúa y estira hacia adelante su entrecejo y su nariz, como un hocico; esa cuestión que tienen las comadrejas (en realidad, las zarigüeyas, que por alguna razón malnombramos en nuestro territorio) de ser agarradas siempre en un momento de peligro, cuando el enfrentamiento o la fuga son las únicas opciones. Pero más allá de la vida animal y privada que pueda tener una zarigüeya en su espacio de libertad, cada encuentro con un humano es una especie de acorralamiento, y esta es la sensación primordial que atraviesa toda Shiva Baby.
La película comienza en plena jornada sexual de la protagonista, una chica en sus tempranos 20 que intenta abrirse paso en su vida universitaria entremezclando los estudios con una actividad lateral de chica escort (o más bien, una de esas chicas online que se ofrecen al servicio de algún sugar daddy, algo que acá resulta más bien extraño, pero que en Estados Unidos es un sistema extendido en el mundo empresarial) para solventar los gastos de la carísima Manhattan. En su rostro, específicamente en la combinación de ojos y cejas que mencionamos más arriba, hay algo apagado, cansado, al borde de lo enfermizo, que genera una sensación combinada de mal viaje y necesidad de cuidado y que nos hace imposible decidir si decirle que se vaya a pegar una ducha y cocinarle algo para que coma, o llevarla a la cama y arroparla. Esta sensación casi sinestésica del espectador es idéntica a la de sus familiares, que desde el primer minuto que la ven en un shiva (un ritual judío del duelo) están preguntándole si está bien y si necesita algo.
Shiva Baby está construida sobre el esqueleto del cine independiente de la década pasada, con la típica estructura de reencuentro familiar de un montón de películas de Sundance, y con algunos personajes delineados de forma que recuerdan los múltiples entretelones de las chicas de la serie Girls. Sin embargo, lo que hace a Shiva Baby salir de este molde es una sensación creciente de opresión, que logra tirar del hilo de la vergüenza ajena hasta dar con unas dimensiones imprevistas de algo más cercano al horror. Muerte en un funeral (David Oz, 2007) tenía algo de estas situaciones de capas y capas de situaciones bizarras e incómodas, pero el tono en Shiva Baby es completamente distinto. A Danielle le sobran razones para pasarla mal: en la misma casa en que se realiza el funeral se encuentran sus padres, una ex mejor amiga con la que por años mantuvo en secreto una relación amorosa, los entrometidos miembros de la comunidad y el sugar daddy a quien acaba de ofrecer sus servicios al comienzo del film. Ya esta juntadera de ganado podría hacer sudar la gota gorda a cualquier persona, pero en el encuentro entre ella y este cliente se superponen dos mentiras que se sacan chispas: la de Danielle haciéndole creer tanto a su familia como a él que tiene una vida mucho más ordenada y casta que la que lleva, y la de su sugar daddy, quien nunca le habló de su situación matrimonial ni mucho menos de que tiene un hijo. Cualquier trabajadora sexual con experiencia –y cualquier cliente habituado a estos intercambios– sabría cómo caretearla, pero ambos se embarcan en una extraña danza de desenmascaramiento que no los puede llevar a otra cosa que a la destrucción mutua.
Es quizás este punto el que vuelve tan tenso al personaje de Danielle: no es simplemente que la situación sea insostenible, sino que ella misma, su mundo interno, es insostenible. Y es en esta dinámica que Shiva Baby brilla más que la mayoría de las comedias de enredos que uno se puede encontrar. De alguna manera, Shiva Baby dialoga con Uncut Gems (Josh y Ben Safdie, 2019), a la vez que es su reverso. Las dos son películas sobre judíos al borde de un ataque de nervios, en las que el mundo derivado de las decisiones de los personajes se vuelve más y más opresivo. Sin embargo, mientras que los hermanos Safdie intentan jugar esta sensación de opresión con una curiosa promesa final de expansión y unidad del universo (esos planos del interior de los diamantes que parecen desplegar los destellos de galaxias distantes, sugiriendo de dónde provenimos y hacia dónde vamos), en Shiva Baby los espacios pasan por sucesivos encajonamientos: desde el ventanal gigantesco de la oficina del cliente de Danielle a la casa llena de sombras donde se ofician las exequias, y desde esa casa al automóvil con que cierra el film. A su vez, el gran pecado del personaje interpretado por Adam Sandler en Uncut Gems es su confianza ciega, casi demencial, en la suerte, mientras que Danielle es exactamente lo contrario: un palimpsesto de traumas, autodesprecio y secretos.
La creación de ese universo no se debe sólo a la interpretación de Rachel Sennot, sino al impecable manejo de cámara de Maria Rusche y los efectos y edición de sonido de Hunter Beck y Nick Carmela. Sin recurrir a efectos visuales, simplemente cambiando un lente y jugando con la profundidad de campo, parecería que las paredes se cerraran sobre Danielle, a la vez que más y más gente emerge de todos lados, como hormigas de un hormiguero pateado, siempre preguntando por qué no come o qué pasa que no tiene novio. Por momentos, esta invasión progresiva guarda una gran similitud con las secciones más pesadillescas de Darren Aronofsky en Mother (2017), cuando la casa iba siendo cada vez más poblada por desconocidos. Es que en definitiva Shiva Baby es eso: una película de horror con la vergüenza convertida en centro magmático; uno de esos sueños en los que nos encontramos desnudos ante un montón de gente, pero tan estirado como condensado en 76 minutos de desesperación.
Shiva Baby. Dirigida por Emma Seligman. Con Rachel Sennott, Molly Gordon, Polly Draper, Danny Deferrari. Estados Unidos-Canadá, 2020. MUBI.