Las discusiones sobre adaptaciones cinematográficas de obras literarias suelen circular alrededor de la fidelidad que el film le tiene al libro original. Sin embargo, en La hija oscura la verdadera disquisición tendría que ser, más que sobre ese aspecto casi cuantitativo de la precisión, sobre algunos asuntos propios de la naturaleza de dos medios artísticos bastante diferentes como son el cine y la literatura.
En la ópera prima de la actriz Maggie Gyllenhaal, salvo por algunos cambios de nombres y el traslado de la acción de la costa italiana a la griega, el centro de la historia se mantiene. Leda (Olivia Colman) es una académica especializada en literatura italiana comparada que decide pasar una semana de vacaciones a solas. Su aparente tranquilidad (aparente porque en su interior parece haber una núcleo magmático de traumas) se interrumpe con la llegada de una extensa prole de griegos provenientes de Queens. Este detalle no es menor: en la historia original los visitantes provienen de Nápoles, un lugar del que viene la misma profesora y frente al que mantiene un rechazo íntimamente asociado a sus orígenes familiares pobres. Para poder sostener la idea de una película íntegramente hablada en inglés, esta idea del grecoqueens fue adoptada como un plus terraja, algo que en Estados Unidos suele ser parecido al tratamiento que se le da a la comunidad italiana de Nueva Jersey y que funcionaría acá para trazar esta diferencia de clases.
El formato clásico de películas de mujeres de edad madura que se hallan en lugares paradisíacos guarda en el encuentro con lugareños la clave de un nuevo comienzo, algo prospectivo que tiene que ver con lo mágico de encontrar a gente pobre pero libre de toda neurosis, que te enseña a vivir. En el caso de La hija oscura el movimiento es al revés: el encuentro de Leda con esta bulliciosa familia (y sobre todo con Nina ‒Dakota Johnson‒, una joven cuyas tempranas responsabilidades maternales la tienen al borde del colapso emocional), más que permitirle conocer una nueva forma de vivir su presente, la hace viajar al pasado y replantearse la historia de su vínculo con sus hijas. Ahí la película empieza a sumirse en una serie de túneles de conejo entre pasado y presente, y vemos a la joven Leda (Jessie Buckley) tratando de mantener un frágil equilibrio entre su promisoria vida académica, su matrimonio resquebrajado y el extenuante cuidado de sus dos hijas.
La hija oscura avanza, así, en un formato espiral en el que cada vuelta tiene una contraposición con el pasado y en el que las metáforas visuales ocupan un rol preponderante. El principal de estos elementos metafóricos es una muñeca (un bebote) que pierde Helena, la hija de Nina, pero que Leda encuentra y, sin embargo, no devuelve. Hay una multitud de interpretaciones de esta acción: una tensión entre homosexual y rivalística con Nina en la que busca hacerla pasar mal por puro sadismo; una suerte de regresión infantil que la lleva a cuidar a la bebé en oposición a esas niñas a las que no supo dar lo mejor de sí en su juventud; una identificación con la hija de Nina, como si se dijese a sí misma “era sólo una niña cuando tuve que cuidar a mis hijas”.
A su vez, hay metáforas dentro de metáforas. Creo aquí que radica uno de los puntos flacos de una película que en casi todos los otros terrenos está muy bien lograda (de más está decir que Colman, con esa intermitencia entre empatía y frialdad, está impecable como siempre, así como Ed Harris, con esa cuestión taciturna que lo atraviesa hasta cuando quiere seducirla, o incluso Dakota Johnson, con su estilo errático y lerdo de actuación ‒a veces su mirada queda empastada en el otro sin motivo aparente y a veces sus intervenciones llegan con un delay inmenso‒ parece encarnar a la perfección a alguien perdido en una nebulosa de estrés, angustia y sensualidad). Hay un exagerado subrayado de estas imágenes que por momento les hace perder un poco su frescura, casi como si tuviésemos a Maggie Gyllenhal pellizcándonos el hombro y diciéndonos “¿Ven? ¿Entendieron? ¡Ahí!”. Este exceso de contenido metafórico es un mal común de muchas películas recientes de alto consenso crítico, y de algún modo ese escondite sistemático de referencias es algo que yo llamo “dejar pasto para los camellos”. La película deja las referencias ahí, las subraya, y funciona en un sistema retroactivo en el que el crítico o el espectador se sienten bien por haberlas captado. Así, hay un bucle entre la autopercepción positiva de las habilidades cinematográficas de uno y las dotes cinematográficas de la película.
Sin embargo, más que mera especulación, creo que el origen de “dejar pasto para los camellos” de La hija oscura está menos en la condescendencia con el público que en la dificultad de transmitir la riqueza de la primera persona literaria a lo audiovisual. Este ha sido uno de los problemas clásicos del cine: el hecho de que a veces lo más impresionante de una historia no es la trama o las imágenes, sino la voz de quien escribe (de hecho, es un poco por eso que buena parte de las grandes adaptaciones de la historia son sobre novelas de un estilo narrativo más bien plano y directo). Como solución a estos problemas, los esfuerzos de la utilización del voiceover, salvo contados ejemplos, suelen conducir a nada. Se necesita entonces un esfuerzo para reconvertir la poética de la voz narrativa (en este caso, la de Ferrante) en imágenes, y en esta traducción es que suelen aparecer los subrayados y las redundancias.
Si existieran en los afiches de películas esos octógonos negros que se pegan en el envoltorio de productos alimenticios, en el de La hija oscura debería aparecer uno que dijera “contiene exceso de metáforas circulares”: el juguete de la bebé que puede aludir a las hijas del pasado de Leda, pero también al bebé que ella le regala a una de sus hijas y esta tira por la ventana; la serpiente de cáscara de naranja que la joven Leda forma cuando les pela la fruta a sus hijas, pero también el poema “Haciendo serpentinas”, de María Guerra, y esa especie de gusano que sale de la boca de la muñeca; la referencia mitológica de Leda como madre de Helena de Troya (Helena, que también es el nombre de la niña y ‒salvo por la hache‒ de Ferrante), interés romántico que es el origen de la famosa guerra que azotó al pueblo griego, tal como azota a la familia grecoamericana cuando se pierde la muñeca.
La hija oscura (The Lost Daughter). Dirigida por Maggie Gyllenhaal. Con Olivia Colman, Dakota Johnson y Jessie Buckley. Basada en la novela La hija perdida, de Elena Ferrante. Netflix, 2021.