Claro que preferíamos que Ennio Morricone siguiera vivo y haciendo más músicas para cine. En términos de esta película, sin embargo, su muerte, a los 91 años, en 2020, ocurrió en el momento más oportuno. Su amigo, el director Giuseppe Tornatore, fuertemente asociado con él (Morricone hizo la música de sus diez largometrajes de ficción, incluida su ópera prima, el clásico Cinema Paradiso, de 1988), tuvo la cercanía y la confianza suficientes como para rodar buena parte del material con la total colaboración del maestro, incluida una extensa y magnífica entrevista. La película terminada contiene, por lo tanto, la suma de toda su trayectoria, funciona como un inmejorable homenaje póstumo, y además se lanzó (en el Festival de Venecia de 2021) cuando el mundo seguía cargando el pesar por la pérdida de uno de los más grandes compositores de música para cine de todos los tiempos, actualmente el más famoso de todos.
Morricone (1928-2020) es el autor de la música de alrededor de 500 películas. Aparte de eso, compuso piezas de música erudita, compuso o arregló o produjo canciones pop, integró y dirigió un grupo de improvisación de vanguardia. En cine, se hizo famoso en primera instancia por sus músicas para spaghetti westerns, en especial los de su amigo de infancia Sergio Leone, cuyo cine es casi inseparable de las bandas musicales de Morricone. La primera colaboración de ambos, Por un puñado de dólares (1964), ya ilustra varios de los rasgos que caracterizarían al tándem: timbres descontextualizados (flauta dulce y cromorno, asociados al Renacimiento y Barroco europeos; o la guitarra Fender, vinculada con la surf music), el empleo musical de ruidos con sentido simbólico (látigos, disparos), combinaciones sonoras fuera de lo común (unísono de flauta dulce con armónica) y un uso personal de otros instrumentos que daban una personalidad especial a la película (campanas, guitarra acústica rasgueada, melodías sentimentales en oboe o trompeta, silbido, coro masculino sin palabras).
La creatividad no cesó en las muchas películas que hizo más adelante, que incluyen música atonal y ruidista y también melodías y armonías sentimentales de base pop u operística. Sus bandas musicales siempre llaman la atención, y algunas se volvieron especialmente famosas: El bueno, el malo y el feo, de 1967, Érase una vez en el Oeste, de 1969, Érase una vez en América, de 1984 (las tres dirigidas por Leone), La misión (1986, de Roland Joffé), Cinema Paradiso y otras.
La película está realizada desde la asunción de que su asunto es importante y que hay un público numeroso que lo reconoce. Entra en detalles, explica mucho y se extiende por dos horas y 36 minutos. El espectador potencial que piense “ay, un documental de casi tres horas, qué aburrido” se merece el infierno, y parte del castigo consistirá en haberse perdido esta joya. La próximas líneas estarán dedicadas, misioneramente, a un último intento de salvar a esa pobre alma perdida.
Ennio está hecha con unos recursos formidables. A nadie se le hubiera ocurrido rehusar unos minutos para aparecer en una película-tributo oficial a Morricone, y mucho menos dirigida por Tornatore. Aparecen, prestando declaraciones especialmente para el documental, varios artistas muy famosos que colaboraron con el compositor (Dario Argento, Joan Baez, Marco Bellocchio, Bernardo Bertolucci, Enzo Castellari, Liliana Cavani, Brian De Palma, Clint Eastwood, Giuliano Montaldo, Oliver Stone, Quentin Tarantino, los hermanos Taviani, Lina Wertmüller, y el propio Tornatore). También hay eminencias que opinan desde afuera: John Williams (el principal rival de Morricone en cuanto “más famoso compositor para cine”) y otros colegas archifamosos como Hanns Zimmer y Quincy Jones, los músicos y fans Pat Metheny y Bruce Springsteen, el cineasta Wong Kar-wai, y un joven especialista en Morricone, Alessandro De Rosa, entre muchos más.
La película sigue el criterio, que puede ser un poquito atomizante, de ilustrar con alguna imagen cualquier cosa o persona que aparezca nombrada en pantalla. Lo importante es que aparecen imágenes de más de medio centenar de las películas que llevaron música de Ennio Morricone, todas en copias impecables. En algún caso, son fragmentos suficientemente extensos como para que uno capte el gusto o rememore las impresiones fuertes de sus imágenes, y su conjunción con la música.
Esos muchos estímulos cinematográficos y musicales son un valor por sí mismos. Pero además vienen incluidos en una línea narrativa alrededor de algunos factores que pautaron mucho de la estética del siglo XX. Morricone, a diferencia de tantos compositores de música de vanguardia pos John Cage, tuvo una formación musical de estilo dieciochesco. Al igual que Bach o Mozart, aprendió música inicialmente en su propio hogar, con su padre músico. Ganó solvencia en un instrumento (la trompeta), se ganó la vida como instrumentista adolescente en las difíciles circunstancias del fascismo, la guerra y la invasión nazi, luego tuvo una formación musical completa, asimilando otros instrumentos, composición, orquestación y dirección. Con un enfoque musical pragmático y con la necesidad económica, trabajó donde fuera que sus habilidades pudieran darle buenos réditos, y la oferta de trabajo fue suficiente como para generar mucha práctica, abrir la posibilidad de experimentar y equivocarse, ampliar los horizontes desempeñándose en diversos terrenos, hacer mucho y rápido sin dejar de hacerlo lo mejor posible.
Pese a esas características prerrománticas, el pasaje por el conservatorio le insufló una ideología posromántica. Su querido profesor Goffredo Petrassi consideraba que la música para cine era una especie de prostitución, una actividad no-artística. Desde ese punto de vista, lo de Morricone era “culposo” no sólo en la actitud (es decir, el hacer música funcional, por encargo) sino también en lo estético, ya que era una música muchas veces populachera. Él vivió ese conflicto durante años, hasta que, en la década de 1980, con el surgimiento de la tendencia neotonal y una nueva mirada crítica sobre las vanguardias de la inmediata posguerra, se dieron las condiciones para valorar una música como la suya en nuevos términos. El momento crucial es cuando Boris Porena, compañero suyo de estudios con Petrassi, dedicado a la música “seria”, ve Era una vez en América y se da cuenta, finalmente, del valor del colega y le escribe una carta de reconocimiento. Como bien dice De Rosa, la carta de Porena no era sólo una disculpa a Morricone, sino “una disculpa a un período histórico”. De ahí viene, finalmente, para el veteranísimo, famoso y millonario Morricone, la posibilidad de reconocer que lo que hacía no era algo aparte de la “verdadera música contemporánea”, sino que era también música contemporánea.
Hay un aspecto en que la película no insiste pero permite constatar, que es que una personalidad artística como la de Morricone dependió de un contexto particular. Su creatividad sonora difícilmente se hubiera definido de la misma manera en el esquema mucho más fabril predominante en Hollywood, donde rara vez a los compositores se les permite orquestar sus propios materiales, y no siempre tienen decisión sobre el montaje final de los materiales que graban. Por otro lado, hubiera sido muy difícil para un compositor así desempeñarse en un medio en que no hubiera una industria cinematográfica ni la disponibilidad de un sin fin de instrumentistas y cantantes espectaculares con los que trabajar y de presupuestos suficientes como para pagarlos.
Otra de las cosas bellas de la película es ver hablar a Morricone de su música. Ese señor tímido, formal, con cara de burócrata, que no da muestra inmediata de tener swing alguno, en tres o cuatro ocasiones termina embargado de emoción y con los ojos vidriosos. En ningún momento se lo ve cínico, ni con las películas que musicalizaba ni con las músicas que compuso para ellas. Siempre parece partir de ocurrencias, a veces una idea súper sencilla, pero que le parece oportuna y de la que es capaz de derivar grandes consecuencias. Y goza con tales ocurrencias, y las relata en cámara tarareando, imitando con la boca los sonidos que se imaginó, con la mirada transportada a una dimensión inmaterial en la cual, suponemos, visualiza determinadas estructuras o relaciones, mientras las manos, con su gesticulación expresiva de director de orquesta, contribuyen a comunicarnos lo incomunicable. Esos momentos están muchas veces montados, en el documental, con los fragmentos de la música tal como se grabó (y se da el detalle curioso de que las alturas casi siempre coinciden, un indicio de que Morricone debía tener oído absoluto). Con ese artificio, aunque sea las cuestiones básicas de las que es posible hablar en un documental de dos horas y media (¡termina siendo poco tiempo!) aparecen ilustradas de una manera bastante aprehensible para cualquiera, llena de interés para los músicos sin nunca dejar afuera a los no músicos.
Además, a no olvidarse: esta es una película de Giuseppe Tornatore con música de Ennio Morricone, una de las combinaciones más lacrimógenas de cineasta y músico de que se tenga noticia. La película está realizada con enorme pericia, no sólo para informar sino también para emocionar. Eso viene desde la introducción de la película, que alterna con mucha habilidad en el montaje un metrónomo, a Ennio haciendo gimnasia, Ennio escribiendo música y varios breves fragmentos de declaraciones sobre él. Ese montaje nos induce a asimilar la gimnasia con la música (al sonido del metrónomo) y el hacer música con una gimnasia (una comparación explicitada por Joffé: “Verlo trabajar es como ver a un atleta”). Paulatinamente se agrega otra línea más, que es Ennio practicando dirección en su ambiente de trabajo, actividad asimilable tanto a la gimnasia como a escribir música. En ese momento suenan, en over, las primeras notas de música suya, una de esas melodías dulces y tristes que simultáneamente miman y maltratan el corazón. Los encuadres se ponen más amplios y luminosos, y finalmente esa dirección imaginaria empieza a alternar con Morricone dirigiendo una orquesta real, en alguna grabación o concierto. El cierre de la pieza, y el gesto de cierre en las manos de Ennio, son el final del prólogo, previo al inicio del relato biográfico que vamos a acompañar.
El clímax va a venir en la extensa secuencia sobre la realización de La misión, con su acumulación sonora de elementos dispares que termina remontando a una música de dimensiones épicas, una secuencia cuidadosamente construida y que se extiende por casi ocho minutos. Es difícil pensar en algo más inspirador. ¿Inspirador de qué? Depende de cada quién: hacer música, hacer cine, escribir, hablar con los amigos, asociarse a Cinemateca, cocinar un buen plato de espaguetis, cualquier cosa salvo mirar la vida con indiferencia.
Ennio, el maestro (Ennio). Dirigida por Giuseppe Tornatore. Italia, 2021. Documental. Cinemateca, Life 21.