Luego de hacer una refilmación (2018) del clásico giallo Suspiria (1977), Luca Guadagnino decidió abordar una tradición italiana de terror aún más “clase B”, que son las películas sobre canibalismo. No tengo familiaridad con ninguno de los antecedentes, más que recordar algunos títulos que se estrenaban en cines de mala muerte en San Pablo cuando era adolescente, a los que no podía entrar porque eran prohibidos para menores de 18.
No creo que tuvieran que ver con esta historia, más allá del asunto del canibalismo. Hasta los huesos sigue a Maren, una muchacha que tiene irresistibles impulsos de, eventualmente, devorar a alguien o, al menos, alguna de sus partes, como ser un dedo (en una escena realmente sorpresiva, hacia el inicio del relato). Este impulso, como es de esperar, suscita líos, y su padre, que la cuida en solitario, tiene que pasarse huyendo de un lugar a otro. Cuando ella cumple 18 el padre la deja, porque ya no sabe qué hacer con ese problema. Ella sale por ahí en un periplo para intentar encontrar a su madre, que la dejó cuando era niña. En el camino encuentra a al menos otros cuatro caníbales como ella, e incluso se enamora de uno de ellos, actuado por el guapo y romántico Timothée Chalamet, aquí con un look renovado con el pelo teñido de rojizo, caravanita y unos jeans con unos agujeros enormes. Resulta que estos caníbales tienen propiedades especiales: unos olfatos súper desarrollados, inclusive como para reconocerse los unos a los otros. Se los conoce como eaters (devoradores). Mejor dicho, así se designan entre ellos, porque, increíblemente, siendo tan comunes como la narrativa da a entender, el grueso de la sociedad no tiene la menor consciencia de su existencia.
Así que, más allá de ser una especie de psicopatía, ese impulso devorador implica un tipo especial de gente, como los vampiros o los zombis. Lo que no queda claro es cómo se convierten en lo que son, porque no es por contagio ni por maldición. Parece haber algo hereditario. Más allá del súper olfato, no hay nada sobrenatural en ellos.
A partir de que Maren conoce a Lee y se enamoran, quedan los dos deambulando por ahí, siempre actuando en la marginalidad. Cuando deciden y logran refrenar sus impulsos antropofágicos pueden llevar una pacífica y enamorada vida normal, aunque interviene algo malo que los devuelve a su esencia caníbal.
No queda del todo claro qué fue lo que los realizadores pretendieron con esta historia. Más allá de que uno entrevé en algunos planos los cuerpos (ya fallecidos o todavía agonizantes) siendo devorados y de que aparece mucha sangre en pantalla, hay mucho menos gore que en cualquier episodio de Walking Dead. A diferencia de las historias de vampiros, en las que la mordida funciona como sustituto metafórico del sexo, aquí parece ser un impulso aparte. Maren y Lee sienten deseo sexual uno por el otro, por más que esté tratado en la película en forma pudorosa y sin énfasis. Otros sentidos metafóricos en los que puedo pensar terminan quedando medio forzados y arbitrarios. La acción se ubica en los años 80 y podríamos asociar el canibalismo con el sida, o con la pobreza y el desempleo resultantes de ese momento de auge del neoliberalismo. La acción tiene lugar en distintos estados del Sur de Estados Unidos, y el canibalismo podría asociarse también con la ignorancia provinciana predominante en el cinturón bíblico. Podría ser metáfora de las adicciones. Pero no hay mucho para sustentar esas asociaciones, que dependen más del esfuerzo del intérprete que de lo que deriva del análisis de lo que sí está en la película.
Parece que la intención fue más bien poética: generar con la violencia, con la rotura del tabú contra el canibalismo humano y con la condición de asesinos psicopáticos de los protagonistas, un marco repulsivo que contrasta en forma barroca con la historia de amor. También parece haber cierto empeño en acudir a la mística de los jóvenes amantes contra un mundo que no los acepta, pero se tienen el uno al otro.
Nada de eso funciona mucho. A diferencia de Bonnie y Clyde en la película arquetípica de Arthur Penn (1967), Maren y Lee no son víctimas sociales. Debe ser realmente espantoso tener la psiquis conformada de manera tal de tener un impulso fuerte de hacer algo que hace mucho daño a otros, pero tenemos asumido que las personas que tienen dichos impulsos se tienen que reprimir y, si no lo hacen, deben ser reprimidas por alguna fuerza mayor. Nadie dice “pobre tipo, lo discriminan porque no puede evitar violar mujeres o incendiar mendigos”.
Ni siquiera el amor entre Maren y Lee parece tener mucha sustancia más allá de las bellezas físicas de Taylor Russell y Chalamet. Ninguno de ellos dice una sola línea de diálogo que contenga algo admirable o especialmente simpático. La historia carece de toda tensión. Se generan expectativas con respecto a ciertos encuentros y revelaciones, y cuando se cumplen son como la nada misma (el encuentro de Maren con su madre, la confesión de Lee). En el desenlace, el evento que conduce al sacrificio es tan traído de los pelos que suena más bien como un accidente. La imagen romántica final tampoco se entiende qué pretendió ser: ¿algo para dejar un sabor de amor eterno y evitar una conclusión desoladora?
Las imágenes son más o menos bonitas, y también lo es la música. Mark Rylance, como siempre, construye un personaje insólito y con mucha potencia. Su aparición es lo único realmente especial y meritorio de la película. Por lo demás, deja una sensación medio patética, como si alguien cuya sensibilidad se corresponde a la serie Crepúsculo ambicionara el estatus de Sólo los amantes sobreviven (Jim Jarmusch, 2013), Sangre caníbal (Trouble in Paradise, Claire Denis, 2001) o Criatura de la noche (Tomas Alfredson, 2008) y, en tren de perseguir esas pretensiones, descuidara incluso la construcción narrativa que permitía que Crepúsculo funcionara. En ese tironeo, se quedó sin la carne y sin el hueso.
Hasta los huesos (Bones and All). Dirigida por Luca Guadagnino. Italia / Estados Unidos, 2022. Basada en novela de Camille DeAngelis. Con Taylor Russell, Timothée Chalamet, Mark Rylance. En varias salas.