El placer de ver La rueda de la fortuna y la fantasía (Wheel of Fortune and Fantasy, Ryûsuke Hamaguchi, 2022) proviene de una sucesión de intersecciones que a su vez forman parte de una serie de anillos concéntricos. El primer anillo, el más pequeño y el más próximo, es el de Ryûsuke Hamaguchi con su propia obra. En el mismo año el director nipón dio con dos obras que son tan fascinantes en sus diferencias como en sus coincidencias. Retomando algo escrito en la reseña de Drive my Car, digamos que en toda su obra Hamaguchi parece estar dialogando entre dos tendencias propias: la de un cine poético, visual y metafórico, y la de un cine ensayista, procedimental. En la primera línea están películas como Asako I & II y, en parte –aunque de carácter más híbrido– Drive my Car. En la segunda línea están sus films semi o cuasi documentales armados alrededor del montaje de obras, como Intimacies. Entre estos vaivenes, Happy Hour es el punto medio en el que el péndulo queda quieto.

La rueda de la fortuna y la fantasía pertenece a la serie de las películas procedimentales, con la diferencia de que el centro de la cuestión es más moral que metaartístico. Aun así, más allá de esa forma más pausada y meticulosa, las obsesiones de sus ficciones más arbóreas permanecen: la verdad en el núcleo de la equivocación, y el desencuentro y la repetición y la imitación como algo que termina siendo más real que el modelo original. Así, tal como en uno de los ensayos finales de la obra dentro de la obra de Drive my Car había un instante en el que el director marcaba una pausa, señalando que había ocurrido algo verdadero e imprevisto entre la actriz muda y su partenaire de escena, en el último capítulo del tríptico de La rueda de la fortuna y la fantasía también hay una puesta en escena que termina sobrepasando su formato aludido. En dicha historia partimos de Moka, una mujer que con la excusa de una fiesta de reencuentro deja su antigua ciudad para reencontrarse con una compañera con la que había tenido una relación amorosa fallida.

La fiesta dista de ser el escenario de reconexión que soñaba, y justo cuando está volviéndose a su casa con las manos vacías se cruza con quien parece ser esa chica tan anhelada. La otra mujer está igual de sorprendida y la invita a su casa. Lo que sucede, sin embargo, es que aquella mujer no es quien creía Moka. El hecho surge de un mutuo desencuentro, movido tanto por las proyecciones y ansiedades de ambas como por el peso de los buenos modos: el ama de casa, al ver la reacción sorprendida de la otra mujer, rápidamente le asigna la identidad de una que sí conoció y, a su vez, al momento de darse cuenta de que no era quien pensaba que era, prefiere seguirle el juego antes que desmantelarle la ilusión. Este juego cae cuando se vuelve demasiado real y, tras la incómoda revelación, ambas deciden, sin embargo, seguir actuando el papel fantasmal de la otra, casi como en un ejercicio psicodramático. Este recurso no es nuevo en el cine, y la idea de la performatividad como algo más profundo que el contenido de sus recipientes aparece en films tan disímiles como The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012) e In the Mood for Love (Wong Kar Wai, 2000). La originalidad de Hamaguchi estriba más en la autopresión del ama de casa por seguir el juego que en las mutuas proyecciones de las protagonistas. La menos equivocada de las dos, así, termina siendo el núcleo más sensible y afectado del ejercicio, porque hay algo más verdadero en ese anhelo de complacencia que en la alocada búsqueda pasional de la otra.

Esta complejidad de la gentileza y las buenas formas es la que habilita el segundo anillo concéntrico, que es la intersección de esta obra de Hamaguchi con la del coreano Hong Sang Soo. La originalidad –fuertemente ampliada en un valor de lo individual– tiene un lugar mucho más poroso y ambivalente en las artes orientales que en las occidentales. En Occidente, luego de que, en el Renacimiento, las obras dejaron de estar exclusivamente financiadas y dictadas por la iglesia católica, la autoría fue progresivamente adquiriendo un valor central. La imitación, así, empezó a verse con suspicacia, tanto en relación con otros como con la obra propia. Las artes asiáticas corrieron por otros derroteros políticos y religiosos, y durante mucho tiempo la reproducción (importante el prefijo “re” en esta parte) tenía un rol fundamental. No es casualidad que, por ejemplo, en el cine, las obras de algunos directores parezcan horadar un mismo punto una y otra vez, como así también tomar directamente prestados de otros artistas ciertos elementos y recursos.

Quizá la quintaesencia de la idea de repetición en el cine actual sea Hong Sang Soo. Para varios de sus adeptos, su cine es un placer adquirido y con ver una sola película no basta; más bien, más que disfrutar un film de Hong Sang Soo, uno tiene que sentirlo dentro del resto de su filmografía. A lo mejor, una sola película de Hong Sang Soo puede sorprender (esos encuadres fijos donde se capta la completud de un diálogo, con sus vaivenes y sus callejones sin salida; la belleza de los rostros rojos e hinchados por el soju que se tiran confesiones lacerantes; el proceso de tesis-antítesis-síntesis entre las posiciones de los personajes), pero ver dos o tres puede resultar repetitivo (los mismos encuadres, los mismos rostros, los mismos argumentos). Sin embargo, al ver la quinta y sexta película entraríamos en zona Hong Sang Soo y todo se resignificaría de otra manera. Así, el cine del director es como esas ciudades que aburren si se las visita una semana pero que son fascinantes al permanecer en ellas tres meses o un año: cine como un lugar que se habita, más que como algo que se mira.

Lo curioso es que La rueda de la fortuna y la fantasía es Hamaguchi abiertamente intentando filmar como Hong Sang Soo. Ya en el primer capítulo vemos a rajatabla no sólo los recursos estilísticos sino el horizonte moral del coreano. En la historia vemos a dos mujeres que en su camino de vuelta de una jornada laboral hablan sobre su vida amorosa. Nana le cuenta a Meiko que conoció a un hombre que la fascinó, y no escatima detalles sobre ese encuentro serendipitoso. Después de dejarla en su casa, Meiko cambia de rumbo y va directamente a la oficina de aquel hombre que, por deducción, reconoció como un exnovio suyo. En este ida y vuelta de caóticas coincidencias el capítulo termina en el encuentro casual entre los tres. Ahí, en una primera instancia, Meiko atina a decir todo, contarle a Nana lo que pasó entre ambos y declararle su amor a su exnovio, pero el desenlace se corta abruptamente con la huida de Nana y su nueva pareja, que la sigue.

La cámara hace un zoom in vertiginoso en el rostro de Meiko, que se tapa la cara, y, tan rápido como realiza este movimiento, vuelve a tomar distancia y los tres personajes vuelven a estar en escena. En esta especie de nueva oportunidad Meiko se contiene, felicita a la pareja y se va; la vida continúa, más apacible, y todos quedan contentos. Lo más bello de esta escena radica en el no corte, en la continuidad y desmonte de las dos posibilidades de reacción en un mismo plano. El zoom sirve como un punto y coma, y nuevamente la escena se recrea y nos otorga otro desenlace posible. Estos zooms (que también coinciden con algunos paneos que se concentran en un detalle específico) son una marca registrada de Hong Sang Soo. Específicamente, este reejercicio moral es muy similar al que parte a la mitad Ahora bien, antes mal (Right Now, Wrong Then, 2015), posiblemente la película más hermosa del coreano.

Lo fascinante de La rueda de la fortuna y la fantasía es que vemos la obra de un director siguiendo la estela de otro, sin que en ningún momento haya cinismo ni pudor ni ganas de ocultarlo. Es un ejercicio, al igual que estos encuentros y desencuentros de los personajes son ejercicios morales.

Con esta dimensión moral terminamos en el último de los anillos, que es la intersección de Hamaguchi con Sang Soo y de Sang Soo con Éric Rohmer. El francés es, quizás, no el que inauguró, pero sí el que de forma más distintiva realizó esta especie de cine filosófico y moral. Las películas de Rohmer no tienen personajes, sino ideas que visten a personas. Así, en Cuentos de verano los tres intereses románticos del joven protagonista representan diversas acepciones del amor, y en ese diálogo (oh, tan francés) lo que está en juego es más que nada una discusión teórica, al mejor estilo Banquete de Platón, de qué hace al amor. La curiosidad de esta intersección expositiva entre Hong Sang Soo y Éric Rohmer es la de –y ahí ya abarcando el más amplio de los anillos– Oriente y Occidente. Lo original del coreano al tomar la posta del francés está en cómo hay una distancia de traducción entre la moral occidental y la oriental. Las disquisiciones teóricas de los personajes rohmerianos parten de un ser que proviene de la intersección entre la herencia cristiana y la filosofía del Iluminismo.

El cine de Hong Sang Soo –y el de Hamaguchi, por extensión– se da entre la tradición confucionista y la modernidad tecnológica e industrial de los países asiáticos. La clave ahí es el lugar del individuo. La fuerza de La rueda de la fortuna y la fantasía estriba en el punto de conexión y a la vez desconexión entre ese proyecto filosófico individualista y ese otro en el que el individuo está más borrado. La belleza de alguien que se vuelve más auténtico cuantas más reglas intenta obedecer.