Cuando socorremos a un ciervo atrapado en un alambre de púas, al verlo a los ojos no sabemos si está preparado para atacarnos o para huir: sólo basta desenredarlo del tejido que se hunde en su pelaje y esperar a ver si al incorporarse en sus cuatro patas vuelve a adentrarse en la inmensidad del bosque o escapa hacia la carretera, hasta que un automóvil termine de liquidarlo. Algo de eso tiene que ver con Kristen Stewart y su estilo actoral, pero también con Lady Di y su figura pública.
Kristen Stewart: el labio inferior perpetuamente mordido, la quijada afilada y las palabras arrancadas de su boca como matas de pasto. Kristen Stewart: la palidez en esa sensualidad fría e intermitente, como un tuboluz parpadeando en un cuarto vacío. Kristen Stewart: la belleza de un animal herido.
Ya desde sus primeras películas, el peso de su estilo radicaba en algo que no obedecía a la verosimilitud, los psicologismos, la fotogenia o, siquiera, un determinado carisma. Había más bien un vacío radical que muchos, movidos por la ansiedad que generaba la mirada más opaca del cine contemporáneo, rellenábamos con el cemento de nuestras fantasías o suposiciones. Que no sabíamos lo que hacía. Que no la sabían dirigir. Que la encasillaron en esos roles impávidos. Que eventualmente iba a desaparecer... Y sin embargo siguió ahí, y tuvimos que empezar a entenderla.
Ambas, Kristen y Diana —la princesa de los vampiros y la trágica promesa de la casa de Windsor— son y fueron herederas de un linaje de muertos vivos, reproductoras de un universo macilento y condenado a su eternidad, obligado a perpetuar y reproducir antiguas tradiciones bebiendo la sangre de su pueblo. En Spencer esta vampírica indefinición temporal (inmortal y muerta-en-vida) es el centro pivotal de toda la historia. En un momento Stewart, encarnando a Lady Di, le dice amargamente a una de sus asistentes “Ya está todo armado. Es como si las cosas ya hubiesen sucedido”. Y es que en Spencer, pasado, presente y futuro parecen estar no sólo fusionados en la bizarra dinámica de la familia real sino también en el metraje del film. No es tanto que la princesa de Gales alucine con ver a Ana Bolena —alguien que también, de una forma un tanto más literal, fue mártir de los amoríos de su esposo—, sino que Pablo Larraín las convierte en dobles: dos proyecciones, dos fantasmas en vida que coinciden en la misma pantalla.
En esta espectralidad el director chileno parece encontrarse a sus anchas. En la película la fractura psicológica de la protagonista coincide con un mundo en el que la realidad se confunde con la fantasía, o más bien, donde las metáforas adquieren otro tipo de carnalidad. Quizás la más notoria de todas estas metáforas visuales se da en la escena en que Diana asiste a la cena real, en donde come una crema de espárragos. Ahí, como siguiendo a rajatabla las dinámicas freudianas del inconsciente, ocurre un desplazamiento entre el contenido bituminoso del plato y el vestido verde pistacho que la obligan usar, a la vez que una condensación entre el collar de perlas que porta —idéntico al que su esposo le regaló a su amante— y el intento de tragarlas, tal como el disgusto por el descaro del affaire del que es víctima. En toda esa sucesión de imágenes, Larraín halla en el vómito (que remite a la bulimia que la figura real padeció durante una importante parte de su vida) un elemento clave de la autodeterminación y, a la vez, sujeción de su personaje: la regurgitación como metáfora de la realeza que quiere sacarse del sistema y a la vez como el único hecho —autodestructivo por demás— que la vuelve una persona de carne y hueso.
Esta sensación de tener todo y no tener nada, de tener un cuerpo pero al mismo tiempo no ser su dueña, adquiere mayor densidad en el momento en que el príncipe Carlos le dice a su esposa: “Tenés que hacer que tu cuerpo haga cosas que odiás. Por el bien del país. De la gente. Porque ellos no quieren que seamos personas. Perdón, pensé que lo sabías”. Carlos lo dice y, más allá de la afectación crepuscular de su voz y sus gestos, se percibe en aquella verdad una tragedia que él mismo vive todos los días —estar con una mujer a la que no ama— y a la que se acostumbró bien, tristemente bien.
Con todo lo dicho, es fácil entender que Spencer no es una típica biopic. Autodefinida como “una fábula sobre una verdadera tragedia”, continúa el camino experimental que Larraín había trazado con Jackie (2016). Ya en esa película anterior se notaba el error de lectura de quienes creían ver algo fallido en los manierismos de Natalie Portman. El desacierto estaba en la trampa de considerar a las biopics como intentos de rescate de la autenticidad de los acontecimientos mediante una reproducción hiperrealista y momificada de los personajes protagonistas, como si fueran esos muñecos de cera de Madame Tussaud. En Jackie, el pastoso y aletargado canto que envuelve cada frase pronunciada por la viuda más famosa de Estados Unidos no obedece tanto al verdadero ritmo lingüístico de la retratada, sino a la tensión de aquella mujer que intenta sostener la investidura de primera dama mientras su mundo (y el mundo en general) parece caerse a pedazos. En Spencer hay algo similar, pero incluso más aceitado: si en el papel de Portman la cadencia parecía una melaza en la que Jackie Onassis se hundía, en la actuación de Stewart cada palabra surge en hálitos inacabados, como si las estuviera tosiendo más que pronunciando.
En la primera escena, en la que Lady Di se pierde en la carretera y va a una cantina de pueblo para pedir indicaciones, uno se da de cabeza con el rarísimo estilo vocal, la conjunción de tics e incluso la autoconciencia de cámara que despliega Stewart. Basta ver aquello para preguntarse si seguirá haciendo lo mismo el resto de la película, si no habrá sido un error, y qué le deparará al film si sigue tomando las mismas decisiones. Y sin embargo, conforme pasan las escenas, cada espasmo, cada ahogamiento, cada fisura y cada tic empieza a componer un cuadro mucho más grande y fascinante. Los puristas dirán que esa no era Lady Di o que tal vez ni siquiera sucedió ni la mitad de lo que pasa en el film. Y sin embargo, la personificación de Stewart es más auténtica que la que podría haber brindado una legión de imitadoras de Lady Di, según el mismo principio por el que un cuadro de Emil Nolde, más que reproducir fielmente un ocaso, habla sobre la verdad de la luz.
En todo caso, la Diana Spencer de Larraín es un artefacto extraño, ensayístico y expresionista, al borde de lo camp, que en sus excesos roza algo nuevo o imprevistamente exhumado. Una actuación avasallada por una excesiva cantidad de simbolismos —gran mal del cine de hoy en día— que, contra todos los pronósticos, en vez de sumergirla en un aura de grandilocuencia, termina adornándola, como esas perlas que se cierran sobre su cuello. Con todo esto, Kristen Stewart se fue de la última entrega de los Oscar con las manos vacías. No hay nada que lamentar; lo suyo en Spencer no fue actuación, fue otra cosa.
Spencer. Dirigida por Pablo Larraín. Con Kristen Stewart, Timothy Spall, Sally Hawkings, Jack Farthing. Reino Unido, 2021. En varias salas.