El teatro Solís prestó su peso histórico a la apertura del nuevo Festival de Cinemateca, la edición Nº 40, que a su vez consagra los 70 años de esa institución. Los discursos inaugurales de las dos directoras responsables, María José Santacreu y Alejandra Trelles, confrontaron ambos momentos fundacionales (1952 para la Cinemateca y 1982 para su festival) con el contexto actual y enfatizaron su papel como generador de comunidad, conocimiento y resistencia. Podríamos agregar además la función retroalimentadora de producción cultural. En su presentación de la película Cuando oscurece (Néstor Mazzini, Argentina), César Troncoso destacó que su vínculo con el cine se debe a Cinemateca, de la que es socio desde que tiene 15 años. Supongo que no será el único.

El empuje que Cinemateca ganó con la inauguración del nuevo complejo de salas se cortó frente a las restricciones impuestas por las autoridades nacionales y departamentales a los espectáculos públicos en la pandemia. Ahora, recuperado el aforo pleno, el festival explotó con una efervescencia que no se veía, quizá, desde los años 90. No es simplemente que la oferta de películas es espectacular, en cantidad y variedad –de propuestas de cine, de procedencias, de técnicas, de estilos, de enfoques, de temáticas, de recursos de producción, realizadas por cineastas muy establecidos o noveles–. Es también que se volvió a componer el hilo que conecta esa oferta con un público amplio, que está sabiendo disfrutarlo y aportándole efervescencia en los aplausos, en las preguntas en las sesiones de discusión, en esa vibración especial de la apreciación compenetrada de una película en un colectivo grande, en los comentarios en los pasillos, en el juego de las recomendaciones y las discusiones.

El festival está organizado en siete secciones competitivas (internacional, iberoamericana, nuevos realizadores, derechos humanos, cine infantil y juvenil, cortos uruguayos y cortos internacionales), agregados de panoramas de largos y de cortos, y perspectivas y retrospectivas centradas en el cine de Suiza (país invitado de esta edición). Hay también una sección (Ojo con el cine) dedicada al cine que trata de cine, y otra (Ensayo de orquesta) sobre cine que trata de música. En esta última se dieron las dos películas que más me conmocionaron hasta el momento: Ennio (Giuseppe Tornatore, Italia) y Narciso em férias (Renato Terra y Ricardo Calil, Brasil). Son documentales sobre, respectivamente, Ennio Morricone y Caetano Veloso, con tratamientos cinematográficos opuestos: el primero, realizado con recursos enormes y guiado por una casi obsesión de poner una imagen ilustrativa de cada nombre mencionado, mientras el maestro despliega, además de su trayectoria, elementos de su estética y la génesis formal de varias de sus creaciones más notables, y el segundo hecho en forma minimista y con Caetano como único objeto de los encuadres (sobre un fondo casi desnudo), que discurren sobre sus dos meses de prisión en 1968.

Lo de Caetano en dictadura, a su vez, se asimila a una cantidad de revisiones de los pasados recientes de países que cargan con el trauma de golpes de Estado y regímenes autoritarios. Un ejemplo es RJW (Fermín Rivera, Argentina), sobre el escritor, periodista y militante Rodolfo Walsh. Desde una perspectiva menos directamente política, Barajas (Javier Izquierdo, Ecuador) repasa, a partir del pretexto del accidente aéreo que mató a los cuatro en 1983, los paralelismos y los contrastes en las trayectorias literarias del uruguayo Ángel Rama, la argentina Marta Traba, el peruano Manuel Scorza y el mexicano Jorge Ibargüengoitia, abordados con una sensibilidad literaria y una inventiva formal cinematográfica fuera de lo común. Las cartas perdidas (Amparo Climent, España) se centra en los padecimientos de mujeres resistentes durante la guerra civil española y la dictadura franquista.

Esta última, a su vez, integra también otra veta temática, la de la perspectiva feminista, que se puede apreciar en la película de animación (dirigida sobre todo a niños) Calamity (Rémi Chayé, Francia), sobre Calamity Jane, y en la sexualizada obra de coming of age Cigare au miel (Kamir Aïnouz, Francia / Argelia), sobre una adolescente cabilia en París.

Recomendaciones

Al igual que Las cartas perdidas, Delia (Victoria Pena Echeverría, Uruguay) combina ambos ejes temáticos –el histórico-político y el feminista–. Delia González es la esposa, desde los 22 años, del militante de izquierda Jorge Mazzarovich. La directora, compañera de escuela del hijo más chico de la pareja, amiga de la familia desde niña, escuchó montones de veces la historia emotiva referida a los 11 años de prisión de Mazzarovich durante la dictadura y de su liberación y regreso al hogar, en 1984. Ahora decidió indagar en la historia de esa otra persona, la que no integra propiamente el relato histórico, cuya vida está mucho más vinculada a lo doméstico que a lo público, una mujer en un núcleo familiar de varones (marido y tres hijos). El centro del relato termina siendo una colección de cuadernos en los que Delia escribió poemas, cartas no enviadas y confesiones personales a modo de diario, y que nunca había mostrado a nadie.

La directora de la película, un personaje fuera de campo, responsable además por el precioso trabajo de cámara, confronta a cada uno de los hijos, al marido y a la propia Delia con esos escritos y deja emerger, siempre desde el cariño y el respeto de la cercanía, una serie de cuestiones punzantes que tienen que ver con la costra de reserva, recato o pudor que se antepone a la expresión de sentimientos, la sensación de que esos sentimientos íntimos se deben supeditar a las imposiciones de las grandes realizaciones públicas y la ausencia de un espacio para su expresión, que se suma a esa especie de estética vital muy uruguaya que valoriza la disposición a ocultar el dolor y seguir adelante.

Es curioso, porque en cierta forma la película se planta en dos lugares al mismo tiempo. Por un lado, interpela esa jerarquía, llamando la atención sobre los sentimientos de Delia, su soledad de ama de casa, sus aspiraciones no realizadas. Por otro lado, lo hace desde una contención objetivista, serena, que se debe un poco a los propios personajes que aparecen en cámara (salvo, quizá, el hijo del medio, Daniel, que se muestra más emotivo) y con notables delicadeza y discreción formal. Las ideas emergen con claridad, aptas a mover resortes en cualquier espectador sensible, pero no se buscan imponer ni tampoco simplificar en ninguna consigna fácil. Es notable el uso del silencio en la banda sonora (no necesariamente el silencio acústico, tan sólo el ambiente de pajaritos) como significante y propiciador de introspección, muy especialmente en ese tilt por una de las páginas del cuaderno, uno de los momentos más poéticos de esta película extraordinaria. [Mañana a las 17.00 en Cinemateca].

La familia retratada en Women Do Cry (Vesela Kazakova y Mina Mileva, Bulgaria) es el negativo de la de Delia: el único varón es el abuelo, ya entrado en años y con la salud algo comprometida, y fue más bien un ejecutor del régimen autoritario y no su víctima. En esta obra de ficción el hecho disparador es la detección de VIH en la joven Sonia. A partir de ahí se despliegan hechos, armados en forma cronológica pero sin un encadenamiento de tipo clásico, que muestran distintas facetas y posibilidades en la condición de la mujer: una lesbiana que llegó a pensar en convertirse en varón y que interpela a su hermana melliza, que abandonó los estudios para ser ama de casa y dedicarse a su marido y su hijita bebé; la otra, a quien todos tratan como a una fracasada, la que hace un trabajo obrero especializado, la imponencia ausente de la abuela ya fallecida (a quien el abuelo solía golpear).

El hecho de que esta película, con algunas escenas de desnudo y una escena de sexo lésbico rayana con lo explícito, se haya estrenado en Bulgaria sugiere una sociedad mucho menos restrictiva que Rusia. De todos modos, tal como nos permite apreciar el cine de la vecina Rumania, el conservadurismo cristiano ortodoxo tiene una presencia opresiva, que se manifiesta en la estigmatización de los VIH positivos, asociados con depravación, prostitución y homosexualismo. Sonia sucumbe a la tentación de intentar curarse con hechizos folclórico-religiosos. La reacción del ginecólogo produce escalofríos (sobre todo si observamos que ese tipo de oscurantismo está lejos de erradicarse aun en la clase médica del laico Estado uruguayo).

Por otro lado, están los efectos del pasado reciente: la estructura de pensamiento mafiosa del abuelo, que supo ser oficial militar encargado de presos políticos durante el régimen comunista. La película está muy bien actuada y preciosamente filmada. Son especialmente expresivos esos planos que muestran distintas combinaciones de los personajes femeninos. En una escena vemos a Verónika –actuada por una de las directoras– con su vecina que se siente vacía porque no puede ser madre, y en la delantera del plano está la beba de Verónika. En el plano siguiente, los movimientos de cuerpos y de cámara desembocan en un encuadre en que la tabla de planchar ropa está en el centro. En el siguiente plano, las dos adultas están terciadas por una activista que aparece en la pantalla del televisor exponiendo estadísticas alarmantes sobre violaciones intrafamiliares. Hay un sensible trabajo de motivos, impregnados de tensión poética, como el de las cigüeñas, y también el de la pelea entre Sonia y Lora por la ropa, que luego se replica en un contexto totalmente distinto. [Hoy a las 17.00 en Life 21].

También tiene su interés Un Été comme ça (Canadá). El director Denis Côté disfruta sorprender con sus opciones. En las tres ediciones previas del festival pudimos seguir sus tres últimas realizaciones, todas ellas muy salidas de lo común: Repertorio de ciudades perdidas, Wilcox e Higiene social. Ahora hace esta apuesta cien por ciento naturalista, aunque la situación es fuera de lo común. Todo transcurre durante los 26 días que lleva un tratamiento veraniego para muchachas hipersexuales. Una terapeuta, su asistente varón y otra ayudante más conviven durante ese lapso aislados con tres jóvenes pacientes. Apreciamos las actividades terapéuticas, sesiones de psicoanálisis, conversaciones en momentos ociosos, muchos momentos de fisura sexual y el día libre en medio del período (en el que, obviamente, las tres se tiran a dar salida a la libido). No hay muchos indicios sobre si el tratamiento tendrá algún efecto duradero sobre las muchachas, pero sí parece movilizar a los terapeutas.

La película funciona en alguna medida como el tratamiento, es decir, “no hay conclusión, no hay resolución”. La manera de filmar, por momentos, parece una exploración paramétrica. Por ejemplo, la primera secuencia está toda hecha de primerísimos primeros planos, con un par de excepciones sorpresa (el tilt hacia la panza de la doctora embarazada y el plano en que la cámara se mueve para mostrar a otro personaje que está a mayor distancia). La segunda secuencia está toda hecha de diálogos en que la cámara panea de un interlocutor al otro, y así sigue, aunque en forma menos sistemática que en Higiene social. [Hoy a las 21.35 en Cinemateca].