Gustavo Hernández ya había impresionado con su ópera prima, La casa muda (2010), que consiste esencialmente en un solo plano (si se dice “plano-secuencia” debería ser lícito decir “plano-película”). Desde entonces, actuando siempre en el ámbito del cine de terror (hizo Dios local en 2014 y No dormirás en 2018), su reputación no dejó de crecer, especialmente en el exterior. Esta nueva entrega suya, que tuvo estreno mundial aquí en Uruguay el jueves pasado, fue comprada por Shudder (una plataforma de video a demanda especializada en cine de terror y fantástico) para Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, y ya fue negociada por otras vías para distintos países de Asia y América Latina. La amplitud de su lanzamiento en Uruguay sugiere la previsión de un interés que trasciende el que suele tener el cine uruguayo como tal: es sencillamente una buena película de terror más, para todo aquel que disfrute de ellas.
No vi No dormirás, pero en comparación con las dos primeras películas, esta tiene una producción más compleja, aunque su funcionamiento narrativo es más simple. Iris, una joven, labura vigilando durante la noche las instalaciones del Club Neptuno, en la Ciudad Vieja. Una noche se tiene que hacer cargo de su hija Tata, de ocho años, y no tiene otra que traerla con ella al trabajo. Y justo explota el apocalipsis zombi. Y justo cuando algunos de los infectados entran al edificio, la hija está solita en la cancha de básquetbol, así que la madre, que está en la sala de vigilancia, para poder juntarse con ella (¿estará viva?) tendrá que cruzar la barrera de muchos de esos seres horribles que están por los pasillos.
Son zombis que no responden a ninguna ortodoxia. Ni siquiera son mordedores. Una vez contaminadas (no se explica bien cómo se contagian), las personas se ven acometidas de una furia asesina que, como suele ocurrir, se dirige a los sanos, nunca a otros infectados. Ese ímpetu salvaje de matar no distingue entre amigos o parientes y quienes no lo son, pero no bloquea ciertos usos de la inteligencia más allá del zombi normal: los infectados buscan, sospechan, abren puertas, hacen cierto uso de herramientas simples. No se trata de muertos vivos: se los mata como a cualquier persona, no hace falta destruirles el cerebro. La dificultad es la del perro furioso, es decir, es complicado pelear con alguien que ataca con una decisión sin las fisuras del miedo y de la conciencia. Su característica más curiosa, que da título a la película, es que luego de descargar la energía agresiva, matando o anulando a su víctima, esas personas se agotan y se paralizan durante exactamente 32 segundos. Es el lapso que los sobrevivientes tienen para escaparse, pero implica que alguien la quedó: los lectores pueden anticipar algunas decisiones difíciles.
Como recordando La casa muda, la película empieza con un plano extenso y muy complejo: desde la imagen curiosa de la sombra de un pajarito en la casa de una pareja de ancianos a la cocina y de vuelta a la jaula del pajarito y de ahí al living, nos vamos por la ventana hacia la calle donde sorprendemos un diálogo entre Tata y su padre en el auto. La cámara se eleva y entra por el balcón al apartamento de Iris. Entra Tata, y luego bajamos con ella e Iris por la escalera y, al llegar a la calle, la cámara se eleva a los cielos, por sobre las azoteas, y recorre las calles de la Ciudad Vieja, donde vislumbramos distintos indicios esparcidos que cualquier espectador formado identifica como el inicio de la eclosión zombi, mientras transcurren los créditos de presentación. Cuando arribamos al puerto tenemos el primer corte de la película. Es virtuoso e impresionante.
Luego hay otros momentos muy bonitos: la piscina de 50 metros del Neptuno llena de humo rosado, la imagen de Iris tomada desde adentro de una caldera donde, entre las llamas, hay un cuerpo humano carbonizado, o ese paneo complejo por las distintas pantallas de las cámaras de vigilancia del club (la cámara se mueve unos pocos centímetros, pero podemos ver, entre las pantallas, muchas de las cosas que transcurren en las distintas zonas del club, puntillosamente coordinadas con la toma).
Diría que la idea demandaba mayor elaboración a nivel del guion: se podría haber sacado más jugo a la idea de los 32 segundos. Hay otro personaje, Luis, que se mueve con toda la cancha por el universo zombi, pero el cortísimo tiempo transcurrido (una tarde) desde que estalló la epidemia no parece haber sido suficiente para que el personaje haya acumulado tanto conocimiento y experiencia. Algunos de los recursos amedrentadores son primarios, aunque puedan volcarse en forma muy ingeniosa (esas manos que manchan el vidrio de sangre y que vemos reflejadas en un charco de agua dentro del club). Aparte de eso, me apena un poco la falta de sentido del humor: Hernández claramente disfruta más el terror totalmente metido en lo serio, a veces recargando en lo melodramático (toda la línea de Luis y su familia). Disfruta tanto con esas instancias de drama que desarrolla largamente un par de momentos de duelo terribles, que luego se muestran inconsecuentes.
Más allá de eso, la película es entretenida, la locación del Club Neptuno es todo un hallazgo, nos llevamos unos buenos sustos, y es un placer constatar (jugando también con el lanzamiento reciente de Al morir la matinée, de Maximiliano Contenti, y la gravitación del éxito internacional de Fede Álvarez) el fortalecimiento del cine de terror uruguayo.
Virus: 32. Dirigida por Gustavo Hernández. Con Paula Silva, Daniel Hendler, Pilar García. Uruguay/Argentina, 2022. En varias salas.