El teatro La Gringa nos recibe en su hermosa sala para darnos lo mejor de sí. Un trabajo realizado por un equipo comprometido de tal forma que con cada propuesta envuelve al espectador en un festival de placer y disfrute.
En esta oportunidad, la obra del joven director y dramaturgo argentino Leandro Airaldo impacta de lleno en las emociones para conmovernos, y lo hace como la oruga con su capacidad de transformarse en mariposa. Este acto mágico de transmutación sucede en escena, sin recursos técnicos y sin efectos. Como volviendo al origen, todo se sostiene en un perfecto entramado entre texto y dirección. No será necesario nada más para lograr despertar una delicada dulzura en el espectador. La definición de simpleza puede estar llena de belleza cuando se trata de una obra que se vuelve un pequeño cuadro escénico delineado con sutiles tonos.
Se ha escrito tanto sobre el amor. Se ha usado como tópico en tantas obras que corre el riesgo de volverse un recurso manido, con acabados obvios y de un romanticismo añejo. Tal vez por eso, cuando un título refiere al amor, puede dispararse una alerta que abre líneas hacia el prejuicio. ¿Qué otra cosa se puede decir sobre el tema más abordado de la historia? Entonces nos acomodamos en la platea con un dejo de desconfianza que no alcanza a instalarse. La decisión de dejarse llevar “sin presentir” nos sacude las dudas y, les prometo, la obra desacomoda todas las ideas preconcebidas.
La escena está expuesta, la vemos desde el comienzo despojada, casi como un dibujo o caricatura: un árbol sin ninguna intención de realismo se levanta para amparar la historia, que sucede en un banco de plaza, entre dos desconocidos que parecen no tener nada en común.
La propuesta minimalista se vuelve el marco para un relato que, aparentemente, celebra la simpleza de lo que nos quiere contar. Sin embargo, a medida que nos vamos convirtiendo en testigos del encuentro entre Ana y Pedro, descubrimos que no hay una lógica única para abordar este tema. Que siempre podemos ser sorprendidos por nuevas formas de representación, del tejido misterioso de la ilusión que nos atrae porque, tal vez, queremos estar bajo ese árbol, como los personajes, y usar la retórica como un mecanismo de protección ante lo que el cuerpo ya sabe. La fascinación del espectador se dispara por el uso de una estrategia sutil pero efectiva que se presenta en dos lenguajes distintos: la línea discursiva, con pretensiones de mantener el control, y el manejo del cuerpo, que se tensa para decir lo que la palabra no se atreve aún.
Este juego abre dos campos de referencia simbólicas. Por un lado, todo lo que puede suceder en el cuerpo frente a un sacudón ‒mariposas en el estómago, diría Ana‒ entre dos personas que de repente descubren que algo se les complica, aunque no comprenden cómo. Por otro lado, ese momento íntimo se resuelve en palabras desordenadas y enredadas que provocan las carcajadas del espectador. Entonces descubrimos el delicioso despliegue del poder de la conversación, con artilugios que describen ricos niveles escénicos para develar los recursos de la seducción que no quiere ser obvia.
Si esta historia nos conquista, si los espectadores la transitamos con una sensación de pícara complicidad con los personajes, es gracias a las actuaciones de Virginia Marcetti y Matías Vespa. Los dos han entendido muy bien el clima de la obra. Saben jugar los tiempos que les exige, con momentos de pausas para sostener expectativas necesarias y definir el ritmo, que termina resolviéndose en las incontrolables risas del público.
Marcetti delinea el personaje de una mujer de ciudad con cierto aire intelectual, a través de un decir formal, aunque sin elaboraciones complejas. Sabe imponerle a su personaje la tensión y distensión necesarias, que juegan entre su timidez y los deseos escondidos que van despertando su interés. Ana se vuelve, en el cuerpo de la actriz, una frágil mujer que no ha conocido el amor. Vespa, por su parte, describe a través de sus gestualidades, de su voz y del vestuario a un joven hombre de campo con apariencia de simpleza que se desdice en sus palabras. Pedro sabe cosas. De mariposas, por ejemplo. De esta manera, la ciudad se vuelve en ella menos rebuscada y el campo, en él, menos inocente. Las actuaciones, en este sentido, potencian el texto y completan una propuesta que se vuelve necesaria para repensar esas cosas que nos pasan a los humanos cuando se nos disparan los deseos.
Siempre los invito a ir al teatro, como un acto de amor y revolución, porque nos permite ese extraño encuentro con nosotros mismos en el que todas las emociones se ponen en juego y todas las ideas se desacomodan. Hoy vuelvo con esta invitación. Vayan a ver Enamorarse es hablar corto y enredado, porque van a salir con ganas de descubrir todas las oportunidades que nos da la vida para transformarnos.
Enamorarse es hablar corto y enredado. De Leandro Airaldo, con dirección de Álvaro Correa. Con Virginia Marchetti y Matías Vespa. Teatro La Gringa, 18 de Julio 1236 (Galería de las Américas). Sábados a las 18.00.