En 2018 se estrenó Bohemian Rhapsody: La historia de Freddie Mercury, una película que recaudó 900 millones de dólares y ganó cuatro premios de la academia (en cinco nominaciones), incluyendo Mejor actor, tras apelar al mínimo común denominador dentro de ese género conocido como biopic, o película biográfica. Rami Malek se ponía en la piel (o al menos en los dientes) de Freddie Mercury, en una cinta que reordenaba y dramatizaba algunos momentos destacados en la vida del cantante de Queen, transformando su vida en un cuento de hadas.
Hay una fórmula que funciona (alcanza con recordar las biopics de Alan Turing o Stephen Hawking) y que recompensa a los involucrados (sin que estos tengan que tomar muchos riesgos) tanto en la taquilla como en las entregas de premios, que son, en su subjetividad, trampolines en las carreras de quienes tienen “el honor de haber sido nominados”. Por suerte, también está Baz Luhrman.
El director australiano decidió dedicarle su sexto filme en 30 años de carrera al rey del rock & roll. Para eso recurrió a las herramientas ya usadas en su reinterpretación de uno de los romances más famosos de la literatura (Romeo + Julieta, de William Shakespeare, 1996), en la historia de amor entre un escritor y una cortesana en un famoso cabaret de París (Moulin Rouge, 2001) o en la llamada “gran novela americana” (El gran Gatsby, 2013). El esplendor visual, la cuidada banda de sonido y algunos guiños anacrónicos también están a la orden del día en esta biopic sobre una vida que parece haber sido a la medida para su dirección.
Como para que no queden dudas acerca de la película que veremos, desde el comienzo entran en juego un montón de elementos que burdamente podríamos definir como “estética de videoclip”. Luhrman utiliza pantallas partidas hasta en ocho segmentos, colores rabiosos y escenas superpuestas. Por suerte el objeto de estudio es un hombre que pareció vivir varias vidas en una y que irradiaba color incluso en una filmación en blanco y negro. Ni que hablar del trabajo de la banda sonora, que utiliza el vastísimo catálogo de Elvis Presley tanto en forma de música incidental como en remixes actuales, que logra amalgamar con esa parte tan peculiar de la cultura estadounidense que ellos definen con el término Americana.
¿Qué más Americana, si no, que una feria itinerante de esas que mezclaban actos musicales con la Mujer Barbuda? Allí comienza la historia, porque nuestro muy poco confiable narrador es el coronel Tom Parker, polémica figura que pasó a la historia por ser el representante de Elvis... y por la forma en que lo representó. Tom Hanks, debajo de toneladas de maquillaje que por momentos recuerdan a Mike Myers, compone a este ser que se presenta como el héroe de la película, que nos jura que siempre veló por la integridad de su estrella, pero cuyas contradicciones se ven en la pantalla gigante del cine.
Parker lo descubrió como un talento más para su parque de atracciones, pero era tanto el talento de Elvis que se convirtió en su propia feria, capaz de llenar estadios sin la necesidad de freaks o atracciones pensadas para quedarse con el dinero de los incautos. Excepto él, claro. A través de esa lente se nos presenta un cantante excepcional, con un guion que hace fuerte énfasis en su relación con la música negra, sin convertirlo en un “salvador blanco” sino mostrándolo como una suerte de embajador que posibilitó su popularidad en un país que todavía organizaba encuentros a favor de la segregación.
En esos años previos al movimiento por los derechos civiles, un joven combinaba su carisma con un repertorio potente y un movimiento pélvico tan escandaloso que indignó a gran parte de la sociedad (el director le dedica un hermoso guiño a la palabra “cancelación”). Y mientras se convertía en un ícono pop con merchandising incluido y sacaba a su familia de la pobreza, quedaba cada vez más envuelto en una relación tóxica con el coronel.
Hanks es, además del narrador, el gancho famoso de la película. Pero todo termina recayendo, igual que en la vida real, en la otra mitad de la pareja. Austin Butler, quien fue el villanísimo Tex en Había una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino, compone a esta figura tan compleja y logra que nos olvidemos de que es un actor caracterizado. Lo siento, Rami Malek.
Con el reduccionismo necesario pese a los 160 minutos de metraje (que no se sienten tanto), lo vemos perder primero la vergüenza, luego la privacidad y finalmente la cordura, en una paranoia alimentada por los medicamentos y los planes del coronel, que sin convertirse en un Maquiavelo del rock fue capaz de llevar a su pupilo por los caminos que a él le resultaban más redituables, que incluyeron el cine, la televisión y Las Vegas.
En cuanto a la historia, se le puede achacar la repetición de escenas en las que Elvis rompe el protocolo y sorprende a todos, en especial en una actuación tan producida que resulta imposible imaginar que nadie supiera lo que iba a ocurrir. Pero se perdona porque incluso en las escenas más tradicionales, cuando Luhrman deja de lado la posproducción y la charla se da en un contexto poco colorido, el resultado final parece mejor filmado (y editado) que la mayoría de las películas que están actualmente en cartel.
Elvis. Dirigida por Baz Luhrman. Australia-EEUU, 2022. Con Austin Butler y Tom Hanks. En varias salas.