En 8 cuentos sobre mi hipoacusia hay dos núcleos temáticos/estéticos (uno explícito y otro implícito) con sus respectivas implicancias cinematográficas. El primero es, naturalmente, el relato/retrato de la pérdida progresiva del sentido de la audición, el proceso por el que las dificultades y estrategias de supervivencia social se entremezclan con el autoaislamiento y la necesidad de poder hacer lazos con otros que comparten el mismo diagnóstico. El segundo núcleo, un poco más velado, es la relación de la directora con su madre recientemente fallecida, como si la película tratase de lograr, en la medida en que narra sus propias peripecias para recuperar la audición, que la madre la escuche desde el más allá. Esta noción mística está apenas disimulada en el film: no sólo hay un intento de rescatar a la madre a partir del documento filmográfico de sus padres sino que también hay referencias a velados milagros de santas y el retrato de una prima que practica un ecléctico compendio de rituales.
El mayor reto de la directora es, a medida que cuenta su historia, no sólo relatar los vaivenes y especificidades de su hipoacusia sino reproducirla cinematográficamente (algo parecido a lo que intentaba hacer Antón Terni con la ceguera en Mirador, en donde la pérdida de la visión se reproducía casi texturalmente con planos de poquísima profundidad de campo).
En su búsqueda de este efecto una de las metáforas guía será lo acuático. Así, estar sumida en la sordera es como estar en el fondo de una piscina (o de una bañera, donde se pueden escuchar las reverberaciones de los pasos del vecino), pero en el film también aparecen el canto de las ballenas, referencias a la lluvia (como esa extraña estática metálica que Charo Mato sintió los primeros meses después de habérsele implantado el dispositivo coclear) e incluso el padre de la directora preparando un spaghetti ai frutti di mare (quizás es una excesiva licencia poética de quien escribe esta reseña, pero ¿no hay algo extrañamente parecido a los huesos del sistema auditivo en esas conchas marinas que se abren en el wok del dicharachero chef?).
Se insiste bastante en este leit motiv, pero podría decirse que Charo tiene un oído particular para captar detalles, elevar texturas y delinear ambientes. Se incurre numerosas veces en sonidos punzantes que emulan un tinitus, pero los recursos más potentes y logrados para reproducir la hipoacusia van por el lado de lo visual: al comienzo hay un instante en que un familiar llama a Charo y ella –niña, absorta en otra actividad– demora en oírlo; ya hay ahí algo más potente que toda la recreación de efectos sonoros que la directora busca en el resto del film.
En esta confianza en las imágenes por encima del sonido aparece una y otra vez el recurso de los videos familiares, en el que se encuentra lo más fuerte y lo más flojo del documental. Por un lado, hay una particular poética de esta historia que está sucediendo in situ –en asados, en cumpleaños y en fiestas de recibimiento– ante nuestros ojos, pero, por otro, hay una sensación de desgaste que va más allá de esta película, pero que sirve para hablar del peso del yo en el arte documental latinoamericano reciente.
Cualquiera que frecuente las últimas producciones de cualquier rama artística independiente puede notar que el peso del yo del autor se ha vuelto moneda común, algo que por momentos roza lo obligatorio. Habría que dedicar un artículo entero a discutir este tema, pero hay una curiosa confluencia entre las bifurcaciones más radicales de “todo lo personal es político”, la indiferenciación entre lo público y lo privado en redes, la autoficción y la literatura del yo.
En cuestión de diez años los vaivenes íntimos del director o la directora pasaron a ser la unidad de medida; algo que en un comienzo servía para atajarse de una posible distorsión subjetiva del relato pasó eventualmente a convertirse en la fuente de la historia y su articulador metafórico. Pero, más que nada, se volvió un buen recurso para vender el documental, así como entre los libros suelen tener éxito escritores y escritoras con historias de vida interesantes (si traumáticas, mejor) que continúen o dialoguen con la obra.
El cine latinoamericano actual está lleno de estos documentales y parecería que cualquier filmación doméstica está bajo el riesgo de convertirse en una carta cifrada para algún documentalista futuro. Por supuesto, los resultados son variados, a veces con documentales potentísimos, en los que el uso de videos caseros tiene una función de médium de la mirada de alguien que ya no está (pienso en la excelente reconstrucción de la figura paterna –que sirve de puntapié para hablar sobre la homosexualidad tapada en la Argentina de los 90– en El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi, 2017) y otras con documentales de resultados más dispares, en los que la pertinencia del uso de los videos familiares está en la contraposición con algo de efectos sociales más amplios (pienso en los videos de Esquirlas, de Natalia Garayalde, 2020, el documental sobre las explosiones de Río Tercero, filmados parcialmente por los allegados de la directora). Hay algo en este uso hipertrófico de lo personal que parece bordear un límite o un agotamiento. Quizás el caso más fascinante de los límites ampliados de este material íntimo sea la labor experimental/documental de Martín Farina, que ha logrado a lo largo de su filmografía agarrar lo familiar y elevarlo a su versión más mitológica.
Citar todas estas referencias para señalar una cierta tendencia del cine documental latinoamericano podría parecer esa mezquindad que tienen los críticos cuando le exigen a una película ser algo que no es. Sin embargo, creo que algo de estos excesos o estos clichés termina afectando a la película, no en relación con otras sino en sí misma. Este problema es el diálogo con la madre. En este núcleo semivisible mencionado al comienzo, todo se estructura tanto desde una primera como desde una segunda persona, con el voiceover de la directora, que le habla a su madre como si el documental fuese una larga carta. Quizás esta película halla su sentido último en la voluntad privada de exorcizar eso no dicho a la madre, pero, visto desde otro lado, todo el tema de este diálogo –y de un conflicto que no toma verdadera forma– nunca llega a cuajar del todo. Casi podría decirse que la madre es un McGuffin, un dispositivo para seguir manteniendo en funcionamiento a la trama, pero cuando el film termina, uno queda sintiendo que la película no precisaba esa espectralidad, que en el fondo de la bañera ya había suficiente material para descubrir nuevos mundos.
8 cuentos sobre mi hipoacusia. Dirigida por Charo Mato. Documental. Argentina-Uruguay, 2021. En Cinemateca.