En la última década, el cine musulmán ha dado muestras de interesantes interpolinizaciones de géneros. En esta progenie de nuevos films, quizás el elemento más saliente es, más que su originalidad, el poder iconoclasta de algunas de sus imágenes. Así, lo impactante de A girl walks home alone at night (Ana Lily Amirpour, 2014) no era tanto su trama de vampiros, sino su emplazamiento en Irán y el impacto estético que generaba ver a la chica de colmillos afilados mientras baja en skate por una pendiente, con su hiyab ondeando en el viento. De la misma manera, la tunecina Ashkal (Youssef Chebbi, 2022), más allá de sus propias originalidades de trama (un thriller policial sobre un tipo que, similar al villano de Cure Kiyoshi Kurosawa, 1997 hipnotiza a sus víctimas para que se prendan fuego), debe su mayor poder a cómo las muertes que acontecen mantienen un diálogo con reales actos de inmolación en los tiempos de la primavera árabe.

Recurriendo a estos ejemplos, uno puede decir que la verdadera fuerza de fondo es política la primera, desde el prisma feminista; la segunda, desde un lado más relacionado a las luchas internas del país, pero hay algo en la fuerza de esas imágenes, en su irreverencia o impacto, que logra generar lo que no habían podido hacer en la última década una gran tradición de films abierta y didácticamente políticos.

El iraní pero afincado en Dinamarca Ali Abbasi sería, en teoría, un buen candidato para tomar esta posta de directores políticamente visuales. Su anterior película, Border, trataba sobre una troll (en realidad, el género o sexo de dichos seres es un asunto un poco más espinoso) que, dueña de una imponente habilidad olfativa, trabaja en la aduana, llevando una vida rutinaria y degradante que mantiene con humildad hasta que conoce a otro troll, más orgulloso, que intenta hacerla reconectar con su verdadera esencia. No todo lo que hacía Abbasi funcionaba bien, pero la pletórica cantidad de temáticas y entrelazamientos metafóricos de su film le daba credenciales suficientes para, en caso de volver a Irán, poder aportar algo en la reformulación estética de su cine.

Moral retro

Holy Spider tiene, en su cobertura, algo evidente vinculado a este arrojo. En su primera mitad se muestra como una película fría, directa y casi procedimental sobre el accionar de un asesino de prostitutas. El film no entra en las clásicas piruetas de persecución de gato y ratón (en este caso, entre el perpetrador y la periodista que investiga el caso). De primera ya lo vemos y la cámara lo acompaña sin pruritos, pero tampoco sin delectación en sus jornadas tanáticas alrededor de los oscuros vericuetos de la ciudad. Los ahorcamientos que el asesino propicia con el hiyab de sus víctimas son filmados con una minuciosidad que se parece a la de Hitchcock en Frenesí (1972), pero, a su vez, con un desapasionamiento que retrotrae a Henry, retrato de un asesino (John McNaughton, 1986). Si quisiéramos dar con la referencia más aproximativa, lo más cercano sería el asesino interpretado por Jamie Dornan en la serie The Fall, pero, en su caso, su personaje tiene más capas o capas más interesantes que ese fanático religioso que en Holy Spider intenta liberar a Irán de la “escoria de las mujeres”.

Aun basándose en un asesino real, hay algo poco interesante en el personaje, porque ya al verlo hablar y moverse aun en sus gestos nobles y de buen padre sabemos que no es más que un recipiente que el director utiliza para la condena de la misoginia en Irán. Volviendo a los ejemplos de films en los que acompañamos a los asesinos en sus golpes, no tiene el dote maquinal, físico y cuasi performático del asesino de Angst (Gerald Kargl, 1983), no tiene la profundidad psicológica del de The Fall, no encarna la radical otredad o vacío subjetivo total de Henry y no tiene la cualidad mefistofélicamente encantadora del de Man Bites Dog (Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoît Poelvoorde, 1992).

Como contrapartida del asesino, la periodista Rahimi (interpretada a la perfección por Zar Amir Ebrahimi) sí logra componer un personaje más interesante, pero toda la historia y sus respectivos desenlaces circulan de una forma demasiado evidente, casi forzada, alrededor de ella (ahí la película cae en algunos clichés hollywoodenses, como el hecho de que la primera prostituta con la que entabla una charla se convierte, casi de forma inmediata, en una de las víctimas del asesino). Más allá de tener una mayor presencia escénica, cada escena en la que Rahimi aparece está abocada a decir algo sobre esta dinámica misógina imperante en Irán.

Nada de esto es algo errado de por sí. Ateniéndose a estas reglas, Holy Spider podría ser un ejemplo de película directa, con una frialdad clínica que apunta a redoblar su efecto. El problema es que, a mitad del film, por medio de una movida de la investigadora, que haría ver a cualquier fiel discípulo del periodismo gonzo como un aburridísimo corresponsal de escritorio, el asesino es capturado y metido en prisión. Ahí parecería abrirse paso a una nueva película la verdadera, lo que realmente quería contarnos Abbasi, que es la reacción de los iraníes al enterarse de la inminente condena. Lejos de asquearse por los abominables actos del asesino, su familia, su barrio y ciertos altos jerarcas comienzan a valorarlo como un mártir, un verdadero héroe que quiso resolver por sus medios la decadencia moral que atravesaba Irán.

El cine iraní ha hecho con los procesos judiciales lo que Ansel Adams hizo con la fotografía de paisajes: los complejizó y expandió, convirtiéndolos en la plataforma para discutir asuntos morales y cinematográficos (sólo pensar Close-up Abbas Kiarostami, 1990, o A Separation Asghar Farhadi, 2011). El problema con Holy Spider es que ahí, donde ese tono directo y maquinal funcionaba la primera mitad de los asesinatos, en este intento de abordaje más sistémico sobre la misoginia social y política iraní, no llega a cuajar del todo.

No estoy seguro de si Abbasi es consciente de esto, pero los giros y contragiros que experimenta el film parecerían atestiguar este defecto: la trama nos va generando intrigas y garantías de decepciones que, al poco tiempo, se revelan como meros fuegos de artificio, cuando no burda manipulación del metraje (y que genera comentarios problemáticamente contradictorios sobre la corrupción del sistema judicial iraní).

Incluso en el mismísimo epílogo hay una nueva exploración o meditación estética, armada en base a imágenes de cámara en mano, como si se buscara un nuevo tono, uno más documental. Ahí, con el hijo del asesino intentando reproducir para la entrevista la forma en que su padre mataba a las prostitutas, hay un nuevo anhelo de teorizar sobre una suerte de transparencia del mal, tal como sucedía con las recreaciones de los asesinatos por parte de los criminales de guerra indonesios en The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012).

Al final de todo esto queda un batiburrillo molesto, con buenas intenciones, pero con errores estratégicos graves. Muchos dirán que, para una película como Holy Spider, simplemente existir en Irán ya es suficiente mérito. El problema es que, a diferencia de los films mencionados al comienzo de la nota, hay algo en esta cuestión iconoclasta que rompe el modelo, pero que nunca vuelve a engarzar las piezas.

Holy Spider (Araña sagrada), dirigida por Ali Abbasi. Dinamarca/Alemania/Francia/Suecia/Jordania/Italia, 2022. 116 minutos. En salas de cine.