Nos han enseñado que hay una gran diferencia entre “reirnos con” y “reirnos de”. Sin embargo, conforme vamos creciendo, nos damos cuenta de que mucha de la gente más divertida que nos rodea es la más desgraciada y, más allá de su habilidad de comentar sus infortunios, nos compete evaluar cuánto del placer que nos generan sus historias estriba en que eso que les ocurre le está pasando a ellos y no a nosotros. Con las películas es muy parecido y esta zona gris se amplía y difumina cuando nos adentramos en el cine independiente.
Así, la comedia del Hollywood oficialista puede no dudar a la hora de exponer las ridiculeces y/o miserias de su protagonista, siempre y cuando su arco vital se cierre con algún tipo de aprendizaje, algo que lo saque de su zona de confort y lo transforme como individuo. Podemos habernos reído los 90 minutos de él, pero el que ríe último siempre es el protagonista.
Los 90 terminaron de posicionar a nuevos protagonistas que vivían en una espiral de repeticiones, donde no había un avance real hacia algo. Personajes que ni siquiera eran del todo queribles, incluso ridículos, en la circularidad de su malestar terminaban por realizar un comentario más realista de lo que es la vida de un montón de personas. El problema de esta postura, que tan bien impregnó en el mumblecore y en el cine independiente de varios países, incluido el nuestro, fue que ahorrarse pensar cómo podía transformarse a lo largo de la película ese tipo de personajes fue modificando la relación de los espectadores hacia ellos. Así, lo que en un principio intentaba subvertir las reglas estandarizadas de la comedia evolucionó hacia una postura complaciente: simplemente, nos hacía sentir superiores a los personajes.
Para estas historias, y para este esquema de producción, el personaje ideal era el protagonista momificado en sus propias inseguridades o inexpresividad. Para este trayecto de alguien demasiado abúlico para resolver sus problemas no era necesario tener a un gran actor o actriz; bastaba algo particular en su rostro, que se parase sobre las marcas y recitara las líneas.
El cine rioplatense fue incorporando este tipo de personajes. Empezó de forma fascinante y rupturista con Martín Rejtman, pero después se fue descomponiendo en productos cada vez más complacientes. A primera vista uno teme que el Arturo de Arturo a los 30 (interpretado por Martín Shanly, que también dirige y coescribe la película) sea uno de ellos. Es un reciente treintañero que quedó varado en una especie de posadolescencia, que luego de una sucesión de rupturas, despidos y duelos termina viviendo de prestado en la casa de su madre y oficiando de chofer de su hermana menor.
En toda situación en la que incurre hay algo muy incómodo. Su metro noventa de altura parecería estar conformado por tres niños subidos a caballito y envueltos en una holgada gabardina. Su rostro también: más que la melancolía petrificada de los herederos de Buster Keaton, Arturo es una especie de Zelig fallido, alguien que quiere adaptarse a su entorno pero con un delay fatal. Así, Arturo parece ser en el fondo quien tiene la voz de la razón, pero hay algo en ese delay, en su lentitud a la hora de razonar con los otros, que lo vuelven doblemente torpe, doblemente fallido. Si Arturo fuese un X-Men, habría nacido con una mutación que le permitiera volverse invisible solo a un 20%. Es decir, nada muy útil para salvar al mundo –o salvarse él–.
Pero hay definitivamente algo auténtico en estos fracasos en los que Arturo no es asertivo pero tampoco apático. Quiere cambiar las cosas, quiere hacer el bien, pero todo está a otra escala o a otra velocidad, como esa carretera que intenta cruzar hasta que no le sale decir otra cosa que “no puedo, tengo miedo”. Crucial para esta construcción tan peculiar del personaje es el armado caleidoscópico del film, que está articulado como una especie de matrioska de flashbacks que alternan entre 2012 –cuando muere el hermano de Arturo– y el momento de plena pandemia de 2020.
Juana y su hermana
Uno se vería tentado en armar una explicación genealógica de su tara existencial, pero todo es a la vez más complejo y más simple. Algo similar (y a la vez muy distinto) ocurría con la protagonista de Juana a los 12 (película de 2014 del mismo director), una niña que, al igual que Arturo, no puede avanzar hacia una nueva etapa, pero cuyo mayor drama es su notoria incompetencia en todos los terrenos. Es malísima alumna, no presta atención en clase, no logra cuajar bien en los vínculos de amistad y tampoco tiene una gran aspiración o capacidad pronta a descubrirse. Todos los que prometen convertirse en personajes que modifique el rumbo de su vida se muestran banales e incapaces de provocar un verdadero cambio. Está todo el tiempo esperando algo, pero en un momento lo único que queda es la noción de que lo que más quiere Juana es dormir, poder apagarse ella y su mundo.
Cualquier película hubiese intentado darle a Juana una habilidad extra, un trozo interesante de un mundo propio, o una base mucho más dramática que explique su pasividad. Sin embargo Juana a los 12 termina mostrando la belleza –completamente real– de ver que a veces en el cine los trozos de carbón no albergan diamantes en bruto y que debajo del iceberg no hay nada. En Arturo, esta nada es suplantada, por el contrario, con un montón de momentos que uno estaría tentado de utilizar para explicar su parálisis vital, pero que sin embargo se ofrecen a la total transparencia de alguien que sí quiere cosas, que sufre por ellas, pero que no tiene con qué.
El gran logro de Martín Shanly es dar forma a un personaje que, pese a sus defectos, nunca es el blanco del chiste. Más que nada, las verdaderas burlas de Arturo a los 30 recaen sobre las miserias de las familias del Nordelta argentino, demasiado lejos de todo, perdidas en sus laberínticos countries. En este plano, quizás pueda verse a Shanly y a Lucía Seles como parte de una pequeña revolución de la comedia argentina. Ambos tienen buen oído para captar los modismos y bajezas de una sociedad muy poco autoconsciente de su misma ridiculez (en el caso de Seles, su fascinante tetralogía se da en un círculo de tenis), sólo que Shanly las conserva en su estado originario, aprovechando para mostrarlas en meticulosos zooms in cuasi documentales, mientras que Lucía Seles las expande hasta hacer rasgar sus costuras y llevarlas a un nuevo nivel de absurdo.
Así, lo que en Juana a los 12 parece un drama y lo que en Arturo a los 30 se vuelve comedia son dos caras de la misma moneda que tiene que ver con la clase y cómo se mira a una persona en su soledad. El personaje despreciablemente distante de la hermana de Arturo (que, a diferencia de él, se adelantó a una adultez desalmada) podría ser una versión adolescente de Juana, que a los tumbos aprendió a tratar de adaptarse a las reglas de juego, pero aún sin ofrecer nada a cambio (hay un guiño en cuanto a esto: el disfraz de Halloween de Juana a los 12 se parece al rostro mal maquillado de la hermana de Arturo luego de una pelea en una fiesta). La diferencia es que el Antoine Doinel de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), otro niño al que no le salía una, podía deambular aventureramente por París o huir hacia el mar, mientras que en una vida de countries no hay lugar hacia donde escapar o en donde perderse.
Arturo a los 30. 92 minutos. En Cinemateca.