El cringe (pronunciado crinje por unos y crinsh por los más anglófilos) se ha convertido en una de las fuerzas civilizatorias de la última década. Pasó de ser algo incómodo, que en una película o cámara oculta te hacía querer escapar de la tele para no ver qué ocurría, a tornarse una especie de sustancia adictiva que ha ido permeando varias capas tectónicas de la cultura.
Comúnmente traducible como “vergüenza ajena”, el cringe va más allá y tiene que ver generalmente con una extraña situación de poder desventajosa, de observar a alguien poner toda la energía en un mismo punto y fracasar estrepitosamente (y si no sabe que acaba de fracasar, mejor). Es decir, no es simplemente el ridículo, es algo para lo que debe haber una especie de esperanza, un entusiasmo, y a la vez algo que hace agua, como gente que se presenta a programas como La voz y no puede entender cómo el jurado no compartió la misma opinión que la directora del coro de su parroquia barrial, o gente ya demasiado adulta que quiere ser influencer en redes promocionando productos que ella misma ha comprado con el sudor de su frente.
Es necesario decirlo: hay muchas formas de ser cringe, pero siempre hay una disparidad ahí, una cosa medio soreta de otro que observa de lejos mientras se ríe socarronamente.
Varias películas e icónicas series de televisión han bebido de los turbios ríos del cringe. Es difícil identificar dónde arrancó, pero hay algo crucial a partir de Arrested Development, que empieza a sostenerse en una especie de pulseada con el espectador sobre cuánta vergüenza ajena puede soportar. De ahí en más un montón de productos se sumaron a esta ola, sobre todo explorando el formato de falso documental que se popularizó con The Office.
Lucía Seles es uno de los pocos casos en los que la frase “el secreto mejor guardado del cine argentino” calza sin riesgos de hipérbole. Su Tetralogía inconclusa odio desencadenada (también conocida como “Tetralogía del tenis”), que se exhibe desde esta semana en Cinemateca (con presentaciones de la directora el viernes y el sábado), podría aparecer sin problemas en cualquier argumento de este tipo de shows. Tenemos, como en The Office y Parks and recreation, un grupo de trabajadores de un lugar poco interesante o glamoroso (un noventero club de tenis), cada uno con sus incomodidades, sus esperanzas, sus vilezas y sus torpezas, cuyo periplo vital (encapsulado en minúsculas pero persistentes obsesiones y viacrucis tan personales como intraducibles) se entremezcla con el beneficio de la misma institución.
En esos cinco personajes se centran las cuatro películas que forman la tetralogía (Smog en tu corazón, Saturday Disorders, Weak Rangers y Terminal Young, filmadas entre 2022 y 2023). Están Ewit, dueño medio aniñado y fallidamente canchero del local, el contador -solemne, inseguro, con los ojos tristes de Buster Keaton-, la tenista -puede saltarte a la yugular si te referís a ella como profesora de tenis en vez de tenista-, Luján -una angustiada guitarrista y consumidora de podcast de guitarra clásica- y Sergio, un santiagueño de buen corazón que intenta tender puentes entre todos, aunque sea parafraseando lo que se acaba de decir.
Son personajes un tanto estrafalarios y frágiles, pero sería una total miopía asociarlos meramente a estos giros de la comedia contemporánea. En algún sentido, con sus sueños, miedos y aspiraciones, están mucho más cerca de los melodramas de Manuel Puig que de cualquier producto irónico. Uno podría simplemente reírse de ellos, pero hay un extraño dispositivo, algo que la directora de la tetralogía llama “fragments”, que cambia completamente esta relación de poder.
Es un dispositivo pocas veces visto en el cine: a las imágenes que vemos (montadas de forma salvaje, muchas veces captadas en ángulos que a cualquier otro realizador le haría llorar por una retoma) casi godardianamente se les sobreimprimen textos. Estos “fragments” parecerían ser la voz de la directora, que en realidad es también la de uno de los personajes (aparece recién en Saturday Disorders bajo el heterónimo de Selena Prat). Escritos en una especie de spanglish chileno lleno de neologismos, los fragments funcionan como si tuviésemos a Selena compartiendo la butaca o el sillón desde donde vemos la película. En algunos de ellos, mientras la película sigue su propio rumbo, puede advenir una confesión autobiográfica importante, la teorización sobre algún tema exterior a la trama o el comentario de algo que aparece en el cuadro (por ejemplo: “y miren por favor en segundos/ q atrapante esa persona/ de camper blue oscuro y bordo/ con una bottle de fanta”).
Todo esto no sólo genera una extraña polifonía, sino que también descentra el juego de poder. Al aparecer -escrita- la voz de Selena Prat, tan obsesiva y tan enamorada de cosas como los mismos personajes, ya nuestra distancia y superioridad moral de espectadores se quiebra y nos volvemos uno con ellos. Empezamos a pensar en esa nueva lengua, hasta que entramos a decir cosas como “me gusta too many”, o “es una de las personas que más respeto”.
Lo crucial de la Tetralogía del tenis, lo que la hace tan graciosa y a la vez tan moralmente justa, es la seriedad con la que sus personajes tratan y defienden todo en lo que creen. Estas barricadas mentales se disputan desde una literalidad en llamas. Así, todo en la vida de los trabajadores del complejo puede devenir en algo sagrado. Por ejemplo: los 16 CD de música clásica que conserva Luján en la cafetería, que termina por convertirse en una especie de altar. Por ejemplo: la importancia del gramaje y tamaño de las impresiones de tenistas famosas que la tenista pega en la pared de su apartamento devenido museo. O por ejemplo: la importancia que le da Sergio a que Luján haga su entrada a un círculo de patinaje con la música de Lionel Richie. Todos parecerían jugarse la vida en cada uno de estos detalles, y nosotros mismos como espectadores entramos en esa lógica, también preocupándonos dolorosamente cuando cualquiera de estos detalles no termina de cuajar.
Una de las referencias más útiles para comparar la tetralogía del tenis es, en el cine argentino, la obra de Martín Rejtman. Silvia Prieto también tenía personajes dolorosamente transparentes, cuya voluntad se movía ciegamente por algo en lo que creían, o que querían creer. La diferencia es que Silvia Priero funcionaba como un comentario radical sobre la despersonalización del naciente neoliberalismo en Argentina, en el que los personajes creían y eran hablados por los productos que consumían, mientras que la obra de Lucía Seles parece beber de costado de lo que pasó casi tres décadas después, cuando nosotros (nuestros gustos, nuestras creencias, nuestras personas que más respetamos) nos convertimos en el mismo producto a vender.
Por mucho más que esto vale la pena ver una obra tan disruptiva, fascinante y a la vez tierna.
Ciclo Tetralogía inconclusa odio desencadenada en Cinemateca. Smog en tu corazón, Saturday disorders, Weak Rangers y Terminal Young se exhiben a partir del miércoles 22 de noviembre (cinemateca.org.uy).