En noviembre, Lucía Seles estuvo en Montevideo para presentar en Cinemateca Uruguaya su Tetralogía Inconclusa Odio Desencadenada, también conocida como Tetralogía del tenis. Este perfil intenta dar cuenta del encuentro con una de las creadoras más resonantes del panorama argentino actual.
“Hoy, cuando estaba en el Buquebus y vi a toda la gente que estaba ahí, sin escribir nada, io pensé qué pedazos de infelices que son, cómo pueden estar ahí, no escribiendo. Io no puedo creer que la gente no escriba. La gente que no escribe es ante la vida como una niña ingrata”. En las mesas exteriores de Cinemateca, Lucía Seles me muestra entusiasmada los “fragments” que escribió en una libreta desde que se subió al Buquebus y llegó acá.
“A partir de estas cuatro cruces es todo hoy, desde que subí a la embarcación y el micro a Montevideo. Las 04 cruces siempre marcan cuando todo está pasado a computadora”. El dedo de Lucía se posa frente a 04 equis verdes tan pequeñas que ante el ojo descuidado podrían ser cualquier cosa.
Comparto, como dice ella, la virtud grafómana de andar todo el tiempo sacando notas en libretitas –incluso guardo un particular orgullo por lo ordenado de mi escritura, también liliputiense, bien derecha, sin auxilio de renglones– pero lo de Seles rompe todos los esquemas: el texto es microscópico, más pequeño que la caligrafía más desesperada de un trencito liceal, y si fijás la vista en las palabras pareciera como si las letras se movieran, como si se convirtieran en unas pequeñas pulgas prontas para saltarte al rostro.
Io –corrijo: yo– nunca conocí a una persona cuya obra se continuara con su propia vida de forma tan parecida a una banda de Moebius. He leído y he escuchado sobre biografías donde la vida tumultuosa del artista de algún modo sazona lo producido, hitos biográficos que quizás le dan un doble fondo a algún hecho artístico, pero en Seles la obra es apenas la textura de la vida, o la vida es una textura de la obra; no estoy seguro.
Pongámosle, esos “fragments”: todos sus films se encuentran ametrallados por textos que se superponen a las imágenes, en los que la autora parecería salir de su función calladamente demiúrgica para romper la cuarta pared y comentarnos lo que estamos viendo. Godard hacía algo parecido pero carecía de la dimensión humana, no curatorial, que tienen los “fragments” de Lucía. Así, casi como si tuviésemos prendidos los comentarios de dvd de un director en un box set de lujo, los textos de Seles se estampan en las mismas escenas y pueden alternar entre hablar de sí misma (en voz de Selena Prat, uno de sus heterónimos o álter egos), contar infidencias que exceden a la historia o incluso señalar algo que encontró bello en el cuadro: algo como la camper azul de un transeúnte fugazmente captado por la cámara, o la belleza de un galpón viejo que aparece apenas en un barrido.
Si leyeron con atención, puse “camper” en vez de “campera”, y ahí va otra cosa de estos curiosos fragmentos, algo que no tiene que ver con el contenido sino con el lenguaje, y que parecen imantar el extraño spanglish chilenizado en que habla, un corte geográfico de amarras que crea neologismos y frases que se te pegan inmediatamente como “me gusta too many”, frases simples y fascinantes del estilo de “sencillo como supermercado alemán”, o siempre, pero siempre, el agregado de un cero a cualquier unidad: “La base de todo en mi vida es ser grafómana… ser grafómana y estudiar guitarra clásica. Los videos también, pero lo más importante son esas 02 cosas”.
Lo absurdo de esa precisión epistemológica tiene todo que ver con Lucía, dentro y fuera de sus historias. En su reciente Tetralogía del tenis (filmada apenas en año y medio y convertida automáticamente en obra de culto), los cinco protagonistas que trabajan en un club deportivo tienen una relación igual de precisa con sus intereses y sus opiniones. No es lo mismo que decir que todos son igual de vehementes en sus pensares (tenemos, por ejemplo, el tenor marcial y constantemente vengativo de la tenista y un sanjuanino que parecería, por el contrario, estar todo el tiempo tratando de interceder y hacer puente entre las personas), pero sí se puede decir que todos son –quizás salvando al dueño del establecimiento– bizarramente transparentes en sus opiniones y posturas.
Nota mental 01: ¿de qué tradición cinematográfica viene toda esta sinceridad radical?
Mi primera intuición sería el hito de Hal Hartley en los 90, con todos esos personajes que son portavoces de su esquema de creencias, aun cuando estas creencias los vuelven medio robóticos –pero unos robots hermosos y cálidos, alimentados por una voluntad dramática de vivir– y se interponen en sus estrategias vitales. El evidente sucedáneo de esta línea en Argentina sería Martín Rejtman, pero en él aquello es un disfraz de algo más, de las opiniones no tamizadas de gente que –como en Silvia Prieto– es hablada por los productos que consumen.
Los personajes de Lucía Seles están en un punto intermedio, amarrados entre esta creencia poderosa y un mundo que los llena de escollos. Pero hablando sobre su cine favorito ahí aparece otro hito, uno mucho más orgánico: una de las películas favoritas de la directora es El desencanto, de Jaime Chávarri.
En aquel film los hijos y la mujer del poeta Leopoldo Panero se mostraban en cámara y exhibían todas sus excentricidades, un poco con el modismo decadente de una aristocracia exangüe, pero otro poco por saber que son filmados y es su última oportunidad de brillar. Tal como pasa en Crumb (el documental de Terry Zwigoff sobre el famoso e irreverente caricaturista estadounidense), uno pensaría que el personaje del documental está loco, pero pronto el lente se abre y vemos a un montón de familiares igual o más absurdos, una especie de locura familiar que se reproduce y regenera como una gigantesca ola que nunca rompe. Y es tal cual: Leopoldo hijo, con sus sucesivas internaciones psiquiátricas, es evidentemente el más problemático de todos, pero no es menos lúcido que Michi y Juan Luis, e incluso que Felicidad Blanc, la madre.
Todos estos personajes podrían estar en las películas de Lucía. Todos son personajes selesianos avant la lettre.
Nota mental 02: ¿pero qué es lo selesiano?
Las confiterías que intentan ser elegantes sin sucumbir exageradamente tanto a la modernidad como al fileteado porteño; las sonrisas que se petrifican al posar para una foto que demora en salir más de la cuenta; discursos y señalizaciones públicas de nobleza ante un público que no conoce al homenajeado; la cultura menemista fallida del tenis de los 90; estaciones de buses, decks y paredones; el falso bronce de trofeos en vitrinas; el calor de las fotocopias recién sacadas; señoras que se despiden con frases como “siempre te pienso”; el olor de las mercerías, figuritas y tiendas de ramos generales.
Adjunto b a Nota mental 02
Quizás la forma más clara de definir el universo selesiano se da cuando al transcribir las intervenciones de Lucía en esta entrevista me doy cuenta de que los atajos no son posibles y que no queda otra que traducir todo de forma literal, porque hay un mar de diferencia entre decir “esa confitería es muy bella” y “esa confitería me genera mucha ilusión”. Lucía Seles tiene eso: te convierte en grafómano porque te obliga a andar atrás, recogiendo cada frase o palabra que dejó tirada tras de sí como una cáscara de fruta.
Adjunto c a Nota mental 02
Le pregunto a Lucía Seles –que en el auto de vuelta por la calle San José va señalando y preguntando por confiterías, y no tan confiterías, como el bar Hispano, El Candil y El Oro del Rhin– qué hace que un “establecimiento” sea algo bello, y ella me responde: “Las cosas que me gustan tienen que combinar la modernidad de la industria, la angustia del hogar y el esplendor del galpón”.
Fotocopias y tatuajes
Lo cierto es que, como muchos grandes artistas, Lucía Seles no la tuvo fácil: “Todo esto bueno que está pasando lo tomo como venganza. Hace dos años y un poquito era jefa de seguridad de la empresa de mi amigo con el que hago los videos. Y estaba ahí, anotaba todo, tenía un sueldo de McDonalds y era una persona ya en el final de su vida. Y a mí eso no me afectaba para nada. Toda mi vida estuvo en esta dirección. Lo bueno es que siempre tuve absoluta fe, y cuando me dieron la oportunidad era tanto lo escrito que tenía acumulado que esa ceguera en mi fe es la que termina gobernando”.
Gran parte de su vida, Lucía Seles decidió trabajar en empleos extraños o mal remunerados: jefa de seguridad, repartidora de diarios, trabajos sistemáticos elegidos con el único fin de dejarle el tiempo suficiente para escribir y practicar guitarra clásica (tal como Luján, uno de sus más insignes personajes). “Yo soy ferroviaria de mí misma”, me dice y me muestra un minúsculo cronograma en el que está indicado por día la cantidad de horas que le dedicó a su obra. Ahí pueden verse, tapizando los cuadros, una sucesión de 10, 12 y 14.
Entre los trabajos de su anterior vida también ofició de bandoneonista en Dubái, donde pudo comprar su primera cámara digital con la que empezó a darle un soporte audiovisual a todo lo que escribía. La mayoría de los cineastas primerizos que he conocido siempre manejan un discurso agobiado alrededor de la dificultad de realización de su visión. Para Lucía, sin embargo, aquello ya era cine, su cine, uno que era una continuación de la escritura. Le preguntás sobre sus primeros cortos y los trata con la misma naturalidad y seriedad que su tetralogía más famosa (conformada por Smog en tu corazón, Saturday Disorders, Weak Rangers y Terminal Young, realizadas entre 2022 y 2023).
Esta capacidad de rehacerse y reformularse se continúa en su persona: si bien Lucía nació como hombre, a partir de un momento comenzó a llamarse por diversos nombres, como Rocío Fernandes, hasta llegar a Lucía Seles (en honor parcial a Monica Seles), pero esos cambios no son presentados con dramatismo, como una reconquista o como una epifanía. Ella es Lucía y vos, sin más, le creés.
Seles también tiene un tatuaje en el rostro. A diferencia de las hordas de traperos con diablitos, rayos o diversas imágenes que detentan una falsa peligrosidad, Lucía se tatuó en uno de sus cachetes una carta a su madre. “Yo soy lo más anti tatu del mundo, pero se enfermó mi mamá y no sabía qué hacer y fui a la casa de tatu y me quería hacer la cédula de ella en la cara, pero el tatuador me dice que para algo así necesitaba días, y entonces en el momento adapté una carta mía a mi mamá”. Cuando me dice esto Lucía saca del interior de su campera la fotocopia plastificada de la cédula de su madre.
El tatuaje/carta de Lucía Seles es el ejemplo más perfecto de la fusión entre público y privado: está ahí, a la vista, pero nadie puede permanecer el suficiente tiempo para achinar los ojos y descifrarla. Se ven, a una distancia normal, más como un sarpullido, los perdigones de un escopetazo olvidado.
“Prefiero que los actores queden muertos en el escenario pero que no busquen soluciones fáciles. Yo les digo: ‘No busquen soluciones fáciles porque nuestras teclas principales son Chopin y el odio’”, acota.
Es sorprendente ver cómo todos los personajes de Lucía (nunca se refiere a ellos por los nombres de los actores) son fragmentos, esquirlas de su personalidad. En lo metódico, en su fervor y su fragilidad (ni que hablar de su pasión por la guitarra) es completamente Luján, pero también cuando te explica algo que es hermoso y su voz se va apagando al darse cuenta de que no entendés qué tiene de hermoso eso que te cuenta, es totalmente el sanjuanino. Y debajo de todo esto también está la tenista: su costado vengativo, la disciplina germánica. “Todo en mi vida ha sido basado en la soledad y el aislamiento. No parás de acumular cosas, y no sabes lo doloroso que es eso cuando se interrumpe, aunque no se me interrumpe jamás. No sabes lo grande que es esa iglesia ambulante de concentración”.
Antes de despedirnos, le pregunto a Lucía Seles –que también me cuenta que cuando era chica compraba juguetes de futbolistas y jugaba partidos imaginarios de 45 minutos cada tiempo, sin saber cuál iba a ser el resultado– qué va a pasar con la tetralogía, porque en realidad puede haber una pentalogía, una heptalogía y así sucesivamente. Me responde trágica y segurísima: “Voy a seguir hasta que me muera. La culpa que siento por no haber terminado en Weak Rangers me condena a seguir hasta que me muera”.
Disfrutar de la venganza pero seguir y seguir. Detrás de Seles hay siempre una tenista que nunca suelta la raqueta y que dice “hay que tener envidia, fijeza, envidia”.