El 14 de febrero fue San Valentín, a esta altura todo el mundo lo sabe. Y si se mira Wikipedia, es una fecha notoriamente pobre en efemérides memorables, sobre todo en 1985, cuando al parecer no ocurrió nada muy digno de mención. O sí, porque resulta que ese día de ese año, aunque nadie lo recuerde, se estrenó en Pionyang la primera (y única) película norcoreana de monstruos gigantes.
Monstruos enormes, dictadores petisos
Hay una nutrida tradición de dictadores cinéfilos, en particular los bajitos. Iósif Stalin (1,68) hacía pasar a sus allegados por maratónicas sesiones de películas estadounidenses (y vodka sin límites) cada madrugada. Adolf Hitler (1,75, bastante escaso para un supuesto ario de pura cepa) tenía una sala privada y lloró viendo a Greta Garbo en La dama de las camelias (Camille, 1936, dirigida por George Cukor, 1,73). Benito Mussolini (1,68, como Stalin) veía cada noche películas en su propia sala privada de Villa Tortolina y era gran admirador de Walt Disney (1,78). Francisco Franco (1,63) entre 1946 y 1975 vio 1.979 películas en su cine privado, seleccionadas por doña Carmen (1,68), en funciones dobles a las cinco de la tarde (entre proyección y proyección se servía un té con masitas).
Pero aunque a Stalin le gustaba meter mano en algunas producciones y Franco filmaba películas caseras, ninguno de ellos llegó tan lejos como Kim Jong-il (1,60, tal vez el dictador más petiso de la historia reciente y un usuario permanente de zapatos con plataforma), déspota del medio en la dinastía norcoreana en curso, entre Kim Il-sung (1,75, como Hitler) y Kim Jong-un (1,70, algo más que Stalin y Mussolini). Ya Kim Il-sung era un reconocido cinéfilo y además, como todos sus colegas del mundo durante el siglo XX, un convencido del poder del cine como herramienta de adoctrinamiento. Su hijo no habrá heredado su estatura, pero sí su pasión por las películas y su fe en la utilidad que tenían para llevar el mensaje de la doctrina Juche a las masas (la doctrina Juche es una ideología bastante incomprensible y un poco mística ideada por Kim Il-sung como hoja de ruta para todo el delirio estatal norcoreano). Pero además Kim Jong-il tenía un sueño propio: llevar el cine de su país a los grandes festivales internacionales y a las pantallas del mundo. Y de paso, infiltrar algo de Juche en la conciencia extranjera.
Herramientas no le faltaban: en los años 40 y 50 su padre había fundado media docena de estudios dependientes de otras tantas reparticiones estatales, todos bajo la más que estricta supervisión del Partido del Trabajo de Corea, que, obvio, es el único existente en el país. Como toda cosa norcoreana, es difícil saber el estado pasado y presente del cine, pero se calcula que estos estudios producen entre 50 y 100 películas al año, mayormente documentales de propaganda, pero también abundantes películas de ficción y series televisivas. En la actualidad siguen viento en popa, aunque a diferencia de su padre y su abuelo, Kim Jong-un tiene más fe en el turismo como manera de presentar su país (y la Juche) al mundo y, de paso, generar unos bienvenidos pesitos (o más exactamente, unos wones).
Quod natura non dat, Norcorea non præstat
Pronto se le hizo evidente a Kim que algo faltaba en su adorada industria fílmica. No eran ciertamente medios técnicos ni financiación, pero sí algo más indefinible pero muy notorio: chispa, espíritu, como se le quiera llamar. Las películas norcoreanas aburrían al jucheísta más entusiasta, lo cual tampoco da para extrañarse mucho, ya que todo el cine extranjero estaba prohibidísimo para todos salvo él, incluso para los realizadores. No tenían de dónde ni cómo inspirarse, ni manera de generar sinergia alguna.
Acá falta talento, se dijo Kim. Y siendo como era un dictador pragmático y resolutivo, decidió que si el país no lo producía, había que comprarlo hecho. Lo de comprar es un eufemismo. Kim mandó efectuar un par de secuestros estratégicos.
El tema de los secuestros no era nada nuevo para el régimen norcoreano. Durante la Guerra de Corea se calcula que 100.000 personas fueron secuestradas por el régimen, aunque algunos puristas afirman que los secuestrados fueron todos los habitantes del país. A partir de 1955 y hasta el año 2000 casi 4.000 surcoreanos fueron secuestrados, en su mayoría pescadores, pero también militares, diplomáticos, científicos y gente con mala suerte. Casi todos fueron devueltos cuando las relaciones entre los vecinos se enfriaron, pero unos 500 siguen retenidos sin mayores explicaciones. Seis se escaparon.
Choi Eun-hee (1,63) era desde los años 40 una de las actrices más famosas de Corea del Sur, pero para 1978, ya pasados los 50, su carrera estaba en decadencia. Por eso cuando le ofrecieron viajar a Hong Kong para dirigir una película y dar clases de actuación no lo dudó ni un minuto. Pero al llegar, luego de una serie de eventos confusos y situaciones incomprensibles, se encontró drogada y encerrada en el camarote de un barco de carga y transportada a Corea del Norte. Kim era gran fanático suyo.
Casi tan célebre como Choi era su exmarido Shin Sang-ok (1,84, la persona más alta de toda esta historia), director y productor. Ambos se habían casado en 1954, trabajado juntos incontables veces y fundado la productora Shin Film. Se divorciaron en 1976, pero empujado por los rumores de que había tenido algo que ver con la desaparición de su ex (y supongamos que por el afecto) Shin fue a Hong Kong a ver si averiguaba algo sobre lo sucedido. Terminó, claro, drogado y encerrado en un camarote, fletado hacia los ansiosos brazos de Kim.
El dictador estaba feliz con sus chiches nuevos. Les habilitó varias mansiones de lujo para que habitaran, los tapó de regalos, les facilitó la mejor comida y bebida imaginable (extranjera) y compartió incontables pases de películas de su vasta colección privada de 15.000 títulos. Se podrá decir lo que sea de Kim (y hay montones para decir, como de toda su línea genealógica), pero no se puede negar que era un cinéfilo serio. Incluso en 1973 publicó un tratado al respecto, Yŏnghwa yesul ron, “Sobre el arte del cine” (344 páginas en su edición en inglés). La propuesta de Kim a la pareja fue clara desde el principio: quería que produjeran películas norcoreanas que revitalizaran el lánguido panorama cinematográfico local y que compitieran de igual a igual con el cine del mundo. También les sugirió que se casaran de nuevo. Choi, se ve que más lista, respondió que sí, que tal vez, que podía ser. Shin, más cabeza dura, se negó tajantemente y trató de escaparse un par de veces. Kim pasó al plan B, y Shin terminó preso en una celda diminuta con poca comida, sin abrigo y bastante maltratado. Luego de dos años de cárcel y de ser amablemente educado respecto de las bondades de la Juche, Shin se mostró más que dispuesto a reemprender su carrera fílmica, a casarse de nuevo con Choi y, básicamente, a todo lo que se le ocurriera a Kim.
Durante los siguientes años la pareja produjo, dirigió y protagonizó toda una nueva ola de films norcoreanos. En total produjeron una veintena de películas (aunque siempre figuraba Kim como productor ejecutivo) y Shin dirigió una decena, de las cuales Choi protagonizó tres.
La influencia de la pareja fue notoria. El cine norcoreano, aunque no perdió nada de su rigidez ideológica, ganó frescura, profesionalismo y vivacidad. Ahora se producían películas que valía la pena ver. Una de 1984, el musical romántico Sarang sarang nae sarang, incluyó el primer beso en pantalla en la historia del cine del país. Otra del mismo año, Doraoji annun milsa, incluye escenas rodadas en Checoslovaquia con actores occidentales, algo hasta entonces nunca visto.
Y para alegría infinita de Kim, en el exterior comenzaron a pensar lo mismo. En 1985 Sogum, protagonizada por Choi, logró que ganara el premio a Mejor Actriz en el Festival Internacional de Cine de Moscú. Casi tan emocionante, en el mismo festival la película estuvo nominada para el Premio de Oro.
Pulgasari, el insaciable
Kim quería llegar a la gente, además de ganar premios en festivales, así que en 1985 se dio otro paso insólito: el estreno de una película de kaijū, el género enormemente popular de monstruos gigantes inaugurado en Japón con Godzilla, rey de los monstruos (Gojira, 1954, dirigida por Ishirô Honda, 1,80). Para el guion se inspiraron en la surcoreana Bulgasari, de 1962, única película dirigida por Kim Myeong-je (altura desconocida, sin parentesco con la familia de dictadores). Actualmente Bulgasari se da por perdida, sin que sobrevivan copias ni imágenes, pero alguna sorpresa podría aparecer si se revisara la filmoteca de Kim Jong-il.
La cosa es así: en los tiempos de la dinastía Goryeo (918-1392) un rey malvado oprime al pueblo. Un anciano herrero que defiende a su aldea es encarcelado, y antes de morir crea una figurita curiosamente parecida a Godzilla Junior. La figurita pasa a manos de su hija, que se pincha un dedo cosiendo. La sangre cae sobre el mini Pulgasari, que cobra vida, empieza a comer metal y a crecer como loco. Estalla una rebelión y el cada vez más grandote Pulgasari combate del lado de los campesinos. Luego de varias vicisitudes, que incluyen la muerte y resurrección (con más sangre) del kaijū, los rebeldes alcanzan la victoria. Pero luego de los correspondientes festejos llega una sorprendente vuelta de tuerca: Pulgasari no es el amigo bonachón que todos creían y su apetito por el metal sigue imparable, arrasando con todo lo que tienen los campesinos. La hija del herrero decide sacrificarse para detenerlo: se esconde en una campana que el monstruo está por zamparse. Tras masticarla, a Pulgasari se le desorbitan los ojos, mandibulea, se tambalea y se deshace en piedritas.
Es complicado definir el sesgo ideológico del film. Es obvio que es profundamente afín con la doctrina Juche, si no nunca se hubiera estrenado. Pero qué representa Pulgasari en concreto no queda claro. ¿Es una metáfora del capitalismo, que primero parece aliado y salvador del pueblo, pero luego le devora todo lo que tiene? A lo mejor sí, vaya a saber. En definitiva, como metáfora se puede aplicar a infinidad de cosas, entre ellas, se ha mencionado varias veces, a los propios Kim.
La película completa puede verse en Youtube subtitulada en inglés.
Dónde fueron a parar
Luego del estreno de Pulgasari, Shin y Choi fueron invitados a un festival en Austria, primera vez que estarían fuera del Telón de Acero. Mediante una serie de maniobras dignas de su propia película lograron burlar la férrea vigilancia de Kim y pedir asilo en la embajada estadounidense. Les fue concedido, y ambos pasaron a vivir exiliados en California, porque en Corea del Sur sospechaban que el rapto no había sido tal y arriesgaban ser enjuiciados como traidores. Finalmente, y gracias a unas grabaciones que Shin había hecho de incógnito en diversas charlas con Kim, fueron absueltos y en 1999 volvieron a su país, donde vivieron apaciblemente hasta sus fallecimientos, Shin en 2006, Choi en 2018. Y siguieron casados, demostrando que como celestino Kim tenía buen ojo. Shin logró hacer en Hollywood la última película que dirigió, bajo el seudónimo de Simon Sheen. Se estrenó en 1995 (se había filmado en 1992) y fue 3 Ninjas: Knuckle Up, tercera de una serie de cuatro aventuras juveniles en la que ni siquiera aparecen ninjas.
Kim Jong-il falleció en 2011 y fue velozmente reemplazado por su hijo. Había seguido amando el cine y participando (dicen) como productor, la última vez en 2007 en Han nyeohaksaengeui ilgi (dirigida por In Hak Jang, 1,75), un drama sobre una estudiante que quiere ser científica. Fue la primera película norcoreana de este siglo en ser adquirida para distribución internacional, y en 2016 fue, misteriosamente, prohibida en su propio país, aunque no está claro si esto es verdad (es Corea del Norte, vamos).
Se puede suponer que la fuga de Shin y Choi debe de haber quebrado el corazón cinéfilo de Kim (así como, indirectamente, varias piezas óseas y continuidades vitales de los responsables de su custodia). Como se dijo, aparte de sus cuestionables métodos, el dictador fue un cinéfilo auténtico y la meta de su delirante plan era crear verdaderas películas de calidad para consumo interno y externo. Estuvo cerca de lograrlo, y la huida de sus mascotas lo dejó solo con su sueño, abandonado y sin nada interesante a lo que dedicarse salvo conducir a su pueblo.