Esta película tiene rasgos de una biopic ficticia, que fantasea (porque todavía no ocurrió) una mujer que alcanzó la posición de “más famoso director de orquesta del mundo”. La sensación de realidad se alcanza cercándola de referentes reales. Ella se supone que es una discípula de Leonard Bernstein (1918-1990), es entrevistada por Adam Gopnik (él mismo) en un evento vinculado a la revista The New Yorker, en la que nos enteramos de que desde 2013 es directora principal de la Filarmónica de Berlín —la orquesta más prestigiosa del planeta—. Ella graba sus discos para el sello Deutsche Grammophon y el sastre que vemos ajustando su traje de directora es el mismísimo Egon Brandstetter.
Esa sensación de realidad impregna una visión de la interna de la élite de la música erudita. Junto a lo artístico hay toda una compleja trama de decisiones corporativas, jerarquías, compromisos secundarios, actividad de beneficencia, los viajes constantes, la sensación curiosa de llegar a casa y encontrarse con la familia sólo durante unos pocos meses del año, las tácticas de comunicación para adornar el brillo musical con una cuidada generación de imagen y un discurso apto a suscitar la noción de una especial profundidad salpicada por anécdotas interesantes, que contrastan con los comentarios más técnicos y secos que Lydia puede intercambiar con sus colegas. La película se basa en esos elementos, pero también tiene el interés de exponerlos, de dar al espectador una idea de algo que es mucho más entreverado que lo que se ve en los conciertos o se escucha en las grabaciones. El que agarre a qué se refieren con “DG”, Goossens o la alusión a Visconti, mejor; el que no agarre, igual captará “gente del medio musical hablando de algo que ellos entienden y la mayoría de la gente no”, como parte de la construcción verosímil de ese mundo.
La verosimilitud está también en el hecho de que toda la música diegética de Tár es profílmica, es decir, fue tocada ahí, durante el rodaje. No es la Filarmónica de Berlín (quién puede pagar eso), pero son los de la Filarmónica de Dresde actuando como siendo los berlineses, y siguiendo los gestos de Cate Blanchett —quien figura como directora en los créditos y en el disco de la banda sonora—. En ese plano-secuencia formidable de más de diez minutos de la clase en la Juilliard School of Music, además de la actuación carismática de la Blanchett y la otra, perfecta, de Zethphan Smith-Gneist, de la coreografía de la cámara y la compleja puesta en escena, tenemos al octeto de la Juilliard tocando una obra de Anna Þorvaldsdóttir, dirigido por el propio Smith-Gneist, y es Cate Blanchett quien toca la piecita de Bach al piano.
Los detalles musicales o de cultura musical se entreveran con la estructura narrativa. La apreciación de la película no depende de ellos, pero se beneficia mucho. El espectador que dimensione la música de Gustav Mahler (1860-1911), que sepa de la afición de los mahlerianos por confrontar los diversos ciclos completos de grabaciones de sus sinfonías, de la valorización especial de los ciclos grabados con una misma orquesta, del papel de Bernstein en todo ese rollo, asimilará mejor la importancia, para Lydia, de completar su ciclo con la Filarmónica de Berlín. Buena parte de la historia gira alrededor de que Lydia ya grabó ocho de las nueve sinfonías de Mahler con la Filarmónica, y está por grabar la que falta, que es la Quinta. El concierto en que la va a grabar en vivo, por lo tanto, no es uno cualquiera. El asunto se establece desde el inicio, en la entrevista con Gopnik.
Quienes vean Tár en una buena sala de cine (cosa que recomiendo) podrán apreciar que la entrevista suena casi monofónica. Durante la primera hora de metraje el estéreo se va abriendo (en la mencionada clase de la Juilliard, el sonido sigue los movimientos de los personajes y la perspectiva de la cámara). Hacia la mitad de la película, Lydia Tár está chiveando en el piano con un pasaje cerca del inicio de la Quinta de Mahler (nuestro contacto musical con la pieza se resguardó para ese momento). Hace la progresión de acordes que conduce al segundo tutti (sol sostenido menor), y cuando lo va a tocar, cortamos al acorde fortísimo sonando a pleno con la orquesta, el sonido, finalmente y por primera vez, rodeando totalmente al espectador. El efecto es sensacional, y está enfatizado por la cámara, que enfoca a la directora en un contrapicado extremo, agigantada por el lente gran angular.
Cerca del final, en el clímax de la película, escuchamos por primera vez el inicio de la Quinta sonando con la orquesta, y la actuación se va a interrumpir sobre aquel mismísimo acorde, una especie de revés de su primera aparición. Esa rima formal pone de relieve el contraste entre ambos momentos (auge y caída en desgracia). Y está también el archifamoso Adagietto de la misma sinfonía: en la entrevista Lydia expresa su discrepancia con el enfoque arrastrado de Bernstein, ya que la pieza sería más bien expresión de enamoramiento, el regalo de Gustav a Alma Schindler cuando se casaron. Los ensayos del Adagietto coinciden con el brote de la pasión erótica de Lydia por Olga, la joven chelista.
Y aquí entra otra faceta de la película, la que va a dominar su progreso anecdótico. Lydia usa su poder para ayudarla en conquistas sexoamorosas. Una de esas historias termina muy mal y le depara una imparable ola canceladora, como si fuera una Plácido Domingo lesbiana.
Más allá de la cuestión predatoria sexual y su castigo, la película explora el desfasaje de Lydia con los lineamientos ideológicos que configuran el marco moral de las instituciones culturales actuales. Esa mujer cultísima no tiene la menor idea de qué sea el 8 de marzo. Mientras que el programa de acción predominante consiste en enfatizar la victimización de la mujer, ella simplemente reconoce a sus antecesoras pioneras en la dirección orquestal para declarar, satisfecha, que gracias a esos esfuerzos ella pudo hacer su carrera sin discriminación alguna. Hace poco caso del lenguaje inclusivo. Asume que una intelectual como ella debe expresar sus ideas en forma enfática y que sus alumnos tienen que aguantar sus ironías y su sorna. No vacila en usar la fuerza de su personalidad dominadora para amenazar a la nenita que hace bullying a su hija en la escuela. Cada manifestación que tiene que ver con las redes sociales parece serle hostil. Lydia Tár describe, en la entrevista inicial, cómo controla el tiempo de la ejecución musical en función de una intención clara, pero no tiene cómo controlar el tiempo histórico cultural.
Para colmo, Lydia es aporofóbica: la vecina vulgar y su madre senil más que pena le dan asco, y la vivienda ruinosa de Olga la asusta. Se siente cómoda en ese universo de compositores consagrados, viajes en primera clase, asistente personal híper eficiente (y joven y bella) y un apartamentazo con design alemán y piano Steinway de cola entera. Frente a ello resulta particularmente deprimente su regreso al hogar de la infancia en Staten Island y el nuevo puesto de trabajo en Filipinas dirigiendo músicas de videojuegos para una platea de cosplayers.
No todos los elementos encajan de forma unívoca. Esa protagonista súper blanca, occidental y aporofóbica pasó cinco años en Perú haciendo trabajo de campo etnomusicológico entre los shipibo-konibo. Su fundación se dedica a dar oportunidades a jóvenes directoras mujeres. Según la buena o mala gana con que se lo mire, es una actitud feminista o un artificio para atrapar minitas. Sin embargo, su decisión posterior de eliminar la especificación de sexo en las becas contradice ambas interpretaciones. Lydia es tremenda ególatra, pero sus actitudes hacia su olvidado antecesor Andris son generosas. Por más aversión que le provoquen las vecinas desafortunadas, cuando ve a la vieja caída en el piso se apresta a ayudarla.
Como su personaje, la película es ambivalente y se presta a discusiones. Hay quienes la ven como un ataque a la cultura de la cancelación y quienes la ven como un relato ejemplar sobre el merecido castigo de una abusadora. Lo que la película parece priorizar es la discusión, sin facilitar conclusiones prefabricadas. Los argumentos de Max sobre la supuesta misoginia de Bach son risibles, y la argumentación antidentitaria de Lydia es bastante sólida. La denuncia de esa misma argumentación se basa en un video editado en forma tal que descontextualiza pasajes de su exposición. Su manera de exponer esos argumentos, sin embargo, es soberbia, arrogante, irrespetuosa. Cuando, al buscar un local de masajes en Manila, Lydia cae inadvertidamente en un centro de prostitución infantil, una elipsis en el montaje no permite concluir si ella usó o no los servicios de alguna de las adolescentes, y si su malestar se debe al rechazo de lo que vio o al arrepentimiento por lo que quizá acaba de perpetrar.
La historia que dispara su caída en desgracia no es nada clara. Ella se rehusó a recomendar a Krista para puestos de dirección orquestal, pero lo hizo luego de tener una historia con ella y de haber terminado el vínculo, y no antes, como hubiera sido un chantaje para obtener favores sexuales. Sus recomendaciones negativas pueden verse como una retorcida forma de agresión, o meramente como la opinión responsable de alguien que oficia como consultor sobre las aptitudes profesionales de alguien que ella considera psicológicamente inestable. Si ella hubiera recomendado a la muchacha por haber tenido un vínculo sexual con ella, eso también hubiera podido caracterizarse como antiético.
También es ambiguo que la película sobre la “gran directora de orquesta”, en vez de enfatizar el triunfo femenino, justamente muestre a esa mujer homosexual incorporando atributos “patriarcales”. Si el mundo de la música clásica parece ser una de las expresiones por excelencia de cierta cultura históricamente hegemónica (europea, blanca, occidental, aristocrática, pasatista, canónica, el director führer comandando a la masa de instrumentistas), esa misma institucionalidad se muestra propicia a sacrificar a su estrella más lucrativa en nombre de la corrección política.
Pienso que es imposible reducir esta película a una posición fácil, a una cartilla, y eso es lo que la hace rica y apta a discusiones y minucias interpretativas. Hay más ambivalencias: es simultáneamente una película “sobre la música clásica” y sobre tendencias culturales actuales masificadas, cuya primera imagen (antes de los créditos) es la pantalla de un vivo de Instagram o similar, y cuya música de presentación es un cántico de una curandera indígena.
Tár. Dirigida por Todd Field. Estados Unidos, 2022. Con Cate Blanchett, Noémie Merlant, Nina Hoss. En varias salas.