Textos con problemas:
—¡Pendejo! ¿Cómo se te ocurre? Dale, venite otra vez si sos tan guapo.
—No tengo nada en tu contra, hermano. Fue una mala interpretación mía, me equivoqué.
El problema es que el diálogo no transcurre en las inmediaciones de La Boca, sino en el puerto de Yokohama en 1912.
PERO SABRÁS, VIEJO, QUE A MÍ LA GUITA NO SE ME PEGA.
El problema es que la frase no es de un porteño quejoso, sino del escritor polaco Stanislav Lem en una carta de 1969.
—La Playstation puede chuparme la pija, chabón —dijo él—. Los mandos digitales son una mierda.
El problema es que quien lo dice no es un gamer del Conurbano, sino un hacker turco en una ciudad británica, de quien poco antes se dijo que habla perfecto inglés.
Son ejemplos extraídos de publicaciones recientes de editoriales argentinas independientes de mediano porte, editoriales que, por otra parte, producen libros de altísima calidad, ediciones exquisitas de textos muy seleccionados. Y que toman la decisión de traducirlos con localismos, a veces en todo el texto, a veces sólo en los diálogos.
El tema de los localismos (que no es sólo argentino: hay ejemplos chilenos y es de suponer que de toda América) no es cosa nueva, pero en general se lo asociaba con ediciones españolas. Opuestos a una amplia y maravillosa tradición argentina de traducción neutra, los españoles se empeñaron por décadas en destruir sin piedad textos que tuvieran cualquier asomo de argot local. La novela negra en particular sufrió mucho con esta práctica, gracias a la cual cualquier libro de Chandler, Hammet, Ross McDonald, Chase, Jim Thompson, en fin, el que fuera, una vez que salía de imprenta parecía, cualquiera de ellos, estar protagonizado por Pepe Carvalho en las cercanías de La Barceloneta. Sin constreñirse al género, fue y sigue siendo particularmente feroz la embestida baguala del sello Anagrama, que desde los 70 se encarnizó con la literatura estadounidense y, sobre todo, la británica, destrozando libros e incluso obras enteras (por ejemplo, la de Irvine Welsh), volviéndolas ilegibles en medio de un tsunami de españolismos que nadie utiliza a más de 20 metros de la puerta de la embajada de España en donde sea.
El tema es que, aunque a los editores y traductores españoles les parece que sí, los localismos son intraducibles. Es cierto que hay expresiones coincidentes, a veces hasta en su polisemia, como por ejemplo el “baka” japonés, que es equivalente, incluso en su rango de significados contrapuestos, de insulto a muestra de afecto, al “boludo” rioplatense. Pero el conjunto de localismos es justamente eso, local, y está asociado casi que a nivel cuántico al ambiente donde se utiliza.
Por lo tanto, tomar un texto con localismos y traducirlo utilizando los de otra región no es adaptarlo, sino secuestrarlo. Si no se entiende el idioma original, hay que asumir que ese texto no fue escrito para uno. Por ejemplo, un lector australiano puede leer un texto con localismos de, digamos, Manchester y saber qué es lo que lee. Tal vez no entienda algunos términos, pero sí el concepto: está hablando un nativo de Manchester. Si un lector hispanohablante lee el mismo texto traducido con localismos de otro lugar, esa idea se pierde. El texto fue secuestrado, su sentido fue modificado. Los localismos catalanes, madrileños, chilenos o argentinos los usan los habitantes de esos lugares, no los de Manchester. Cuando se lee un texto traducido hay que asumir que hay capas de significado que van a perderse, o al menos diluirse. La traducción neutra preserva el espíritu de lo perdido. Mantiene la idea de que se está leyendo algo que transcurre en otra parte, pero sin traicionar la locación elegida por el autor. No se podrá reconocer específicamente dónde, pero se sabe que es otro lugar, y el lector logra mantenerse en sintonía con esa idea: mensaje y código, aunque con pérdidas, se mantienen coherentes. En cambio, si se secuestra lo escrito, el lector es rechazado hacia una Zona Fantasma incierta y desprovista de sentido.
Ahora sufrimos la moda, trágicamente campante en Argentina, del secuestro del texto. De llevarlo, a pura fuerza bruta, a transcurrir en su país o, casi siempre, peor, en Buenos Aires, porque no en toda Argentina se habla igual. Es tomar un texto con diversas capas de significado y lectura y transformarlo en otra cosa, desvirtuarlo, sacarlo de sus parámetros geográficos y sumergirlo en una locación imposible donde personas llamadas Mark, Alice, Toshiro o Stanislav dicen estar en Manchester, Cincinnati, Cracovia o la tercera luna de Tralfamadore, pero hablan de vos, se dicen uno a otro “chabón” y pagan sus compras con guita.
La atrocidad de la traducción localista no se limita a la literatura. El subtitulado y el doblaje en el cine son, desde hace tiempo, campo fértil para este tipo de crímenes contra el sentido original. Hace muchos años alguien tuvo la horrible idea de doblar la película The Incredibles (Los increíbles, 2004, dirigida por Brad Bird) al porteño. Entre varias perlas, en determinado momento se escucha el siguiente diálogo con acento 100% bonaerense entre Mr. Increíble y su esposa (Sebastián Llapur y Juana Molina):
—El robot está en el Microcentro. ¿Qué calle llega hasta allá?
—Creo que Corrientes.
—¡Siempre está cortada!
La película transcurre en una ciudad del futuro llamada Metroville. Ningún superhéroe llegó a tiempo para impedir su secuestro, mutilación y relocación sin necesidad en una Buenos Aires sin Obelisco, sin pizzerías Ugi’s y sin sentido.