Lo más complicado de entrevistar a Pedro Costa es que uno no sabe de dónde proviene su voz. A su pausado acento lisboeta (tan diferente del estilo cantarino de los brasileños que suelen visitarnos) se le suma un timbre cavernoso, cubierto de algo oscuro y residual que envuelve a sus palabras, por momentos, en un aire de ventrílocuo. Lo que predomina es el tono, esa lentitud que tiene más de severidad que de melancolía y que acompaña a unos ojos que miran hacia abajo o hacia lo lejos, a contracorriente del pelo canoso que se le derrama hacia la nuca.
La imposibilidad de localizar la fuente correcta de su voz condice con el extraño origen de las imágenes de sus films. En un punto exacto entre la ficción y el documental, la estética de las películas de Pedro Costa alterna entre lo más despojado y lo más estilizado, entre lo filmado en locación y la reconstrucción en set. Captar la realidad por medio de una reconstrucción activa, donde la composición se acentúa al punto de dar a los planos un aire de tableaux vivants, es una forma de intersección entre el realismo y el expresionismo, una de las principales discusiones que envolvieron al cine desde sus inicios. Así, con ese marcado claroscuro lleno de sombras y ocres pringosos, es uno de los realizadores actuales que tienen un estilo tan personal que, con sólo ver un frame de cualquiera de sus películas, es posible decir “es un auténtico Pedro Costa”, como si se estuviese hablando de un cuadro.
Desde sus comienzos, el cine del portugués se asentó en la intención de volver a crear, a partir de memorias, recuerdos y cartas de los personajes que ha ido conociendo, el derruido barrio Fontainhas, donde transcurren casi todos sus films.
Todo esto parece muy perspicaz en el papel, pero cuando se le pregunta por estos límites entre el artificio y el realismo, Pedro Costa responde de manera vehementemente práctica: “No tengo tiempo para estar con esos problemas y mentalidad. Para empezar, trabajo con un equipo muy reducido, somos cuatro para hacer el trabajo que normalmente se hace con 30. Por lo tanto, muchas cosas que tienen que ver con construir, buscar, hacer, o incluso limpiar, pasan por nosotros. Sólo hay tiempo para rodar. Y cuanto más mecánico sea el trabajo, mejor para nosotros. Nos aleja de tener ese tipo de pensamientos barrocos, de reflexionar demasiado sobre esas cuestiones de composición. Esas cosas aparecen con la repetición, la primera toma es muy diferente de la última, todo se forma en la variación que, en ese transcurso, va generando cambios y propuestas”.
El pulido de la perla
Esta metodología de grupos de trabajo reducidos se fue perfeccionando a lo largo de su carrera, pero guarda directa relación con sus primeras experiencias haciendo películas: “No creo que mis primeros años en el cine hayan sido traumáticos, pero sí muy malos. Estaba en primer año de la escuela de cine y un amigo me propuso trabajar en una película holandesa y yo dije que sí. Ahí empecé como asistente de producción y con el tiempo fui avanzando hasta ser asistente de dirección. Las películas que hice fueron casi todas en producción convencional, comercial. Me di cuenta de que esa organización, esa forma de trabajar, económica y jerárquica, no me gustaba, no era para mí. Lo que encontraba más traumático era esa sensación de urgencia, de velocidad. En el cine nunca hay tiempo para nada, para empezar, para trabajar seriamente con los actores... Fueron tres películas para encontrar el sistema que quería”.
Más allá del pulido del estilo y los esquemas de producción, el verdadero giro copernicano en la carrera de Costa ocurrió a partir de un viaje a Cabo Verde en el que conoció a la población que marcó el resto de su filmografía: “En ese tiempo todavía requería una especie de ayuda sobrenatural, y esa fue en mi visita a Cabo Verde. En esa estadía me había concentrado en realizar una filmación de estilo más documental, pero cuando retorné a Lisboa volví con muchos regalos y cartas de la población caboverdense que me encomendaron para repartir en un barrio en Lisboa que no conocía, donde entregué esos mensajes”.
Es en ese momento que Pedro Costa se convierte en un espiritista entre estos dos mundos en los que es difícil precisar cuáles son los vivos y cuáles son los muertos: por un lado, las historias de Cabo Verde comunicadas a la nueva generación por misivas, y por otro, la realidad de los pobladores de Fontainhas, absorbidos por una nostalgia radical que disuelve pasado y presente.
Para agregar más espectralidad al asunto, al poco tiempo de haber conocido Fontainhas, el barrio fue demolido súbitamente, y sus habitantes, reubicados en unos nuevos complejos habitacionales. Es entonces que el trabajo se vuelve doble: poder ya no recrear ese punto en común entre los que se quedaron en Cabo Verde y los que se fueron a ese barrio de Lisboa, sino construir en set y reconstruir lo que fue aquel barrio a partir de retazos de localidades. Gran parte del placer de ver el cine de Pedro Costa es percibir cómo ese barrio se va configurando, cada vez menos atado a lo material y más a lo mitológico, desde las cámaras montadas en El cuarto de Vanda (2000), pasando por la escenificación del drama de esta relocalización en Juventude em Marcha (2006), para terminar en la hiperestilización, con escenarios al borde del expresionismo caligarista, en Vitalina Varela (2019).
Todo laberinto es político
“Las películas son una especie de memoria visual fabricada. En el estudio nos dedicamos a hacer pequeñas cosas, como ventanas, puertas, pequeñísimas calles. En los comienzos, como en El cuarto de Vanda, era una realidad luminosa, natural. Era simplemente la luz que penetraba en el barrio. Fontainhas es uno de esos barrios construidos un poco en la forma de los mercados y kasbahs africanos, donde las calles son muy estrechas y el calor es muy penetrante. Hay aberturas muy pequeñas. La luz entra muy quebrada, muy reflejada por alguna otra cosa. El cuarto de Vanda era, todavía, una película en la que no había intervención. Después de que Fontainhas fue demolida se hizo necesario recrear esos lugares a partir de algunas memorias luminosas de la experiencia en ese barrio. Utilizamos muy poca luz artificial. Es una manera también de que tus propios personajes sean los propios reflectores de luz, que sean más luminosos que el mismo escenario. Es algo que va más allá de lo estético”.
Basta volver a un plano al azar de Vitalina Varela para confirmar esto que dice Costa. Apenas hay que ver el rostro de Vitalina, cómo la luz de una minúscula ventana rebota en la piel morena y sudada de su rostro, y comprobamos esa virtud reflectora.
La dimensión laberíntica y abroquelada de ese barrio tiene un rol tan estético como político: “Las primeras veces que fui a Fontainhas me dicen: ‘Vas a entrar al barrio, pero por dentro de las casas. Siempre vas a ir por el interior, de una casa a otra. Nunca pases por una calle’. Esto era una especie de protección ante todas las amenazas que el pueblo sentía, de la Policía, de la fiscalización y de otras cosas más. Es una organización arquitectónica que cuenta mucho de esta forma de ver el mundo. Son inmigrantes, son refugiados, durante gran parte de su vida tienen temor, miedo. Pero más que aterradora, es muy burocrática la vida de esta gente. Papeles, realidades, pasaportes, actualizaciones, permisos. Por lo tanto, cuando se organizan como comunidad, se organizan para protegerse entre ellos, para alejarse de estos sistemas”.
La composición urbanística condice con algo específico de la forma en que Pedro Costa narra: todo parece entremezclado; lo público, lo colectivo y lo privado se funden. “Es una especialidad de esos barrios africanos. La vida rural de muchos pueblos tiene esa dualidad entre lo privado, lo secreto y lo público. En El cuarto de Vanda, por ejemplo, es muy evidente que ese cuarto es un espacio más cerrado y, a la vez, más público, que comunica a calles secretas. Las habitaciones son como corredores, pistas donde siempre se está circulando. Ahí, ese cuarto se convierte en una especie de foro romano. Ventanas sobre ventanas, puertas que se abren sobre otras puertas, escaleras que dan a la nada”.
Esta dimensión escheriana alcanza incluso a sus personajes, una suerte de indiferenciación en la que, por ejemplo, en películas como Ossos (1997), todos son engañosamente parecidos en lo físico. “Para mí la fisonomía es más que un sexo. En Ossos parece difícil diferenciar hombres de mujeres, chicos de chicas, quién es su padre, quién es su madre. Era algo interesante para esta especie de danza desde el principio de la película, donde hay un complot entre las mujeres contra este chico, y vos no sabés quién era el padre, quién era la madre, quién es de sangre y quién no. Existe mucho de eso en estas comunidades, algo de la consanguinidad, de sordidez. Eran comunidades muy unidas, quizás demasiado. Los grados de solidaridad extrema ya no existen por una razón muy concreta, que es que fueron realojados. Un barrio de bloques sociales, puertas con claves, la vida moderna...”.
Cuando dice “la vida moderna”, se percibe en la caída del tono una especie de resignación inoculada. Sin embargo, sus films nunca son meramente aleccionadores, sino que trabajan sobre las promesas del progreso desde una escala de grises peculiar, como en el caso de Juventude em marcha, donde los nuevos edificios parecen más pulcros y habitables que los rancheríos minúsculos en los que habitaban sus personajes, pero a su vez están rodeados de algo tan estéril como devastador.
Filmar a la muerte haciendo su trabajo
Ya cerrando la entrevista le pregunto por el Cabo Verde actual, y la sensación de despojo parece idéntica a la de Fontainhas: “Ya no queda nada. Ahora está destruido. Sólo surf, hoteles y tráfico de drogas. Sólo un lugar turístico. Es una de las cosas que avanzan en este mundo, el progreso...”.
Antes de despedirnos quiero saber si, más allá de esta sensación de fin de los tiempos, cree que haya algo en la recreación de Fontainhas a partir de recuerdos, cartas y cuentos que haya ayudado a sus antiguos pobladores. “Creo que sí”, dice. “La memoria de los caboverdianos, de todos los que trabajan conmigo, es nuestra materia. El peligro es que esta memoria se pierda con ellos. El cine es una cosa visual, entonces tornar una memoria en algo visual es la razón por la que tenemos que recrear. En el fondo, para mí el cine es muy realista, la cámara siempre enfrenta algo; algo que, por otro lado, siempre es misterioso, un fantasma. Gran parte de la gente que filmé en mis films ya está muerta, pero hay muchos muertos en el cine. De todas las películas que existen, son muchos más los muertos que los vivos. La foto es una materia diferente, porque la foto mata inmediatamente, pero el cine guarda la vida matando. Cuando tomás conciencia de que la muerte está por ahí, que muchos ya partieron, es impresionante”.