Al menor de la familia lo llamaron Pablo y, al igual que casi todos los hermanos Podestá, nació y vivió sus primeros años en Montevideo. Aquí los mayores idearon una vida de viajes, aventuras y espectáculo que comenzaría en una carpa en Andes y Mini, a la vuelta de Durazno y Convención. El caudillo del proyecto fue el cuarto de nueve hermanos: José Podestá, quien tendría un destino destacadísimo en la historia del teatro de esta región. Pablo era apenas un niño que los seguía.
La primera imagen que se conoce lo muestra a los seis años, calzando botitas de acróbata y con una malla que, aunque la fotografía en blanco y negro no permite asegurarlo, se adivina de colorido contrastante. El pequeño Pablo está flanqueado a uno y otro lado por dos de sus hermanos mayores, Juan y José, de recortados bigotes y con mallas a juego con la del pequeño. La fotografía es de 1882, cuando los hermanos Podestá se arriesgaron en su primera expedición a la conquista del público de Buenos Aires. Los recuerdos de José Podestá, plasmados en su libro Medio siglo de farándula, aseguran que los espectáculos en Montevideo y Canelones les proporcionaron poco sustento y mucho deseo de continuar viajando.
La segunda noticia del joven Pablo nos llega a través de los estudios de Raúl Castagnino sobre el circo criollo: ya con 15 años, era acróbata sobre caballos, atravesaba peligrosos aros de cuchillos vestido de payaso, y hasta sufría fracturas de brazo, piernas y cadera al caer de un trapecio en plena función. El propio Pablo recuerda que mientras lo llevaban en camilla, el doctor que lo atendía puso un billete de 100 pesos en su mano, no sabemos si como compensación o despedida. El asunto es que el hermano menor de los Podestá no murió en esa ocasión. Aún tenía mucho por hacer en los escenarios.
En los cinco años que hacen de puente entre el siglo XIX y el XX, la familia Podestá se fue acercando a Buenos Aires y hacia el teatro culto, a la vez que se alejaba de las provincias y del circo. Los Podestá querían ahora conquistar las comodidades de la capital, sus salas y su público. En esa época de transiciones también se produce la diáspora de la familia. En 1901, Jerónimo y sus hijos se separan del clan mayor y salen en busca de su camino y su propia sala. Pablo todavía se queda junto al grueso de la familia, pero no será por mucho tiempo.
En 1905 tiene lugar un encuentro importantísimo para el teatro rioplatense. Florencio Sánchez decide abandonar la compañía de Jerónimo Podestá, que había puesto en escena con sorpresivo éxito M’hijo el dotor, y lleva su nueva obra, Barranca abajo, a la compañía de José. Las razones de este movimiento las sospecha el propio José Podestá: “Pensó seguramente en los artistas que formaban mi compañía y calcó sobre algunos de ellos la psicología de sus personajes. Así se concibe en Barranca abajo a don Zoilo en Pablo Podestá...”. Las crónicas que describen el tipo de actuación de Pablo reiteran la inigualable energía, la potencia de la voz, y su capacidad para sostener un silencio cargado de sentido. Ernesto Morales, en su historia del teatro argentino, lo describe así: “Pablo Podestá es, como Florencio Sánchez, un instinto, una fuerza teatral. Su físico, su voz, su gesto son másculos, así lo presentan. Ruge y el espectador se estremece. Se posesiona de su papel, deja semiasfixiado a algún actor, y el público brama de entusiasmo”. Todo eso es más que potencia: es instinto para alcanzar una identificación con el personaje y la situación escénica. Hoy en día, después de Stanislavski y todos sus continuadores, no es extraña esa capacidad en un actor: de hecho, bajo algunos paradigmas esa es la función de un actor. Pero en 1905 todavía no existía el realismo actoral; recién al año siguiente Stanislavski comenzaría a desarrollar su sistema. Lo que hacen juntos Florencio Sánchez y Pablo Podestá en Barranca abajo es anticipar muy intuitivamente lo que vendría más adelante desde Europa, y esa singularidad de Podestá para encarnar el personaje era toda intuición.
El estreno de Barranca abajo fue un éxito y tuvo lugar el 26 de abril de 1905 en el teatro Apolo de Buenos Aires. Casualmente, esa misma fecha, pero de 1923, será el día en que a Pablo Podestá se le termine el mundo en un hospital psiquiátrico del barrio de Flores. Quien mejor conoció y pudo describir su ocaso fue Enrique García Velloso, amigo y secuaz en muchas empresas teatrales. Dice que Pablo Podestá perdió la razón en julio de 1919. Está claro que es difícil fechar algo así, como si la razón fuera un objeto que se pierde, pero también está claro que en ese momento la locura era inocultable. Una mañana García Velloso estaba durmiendo en su cama y de alguna manera Pablo Podestá irrumpió en el dormitorio arrojando billetes de 100 pesos y gritando que todo estaba listo, que estaban cerca de un triunfo fenomenal. Luego de eso, y antes de que el otro pudiera reaccionar, salió corriendo hacia la calle y se fue en un auto. Dos días más tarde García Velloso recibió la llamada del sanatorio de Flores notificando su internación.
Pablo, que siempre fue muy poco imaginativo en la charla, más bien volcado hacia la introversión, ahora explotaba en locuacidad, expresividad e inventiva, su léxico habitual se había enriquecido. Entre muchos delirios, aseguraba haber comprado los 30 teatros de Buenos Aires y proyectaba comprar los cuatro de la ciudad de Rosario. Ya había enviado telegramas a Montevideo para adquirir el teatro Solís. También planeaba la construcción de un hospital que ocuparía 16 manzanas y atendería como a reyes a los pobres artistas.