Junto a Hayao Miyazaki y Mamoru Hosoda, Makoto Shinkai es uno de los realizadores de animés que mejor hicieron el crossover más allá del público específico de ese género de animación, hincando un pie incluso en el circuito del cine de arte. De las diez películas japonesas de todos los tiempos con la mayor recaudación mundial (al menos en dólares no corregidos por la inflación), todas ellas animés, tres son de Miyazaki y tres son de Shinkai, y estas ya incluyen a Suzume, que está en cuarto puesto y puede llegar aún más alto porque su carrera internacional recién empieza. En forma concomitante con ese desempeño de taquilla, el estreno internacional de Suzume se dio en el súper prestigioso Festival de Berlín, y en Uruguay, aparte de integrar la reciente apuesta de la cadena Movie al nicho del animé, se está exhibiendo también en Cinemateca.
En términos plásticos, los animés son muy bellos de mirar. Están, por un lado, sus rasgos de estilo, que probablemente se preservan por el apego a una tradición, y no por los motivos técnico-económicos que les dieron origen: la animación predominantemente dibujada, en la que la computadora funciona nomás como un accesorio; los movimientos poco fluidos de los personajes; la tridimensionalidad de los cuerpos representada sólo por dos matices de luz —piel iluminada, piel sombreada—, aparte de los ojos grandotes que casi definen el género. Pero luego están los fondos, los ambientes, que suelen ser de una riqueza extraordinaria. Es una experiencia totalmente distinta de la del visual también deslumbrante de las Avatar, ya que en los animés se acrecienta otra dimensión estética, en el sentido de que la profusión de detallecitos que ocupan la imagen —un pájaro volando, una grieta en el asfalto, la pintura desteñida de una puerta, el reflejo del sol en el mar, los objetos escenográficos que describen cada ambiente con una meticulosidad asombrosa— son claramente artificiales, no parecen “la cosa misma” como en las películas de James Cameron, y uno contrasta la precisión del retrato con la evidencia de la artesanía que les dio origen.
Más allá de que esos aspectos son más o menos generales en cualquier animé, el visual de Shinkai es particularmente bello y preciosista. Es como que uno podría ver la película hablada en japonés y sin los subtítulos, sin entender nada de la historia, y aun así pasaría un precioso par de horas disfrutando paisajes, decorados, trenes, nubes, el brillo del sol en el cuerpo de una gaviota, aspectos de distintos lugares de Japón. El plano ese, cerca del inicio, con Suzume deslizándose con su bicicleta hacia abajo en una pendiente, y la “cámara” virtual que la sigue descubriendo gradualmente la bahía soleada allá abajo, debe contar entre los segundos visualmente más bonitos del cine de este decenio.
El estilo de Shinkai pone un énfasis especial en reproducir en los dibujos ciertas características fotográficas: cambios de lente (corte a una imagen con teleobjetivo cuando Suzume se cruza con Sota por primera vez), cambios graduales de foco (cuando los liceales observan la oscilación de la lámpara, sintomática de un temblor de tierra), y muy especialmente su énfasis en los ángulos bajos. También es notable la manera en que su historia, y por ende su mundo visual, incorpora con naturalidad las tecnologías modernas: las imágenes dibujadas incluyen muchas pantallas de celulares, monitores de computadora de auto, y esos elementos son parte inherente a la historia, integrados a la fantasía.
La película es de una densidad conceptual y metafórica fuera de lo común. Suzume es una huérfana de 16 años, criada por su tía. Se enamora de Sota, un joven que recorre el país empeñado en cerrar portales hacia otra dimensión por los que suele emerger una fuerza peligrosa, que tiene la forma de un gusano pero que sólo pocas personas tienen la capacidad de ver. Lo que hace esa fuerza es desatar catástrofes naturales. Suzume comete el error de tocar el pequeño ídolo que, sin que ella lo supiera, era el guardián de uno de esos portales. El ídolo se convierte en un gato llamado Daijin y se escapa dejando desprotegidos los portales, lo que implica la inminencia de un desastre mayúsculo.
Por un lado, el gusano se puede integrar a la tradición japonesa de representar en la forma de gigantes zoomorfos los grandes peligros naturales —terremotos, tsunamis— y artificiales —energía nuclear— que acechan el archipiélago (piénsese en el siluro Namazu, en el celacanto de la serie National Kid, en los kaiju). Para tratar de impedir el desastre, Suzume y Sota tienen que recorrer distintas localidades de Japón, lo que da a la película la estructura de una road movie. Suzume y Sota se conocen en el pueblito costero de Kyushu donde ella reside, luego se van a ciudades cada vez más grandes y más al norte, culminando en Tokio, donde reside él. Ese panorama contribuye a activar el sentido nacional del trauma que subyace a la historia. El hecho de que el pueblo del inicio quede en la prefectura de Miyazaki puede verse como un homenaje al colega mayor de Shinkai que lleva ese apellido y fue su principal influencia. Los portales siempre se encuentran en sitios abandonados: al parecer, estos son un aspecto cada vez más común en Japón, ruinas de la historia reciente, derivados de las calamidades naturales y también del veloz decrecimiento y envejecimiento de la población (hay allí 850.000 personas menos ahora que las que había en 2015). De paso, esos sitios configuran unas escenografías fascinantes, que se prestan a jugar con las características visuales del descuido —oxidación, grietas, musgo, roturas— y están impregnados de sentido (los recuerdos de tiempos pasados, la contradicción poética entre el entretenimiento supuesto en el parque de diversiones o el futuro implicado en una escuela, y su condición de ruina).
El mundo fantasioso de la película está lleno de kami, que tienen el atractivo especial del aspecto humorístico que muchas veces reviste el misticismo japonés. Daijin es un personaje increíble, en su combinación de poder e inocencia, compromiso e indiferencia, desapego y amor, misión trascendente y disposición al juego. Su compañero grandote Sadaijin ejerce una ambivalente influencia sobre la tía Tamaki, que la lleva a dejar de lado por un breve momento su habitual abnegación, para descargar todo lo que sacrificó para criar a Suzume. Y está el toque maravilloso de que, afectado por un hechizo de Daijin, Sota se encarna en la sillita infantil de Suzume. Buena parte de la historia consiste en Suzume y Sota buscando a Daijin para intentar revertir el hechizo. Eso implica que el galán de la película, durante la mayor parte del metraje, tiene la apariencia de una sillita amarilla, a la que además le falta una de las patas, lo que la lleva a caminar en forma cómicamente enclenque. Esa sillita ya tenía un enorme valor afectivo para Suzume, ya que fue hecha por su madre especialmente para ella, y ella recuerda cuando fue hecha, es uno de sus preciados recuerdos de infancia. Y resulta que ahora la sillita es la encarnación del joven que ella está empezando a amar. Es decir, como tantas cosas en la película, la sillita termina simbolizando en forma simultánea y contradictoria la infancia y el crecimiento.
En el viaje de Suzume por Japón ella conoce a mucha gente con la que vive distintos episodios. Esos encuentros no tienen especiales consecuencias en la historia, lo cual es típico de la estructura anecdótica laxa de las road movies. En todo caso, tienen el valor intrínseco de ponernos en contacto con personas comunes que, bien observadas, resultan tener características personales interesantes, son queribles y generan vínculos. Sin embargo, hacia el final, cuando hay una referencia a las muchas personas que querrán a Suzume en el correr de su vida, resulta que esos encuentros aparentemente improcedentes funcionaron como fundamento e ilustración de la potencialidad permanente del mundo para tender lazos gratificantes, compensación, si la hay, para un mundo tan plagado de penas y calamidades.
El portal por el que se escapa el monstruo catastrófico es el mismo por el cual Suzume vislumbra el más allá que incluye su propio pasado. La trama incluye un bucle temporal, que va a contribuir a multiplicar los sentidos potenciales del propio personaje: en ella conviven una tendencia centrífuga y una centrípeta. Por el lado centrífugo, Suzume puede verse como metáfora del propio Japón. Se sobreentiende que su madre murió en el tsunami de 2011, y lo que parecía una mera imagen fantasiosa de pesadilla al inicio de la película, con su paisaje desolado y un yate surreal posado en el techo de una casa, resulta que era un retrato bastante realista de aspectos de aquella catástrofe. Como la nación, ella existe “codo a codo con la muerte”, carga los traumas por las muchas pérdidas y pelea por reducir los daños, protegerse y reconstruir. Su juventud, bondad, amor y vitalidad implican una esperanza y un futuro. (Aun antes de que Suzume conozca a Sota y sus portales, la cinematografía ya está enfatizando cada vez que ella agarra una llave y la mete en una cerradura, aspecto explicitado en el título original, Suzume, cerradora de puertas.) Por otro lado, todo ese aspecto nacional puede verse como una proyección de aspectos personales de alguien que es una sobreviviente de un desastre, víctima indirecta (por haber quedado huérfana), pero que tiene que expulsar sus pesadillas, compartimentar sus traumas (cerrando puertas), seguir la vida y disfrutar lo mucho que hay para disfrutar. En este sentido, es significativa la forma fálica del amenazante gusano rojizo, que entra a la vida de esa adolescente en el momento mismo en que se ve atraída por el joven Sota. Suzume es también un tributo a la persona común del Japón, la pequeña lucha individual que resulta en las muchas maravillas de esfuerzo colectivo que la película ilustra en sus imágenes, porque, como dice la frase más bella del guion, “los trabajos más importantes son invisibles”.
Suzume (Suzume no tojimari). Dirigida por Makoto Shinkai. Animación. Japón, 2022. Cinemateca, Movie Montevideo y Life Cinema Tres Cruces.