John Wick no necesitó más que una película para convertirse en el último paradigma irrefutable del cine de acción, un género que siempre funcionó a partir de sus tensiones entre realismo y estetización. A fines de los ochenta, el héroe hercúleo e imbatible que encarnaba Schwarzenegger había dado paso a protagonistas más chabacanos y humanos, construidos a partir del molde de John McClane en Duro de matar (1988). Fue dentro de ese paradigma más realista que el desembarco del chino John Woo en Hollywood comenzó a torcer las convenciones del género quitándole peso a los intentos de plausibilidad y haciendo que los combates fueran, cada vez más, coreografías puras. El cine asiático, ya acostumbrado a películas de ninjas y samurais, no necesitaba excusas para mostrar a hombres que podían saltar y hacer equilibrio sobre la misma katana que buscaba penetrar su carne, pero Hollywood, a falta de la excusa mitológica oriental, necesitaba un contexto de ciencia ficción que pudiera justificar tales proezas. Es así que aparece The Matrix, la película que cambió el género refundando el uso del ralenti: si antes tenía una función dramática y narrativa, ahora se convertía en textura y escenario de la acción. Keanu Reeves esquivaba balas y se lanzaba de un edificio a otro en un mundo que se suspendía en una especie de gelatina.
Fueron varios años de este uso y abuso del recurso hasta que, con la saga de Jason Bourne, el cine pegó un giro hacia el lado opuesto. Ahora se trataba de extirpar de las escenas todo lo irreal posible pero, para no perder efecto, en vez de mantener los planos se los cortaba frenéticamente, potenciando –con un uso hiperquinético de cámara en mano– la velocidad en y entre los planos.
Fue recién cuando este recurso entraba a llenarse de excesos que apareció John Wick, con esa belleza que radica en la mezcla de opuestos entre planos sostenidos y la sequedad de tres disparos cortos en la frente. Agarra parte de la sobriedad de las ejecuciones del último Scorsese, le agrega un contenido pragmático de krav magá israelí, la procesa a través de la inclinación de Liam Neeson a usar llaves quiebrabrazos y la funde con un virtuosismo coreográfico digno del kung fu. Y es que, tal como se ha señalado en otros lugares, el verdadero arte marcial de John Wick es el “gun-fu”, una extraña forma de sobreestetizar los movimientos con armas de fuego en la que la recarga (algo que generalmente brilla por su ausencia en cines obsesionados con los disparos) es parte integral del erotismo ASMR. Keanu Reeves encarna así al asesino que conjugó los elementos más extremos y fantasiosos de la acción con lo libidinal de su verosimilitud.
Lo hermoso de John Wick radica en la autoconciencia de su propuesta estética, en la que cada capítulo parte de una premisa pero da un timonazo diferente. La primera era una tragedia: el círculo completo de la naturaleza negada volviendo a hacerse carne en la forma de venganza; la segunda se actualizaba como una versión cómica o farsesca de esta tragedia (la presentación del microcosmos de los asesinos a sueldo como una hiperorganización llena de bizantinismos); la tercera llevaba esta autoconciencia a otro nivel, haciendo que toda la película perdiera ya su amarre narrativo y se articulara casi exclusivamente alrededor de lo coreográfico. Esta cuarta edición (la última de la saga) tiene la inesperada habilidad de conjugar esas tres anteriores funciones: un producto posmoderno e hiperestilizado que se permite reír de sí mismo sin negar su costado trágico y totalizador.
John Wick debe un montón al cine asiático de las últimas décadas, que al incorporar el “avance pero con daño” tiene como mito fundante el plano secuencia del protagonista de Oldboy avanzando de forma lateral por un corredor mientras recibe palazos, golpes y puñaladas. Sin embargo, sus capas tectónicas exceden lo coreano y presentan un manejo de la espacialidad traído de la indonesia The Raid y la tailandesa Thai Dragon. En este plano espacial se encuentra la principal belleza de John Wick: a algunos les puede parecer que sus múltiples y constantes asesinatos terminan por volverse repetitivos, pero hay algo en esa repetición que acaba por mostrar las reglas internas del espacio que se introduce. A su vez, cada uno de estos escenarios tiene que ver con la mitografía (o clichés) de los lugares que se recorren. Por ejemplo, en París, una batalla en la rotonda atestada del Arco del Triunfo oficia como carrusel frenético en el que hay que contemplar los ataques en 360 grados con los automóviles como agresores y escudos. De la misma manera, toda la empinada escalera que lleva a la “pantalla final” de Sacre Coeur se articula en una dimensión vertical, en la que ascensos y caídas adquieren una cualidad sisífica. Al mismo tiempo, otra escena está captada en plano exclusivamente cenital, mientras que en otra tenemos a Donnie Y, el ciego más cool que haya existido en el cine, que mata a todo lo que se le interponga usando detectores de movimiento y una técnica híbrida entre el estilo desgarbado del drunken monkey y la elegancia intuitiva zatoichi.
Todo el arco, con sus excesos y ridiculeces, termina de cerrar –pero sobre todo, parece condensar– no sólo los leit motifs de la saga, sino casi todo lo que ha sido coreográficamente el cine de acción de los últimos 20 años. Y, sobre todo, es la serie que definió un nuevo tipo de cool, la que de golpe hizo a los pibes de pilchas Nike repensar la belleza de usar un saco negro con camisa negra y corbata negra. En tiempos en que el discurso político llevó a reducir el universo masculino a una serie de clichés condenatorios, la autoconciencia cool e hiperestética de la violencia en John Wick es un producto cultural fascinante. Algo así como descubrir y pulir la piedra filosofal de “todo lo que quieren los guachos”.
John Wick 4. Dirigida por Chad Stahelski. Estados Unidos, 2023. Con Keanu Reeves y Donnie Yen. En varias salas.