Los que nacimos y nos criamos en dictadura, los que fuimos niños durante ese período de la historia del país, sufrimos de distintas formas, y en distintos grados, la violencia del régimen.

Los más afortunados fuimos esa masa indistinta de niños a los que, en apariencia, no nos pasó nada. Y en cierta forma eso fue así, porque, en comparación con otros niños que sufrieron el terrorismo de Estado de manera directa, lo nuestro no fue nada. Pero ¿nada?, ¿nada de nada?

A todos nos tocó vivir aquel mundo escolar, rígido y absurdo; tu pelo, el cuello, un borde, otro borde, recogido, alto, al ras, prolijo, derecho, silencio, silencio. Esas y otras órdenes, también. Las tácitas órdenes de no preguntar, no cuestionar, no mostrar interés, no expresarse, no ser –en definitiva– uno mismo.

Siempre eso, siempre allí, rondándonos, sobrevolando la zona, ese insidioso deseo militar, esa fatídica costumbre, la de negar la vida.

Más tarde supimos que no todos en la escuela adherían a la “propuesta pedagógica” del régimen. Más tarde entendimos y supimos que existían, también, inteligentes y sensibles maestras –e inteligentes y sensibles maestros– que soportaban y resistían como podían.

Al patio de nuestra escuela –un ejemplo, uno cualquiera, uno entre muchos– vino un día el cónsul de un país vecino, un país que tenía su respectiva, su adecuada dictadura militar, también ellos, también allá. Y hubo que hacerle los honores, el acto solemne, monótono, repetido. Las ofrendas florales dadas en completa ignorancia por dos niños de túnicas blancas –blancas como las palomas del cielo de la patria–, entregadas al representante de uno de los regímenes dictatoriales más largos de América Latina. Y nosotros, sin saberlo, sin comprenderlo siquiera, en esa edad, todavía, en la que el ochenta por ciento de las palabras del mundo son apenas sonidos.

Sin embargo, no era difícil imaginar algo, un poco más cuanto más crecías. Imaginar, por ejemplo, que algo extraño y doloroso estaba ocurriendo. Tus primos, por ejemplo. O el padre de tus primos. La pareja amiga de la familia, el pariente de alguien, un vecino o una persona conocida. Gente que no estaba, gente presa en alguna parte, gente que se había ido. Mientras las cartas llegaban, seguían llegando –sin regularidad– desde la cárcel o desde el exilio. La foto familiar camuflada, robada al tiempo, robada al enemigo.

Del otro lado, el desfile militar, ruidoso y recurrente, avanzando despacio por la avenida. El neurótico desfile con su previsible mensaje, la muerte, nada, el fin de la esperanza, el reverso de toda solidaridad, de cualquier cosa creativa, viva, nada, los militares y su nada terrible, ofreciendo eso, nada, nada, nada.

Y era el tiempo, también. El vulgar tiempo pasando día tras día. La vida de los adultos puertas adentro, la vida ejercitándose en pequeñas reuniones, en largas, en melancólicas sobremesas, la vida expresándose allí, sublimándose en canciones.

Los que fuimos niños en esa época y en apariencia no nos pasó nada vivimos entre ellos sin saberlo, sin saberlo de verdad, presintiendo cosas, es cierto, escuchándolas, viéndolas, sufriéndolas, ignorándolas por completo, nada, nada, nada, acá no pasa nada; una vieja, dos viejas, treinta y tres viejas.

Y nuestra imaginación, pequeña, nutriéndose con cualquier cosa, en la esquina, en el barrio, el insulto velado, la palabra callada, el fin de todo comentario, el miedo como un resabio, un estado mental, familiar, imposible, una perfecta imposibilidad.

Nosotros, los que nacimos al pie de ese monumento, los que soportamos que las maestras nos llevaran a verlo, los que soportamos esa imagen, así, en horario escolar, así, rodeados por los otros, es decir, en esa soledad, éramos esa generación, lo fuimos, pudimos serlo, se planeó que lo fuésemos –nos negamos a serlo–, la generación condenada a los días posteriores, al ominoso absurdo de los días posteriores.