Mucho antes de que el cine uruguayo adquiriera una cantidad de títulos y reconocimiento internacional suficientes para que la crítica empezara a definirlo y teorizarlo, entre los espectadores los diversos estilos actorales ya se habían convertido en el centro de los temas de discusión.
No es casualidad que las polémicas tempranas se dieran en este terreno: las reacciones primarias a las películas suelen circular alrededor de la identificación emocional hacia los personajes, y lo que más inmediatamente salta a la vista, antes que la escritura, la edición, la fotografía, la iluminación o el sonido (para lo que en general se requiere una mayor inmersión en el lenguaje cinematográfico), suele ser la actuación. Muchos de estos aspectos vinculados a la identificación tienen una compleja relación con algo especular, con la idea de arte que imita a la realidad, de captarnos “tal y como somos”. Es un tema espinoso y que históricamente ha circulado alrededor del mal llamado “naturalismo”.
Sin embargo, cuando vamos al caso más concreto de por qué a la gente en los 90 y comienzos de los 2000 no les gustaba el estilo actoral uruguayo, hay conexiones con otra gran discusión del cine, que es la de su especificidad artística. La necesidad de distinguirse del teatro es un problema que no sólo marcó a fuego los inicios del cine, sino el despegue de cualquier cinematografía nacional. Esto era palpable en la crítica al cinéma de qualité –densamente literario y teatral– del cine francés pre nouvelle vague, y en todo lo que se ha escrito sobre la influencia del kabuki en el cine japonés.
El cine uruguayo no fue la excepción. En sus comienzos había muchos actores trasplantados de las tablas al set y se podían percibir en ciertos dejos declamatorios y algunos aspavientos innecesarios; en definitiva, eso que la gente criticaba por “sobreactuación”. Desde entonces se fueron haciendo diversos ensayos, no muy fructíferos en su mayoría. Primero en Argentina y no mucho tiempo después en Uruguay, se encontró una alternativa que trabajaba la completa desteatralización como una forma de llegar a una expresión aún más realista (como en Pizza, birra, faso, de Adrián Caetano, 1998) o al borde de lo experimental (el cine de Martín Rejtman). Esta opción resultó ideal para suplir la carencia de actores formados en cine, para comenzar a traer a no actores o hacer que los mismos actores de teatro se sometieran a otro tipo de reglas que los mantuvieran más constreñidos.
Es importante señalar que la supuesta búsqueda de lo verosímil en la actuación es un camino mucho más esquivo de lo que aparenta. Lo que muchos consideran “naturalista” parte de la mímesis de un modelo “clásico” de actuación y de películas, pero esto es sólo un modelo y una economía de lenguaje cinematográfico, no la realidad en sí misma. Los espectadores más orientados a lo popular anhelan este estilo porque se adapta a lo que están acostumbrados a ver, aun cuando, por ejemplo, no haya en la cotidianidad muchas personas de lengua tan suelta y afilada como los personajes de Aaron Sorkin. Por el contrario, cuando se encuentran frente a películas como La demora, de Rodrigo Plá (2012), que tiene una gran actuación de Roxana Blanco, la consideran subactuada. ¿La actuación llena de silencios y detalles minimalistas del rostro de Blanco es más realista que la de una comedia promedio? No hay un verosimilmetro, pero la respuesta se debe encontrar en estos “modelos” de cine y no en la realidad.
Una de las tareas pendientes que tenía el cine uruguayo era avanzar en este terreno de la actuación clásica o popular. Para ello era necesario encontrar un rango bien equilibrado entre el histrionismo y la contención, pero sobre todo asociado a la transparencia del guion y sus esquemas. Por supuesto, pensar todo esto exclusivamente en términos de actuación y no su interacción con guion, dirección o posicionamiento de la cámara es una abstracción, pero era esperable que ante esta demanda hubiese una institución que intentase satisfacerla.
El instituto La Escena se ha convertido en los últimos años en uno de los principales referentes en cuanto a enseñanza de actuación dedicada a la performance en cine (y es importante señalar que hoy en día también hay cursos específicos en instituciones como la ECU y Dodecá). Su formación hace que los actores no sólo hagan ejercicios actorales, sino que se vinculen con las otras áreas del cine, como la fotografía, la escritura y la edición. En poco tiempo ha demostrado ser una interesante cantera de nuevos talentos, aunque todavía faltan películas para sacar a la cancha a su extenso plantel de promesas.
En los papeles, Amores pendientes es una película ideal para hacer una primera revista de estas nuevas camadas. No sólo el formato de comedia romántica permite armar una columna vertebral narrativa clara para que los actores puedan hacer firuletes sin descarrilarse, sino que también es un film sobre el diálogo entre teatro y cine y entre performance y realidad. Actores de teatro que al reproducir un amor en escena se enamoran, un director que en la reescritura de su pasado amoroso lo vuelve presente, amigos que se atañen al “guion” de la amistad para darse cuenta, luego de ver una obra, de lo encorsetado que aquello es para sus vidas. Al mismo tiempo, es un film cuya estructura coral permite que cada actor tenga sus minutitos y sus líneas, como si un reflector se posara sobre ellos para que se luzcan.
Y también hay otra cosa interesante, que desde los papeles puede parecer vigorizante: se percibe “romance en el aire” en una película que forma parte de un cine nacional históricamente más volcado al desamor o el desencuentro. Así, Amores pendientes por momentos se siente como una versión micro y doméstica de Love Actually (Richard Curtis, 2003) con todos esos personajes que, de una forma u otra, terminan siendo arrastrados a buen destino por los torrentes del amor.
Un experimento con lo popular
Lamentablemente, Amores pendientes no logra llegar a redondear del todo sus planes. Hay algunas actuaciones destacables, como las de Santiago Musetti y Constanza del Sol (que, más allá de algún tic o alguna moña extra, gozan de un particular magnetismo y fotogenia) o la de Gabriela Rosselló Caics (que tiene esa especie de optimismo rampante que siempre caracteriza a las sidekicks de las heroínas de las comedias románticas), pero el registro de la totalidad del cast nunca sale de lo irregular.
Al tratar de explicar qué es lo que a veces falla en Amores pendientes uno recae nuevamente en el bizantinismo de separación de áreas: actuación, guion o dirección. En cuanto a los parlamentos, hay algunas tendencias sobreexplicativas, clichés y excesos –la escena de ruptura romántica con cita a un tema de Moby parece un poco mucho–, pero con otro formato podría pasar de forma más fluida. Es ahí que uno percibe que quizás la mayor falla se dé en términos de dirección.
Las actuaciones en general logran escaparse del dejo teatral del que hablábamos antes, pero en escena el lenguaje cinematográfico hace sentir la aparición de cada personaje en el plano como si literalmente pusiera pie en un escenario. Se puede entender esta dificultad: parte de la propuesta parecería darles un espacio de destaque a las actuaciones, poniendo montaje y fotografía a disposición de su lucimiento –es decir, de la manera menos disruptiva posible–, pero aun en momentos de brillo nunca se llega a solventar esta sensación de artificialidad. A su vez, suele recaer en un exceso de planos/contraplanos que le dan al film un tono más de teleserie, haciendo que el espacio parezca menos orgánico del deseado.
Ninguno de estos errores son de esos que te hacen odiar una película, y el tono en general es plácido, aun cuando uno se tropieza con estos detalles en los que lo cinematográfico queda perdido. En definitiva, sus escollos son productos de un género cinematográfico que, aunque ya cuenta con varios títulos en su haber –como Julio, felices por siempre (Juan Manuel Solé, 2022), Los modernos (Mauro Sarser, Marcela Matta, 2016), Una forma de bailar (Álvaro Buela, 1997)–, todavía dista de haber encontrado su propio lenguaje. Más allá de esto, la mejor forma de analizar Amores pendientes es mediante un experimento sobre lo popular: simplemente un ensayo preliminar de su fuerza y alcance.
Amores pendientes. De Óscar Estévez. 94 minutos. En Cinemateca, Life Cinemas 21 y Life Cinemas Alfabeta.