El director Ira Sachs es uno de los grandes nombres del indie estadounidense, notorio por sus dramas íntimos naturalistas pero intensos, de rumbo impredecible (es parte de la sensación de naturalismo) y que siempre dejan un retrogusto inquietante y un poco amargo al hurgar en aspectos incómodos del ser humano y de la sociedad. La taquilla de sus películas en Estados Unidos es muy modesta (su obra maestra de 2016, Little Men, recaudó poco más de dos millones de dólares, casi lo mismo que lo que había costado). Como tantos otros autores indie, su cine se sostiene gracias al apoyo del público europeo, probablemente más numeroso y fiel que el de su país natal. Su anterior película, Frankie (2019), era una coproducción con Francia y Portugal, y este nuevo lanzamiento es una producción cien por ciento europea.
La historia transcurre en París, una París de intelectuales cosmopolitas donde Tomas, el protagonista, que es alemán pero vive allí desde hace mucho tiempo, nunca aprendió a hablar francés decentemente, y no le hace falta porque su pareja es también un extranjero y circula esencialmente en círculos donde todos hablan inglés. Tomas es cineasta y está casado desde hace años con el británico Martin, que es algo así como curador de arte. Sin embargo, Tomas se involucra con una mujer, Agathe. Se enamoran, y Tomas deja a Martin para ir a vivir con ella.
Por un lado, la película acompaña las idas y vueltas de esa situación peculiar, a la que se suman complicaciones diversas. El triángulo amoroso se desdobla en un cuadrado cuando Martin se involucra con un escritor.
La historia tiene componentes de melodrama, y de hecho hay una escena bastante melodramática casi al final, pero no es ese el tono que predomina y el género melodrama no dicta la lógica de la película. Probablemente el elemento más fuerte es la observación de la personalidad de Tomas: caprichoso, narcisista, egoico, irresponsable. Parece pretender que todos acepten su libertad amorosa y se muestra harto y algo sobrador frente a los sufrimientos que provoca, pero luego no toma muy bien las libertades de sus propios objetos de deseo (que a veces parecen más bien puntos de apoyo utilitarios para alimentar su necesidad de ser mirado). Es lo que se dice una persona tóxica, y la historia explora las consecuencias de eso sobre los demás y también sobre él mismo, ya que por momentos su actitud es rayana con el autoboicot. La narrativa no parece condenarlo del todo, aunque tampoco lo justifica.
La primera escena es la única en que vemos a Tomas trabajar en una de sus películas. Por los trajes que visten los actores, parece ambientarse en el 1900, pero no tenemos ni tendremos indicio alguno sobre el género –si lo hay– o la anécdota. En el set, Tomas también es caprichoso, pero además irritable, impaciente, de esos directores que generan un clima tenso en el rodaje. El hecho de que la película empiece con esa escena condiciona el resto del visionado. Es el mismo costado narcisista que, más adelante, veremos aplicado a las relaciones sexo-sentimentales. También podemos pensar que el rol de director de cine, su poder en la construcción de un mundo ficticio y sobre las personas que trabajan, habilita esos aspectos de personalidad en quienes tengan alguna propensión hacia ellos.
Con respecto a esto último, Martin le comenta a Tomas que él siempre se pone difícil emocionalmente cuando está finalizando una película. Y aunque, luego del prólogo, nunca veremos ninguna de las instancias del proceso de finalización de la película que vimos filmar, nos enteramos de rebote, en algún comentario, de que el proceso va avanzando, y su duración más o menos coincide con la historia del triángulo amoroso hasta su desenlace (¿definitivo?), disparando también una fragmentaria línea reflexiva sobre la película que estamos viendo.
La cinematografía es curiosa. A veces es como si la posición de la cámara fuera decidida de antemano, pero los actores improvisaran sus acciones con independencia de ella. Tenemos situaciones en que un personaje está de espaldas, dialogando con otro que, desde el ángulo de la toma, está precisamente detrás de él, tapado por él. En una toma como esa no vemos los labios ni de uno ni del otro, y sólo podemos distinguir quién está hablando por la voz, por mínimos indicios corporales o infiriendo a partir del contenido. Hay una escena en que Tomas está sentado y entra Martin en campo, pero su cabeza queda fuera de cuadro. En momentos en que hay varias personas en escena, a veces es difícil distinguir quién está hablando.
Hay quienes ven esas características como torpezas, una puesta en escena defectuosa. Son tan alevosas, sin embargo, y surgen en un marco en que todos los demás aspectos de la película están tan evidentemente bien hechos, que es mucho más productivo tomarlo como provocaciones que enriquecen el visionado con pequeñas dificultades interpretativas y cortan un poquito el drama salpicándolo con opacidades y lagunas. Lo mismo vale para las elipsis entre las escenas: el lapso transcurrido no siempre queda claro, y a veces hay acontecimientos importantes entre una y otra de los que sólo nos enteramos a posteriori a partir de algún comentario casual.
La fotografía es discreta pero preciosa, y también aporta a la sensación de naturalismo, ya que los personajes casi nunca están “correctamente” expuestos: siempre están un poquito a oscuras o, al revés, un poco sobreiluminados. La elección tan cuidada de los encuadres y momentos narrativos valoriza cada corte de la película. Hay algunas escenas de sexo, tanto homo como hetero, muy hot, bordeando lo explícito sin llegar a serlo. Y son varias las escenas muy especiales, sea por la calidad de los diálogos, sea por lo fuerte y complicado de la situación, sea por el clima que se genera (un par de momentos en que los personajes se concentran en escuchar música).
No hay una moraleja definida ni una resolución definitiva, pero sí una gran compenetración con los personajes, y cierta piedad impotente por la manera en que los azares y las maneras de ser conducen al sufrimiento, que puede ser también un crecimiento.
Pasajes (Passages). Dirigida por Ira Sachs. 91 minutos. En Cinemateca y Life 21.