En un entorno como el de la literatura de nuestro país, cada vez más diezmado por la poca circulación y discusión de obras y artistas (basta ver el destino de un montón de espacios periodísticos que desaparecieron o que fueron hundiéndose en las tinieblas de las meras gacetillas de prensa), el libro La uruguaya funcionó como una especie de microevento pseudoautóctono. “Pseudo” porque el autor es Pedro Mairal, un reconocido escritor argentino –actualmente residente en Montevideo– que teje su novela desde una especie de flaneurismo a la montevideana.
La historia de un escritor porteño que llega a Uruguay para traer de contrabando un adelanto en dólares de España y Colombia –y de paso reencontrarse de forma furtiva con un antiguo romance que tuvo en Valizas– funciona como un relato en primera persona de cómo es llegar a Colonia, tomarse un interdepartamental, bajarse en Tres Cruces y recorrer ida y vuelta Centro, Ciudad Vieja, Cordón y Barrio Sur, comentando varios baluartes montevideanos, tanto oficiales como de nicho (por ejemplo, el bar Santa Catalina, o ciertas galerías de mala muerte).
La recepción e interés, más allá de lo estrictamente literario, se debió a dos efectos notoriamente provincianos. El primero se asentaba en ese orgullo –o incluso validación– tan común de ser vistos por los ojos de un extranjero, algo que se había manejado lúcidamente en el canal de YouTube Tiranos Temblad a partir del acopio de comentadores de diversos rincones del mundo que concluían que “Uruguay es el mejor país”.
La segunda razón –ya en el costado más ridículo de ese provincianismo– venía de la mano de la especulación de la verdadera dimensión de los sucesos y personajes que hay detrás de la trama: quién era la uruguaya, cuánto del protagonista de la obra tiene que ver con la vida de Mairal, y así sucesivamente. Por más innecesario que parezca, esto también forma parte del folclore de la literatura y ya se había dado históricamente, por ejemplo, sobre diversas teorías y testimonios sobre quién debía ser La Maga de Julio Cortázar, la mayor proto manic pixie dream girl que haya dado la literatura rioplatense (no es casual que la uruguaya de La uruguaya se llame “Magalí”).
Entonces, la cuestión quién es la uruguaya también jugaba con esos distintos espacios de nuestra capital representados en la novela, que completan un álbum que no llega a ser underground pero tampoco –es importante decirlo– exclusivamente turístico.
La adaptación cinematográfica de la obra intentó reeditar esta noción de microevento entre orillas. Un poco aprovechando ese morbo sobre la identidad de la uruguaya, los noveles productores de Orsai lanzaron una campaña donde se votaba por medio de redes sociales quién iba a interpretar al interés romántico del film (algo que, por más novedoso que pareciera, comenzó hace mucho; basta recordar el casting de la joven Juana de Arco que llevó a Otto Preminger a descubrir a Jean Seberg).
Más allá de estas maniobras de prensa, la elección no estuvo mal, porque Fiorella Bottaiolli tiene el delicado equilibrio entre chispa, belleza, guarrez y frescura barrial necesario para el papel. Como Magalí Guerra siempre está sacándole los puntos a Lucas Pereyra (Sebastián Arzeno, también con el physique du role ideal para el escritor ligeramente pendeviejo, chamuyero y tristón que representa en el film), retrucándole todos los piropos y deflactando cualquier exotismo yoruguófilo que venga por parte del porteño. Con mayor intensidad que en el libro, más que guerra de los sexos lo que se da es una amable batalla de las orillas, cosa que también sucedía (pero entre capitalismo yanqui e izquierda uruguaya) entre la dupla romántica de Julio, felices por siempre (Juan Manuel Solé, 2022).
La película optó filmar a Montevideo en esos días calurosos y soleados del año, cuando si no es el mejor país, se le parece, pudiendo captar, incluso en sus partes no tan bellas, algo de ese ritmo relajado que tan bien se adapta al caminar y conversar. Más allá de este ritmo medio en pedo, medio fumado y serendipitoso que tiene la película, tampoco es, digámosle, Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995), principalmente porque las charlas, en vez de desarrollarse en esa especie de esgrima verbal que necesita de espesor y extensión para tomar forma, se dan como un salpicado, un resumen recortado de frases, ocurrencias y chicanas que nunca adquieren su verdadera dimensión dialógica. Quizás sea uno de los efectos naturales de las adaptaciones cinematográficas de material literario.
Reducción y género
La prueba de fuego de la adaptación era cómo transcribir el mundo interno de la primera persona de la novela al material cinematográfico. En el libro el hablar de Lucas, sus flashbacks y flashforwards, configuraban una especie de carta ex post facto a su mujer oficial. Así, por ciertos momentos, mucho más interesante que lo que pasaba en la historia era ver cómo el narrador tomaba ciertos vericuetos morales para justificar su infidelidad, o su incapacidad para sobrellevar el rol de padre, o su progresivamente ridículo papel de escritor cuasi desfinanciado. Era una narración con momentos de patetismo, pero no accidental, sino como un retrato más o menos certero de lo que es la cabeza de alguien circulando por una dolorosa y ridícula crisis de mediana edad.
La directora Ana García Blaya (responsable de Las buenas intenciones, 2009) le da un pequeño giro a esta voz: la carta que era el hilo conductor de la versión de Mairal es suplantada por la voz de Cata, su mujer (encarnada por Jazmín Stuart), quien se convierte en la que narra y quien extrae conclusiones y preguntas de lo sucedido en el film. El giro parecería obedecer a dar una visión distinta a la omnipresente masculinidad que predomina en la novela, concediendo a las mujeres –que en el libro no pueden salir de los roles de madre, esposa o mujer fantaseada– un lugar más allá de la fantasmática masculina.
El problema es que lo que quiere ser una relectura termina dejando sabor a poco. No llegamos nunca a tener ni una visión tan descarnada sobre el frágil universo masculino, ni una profundidad notoria de los personajes femeninos de Cata o Magalí. Incluso, desde un punto de vista cuestionador de lo masculino, es mucho más interesante ver los patetismos, los subterfugios y neurosis de un hombre tratando de –en la textura de lo que escribe– explicar, salvarse, disculparse y vengarse al mismo tiempo de su pareja, que este giro en que simplemente se ve lo que hace, más como si fuera un animalito un poco ridículo, pero sin esos otros resortes internos.
Lo que queda es eso reducido, apenas punteado: un poco de comedia romántica, un poco de comentario de entre orillas, un poco de postal turística, un poco de disección psicológica de la fragilidad masculina y un poco reposicionamiento de géneros, pero sin terminar de ser sólido en ninguna de estas ramas.
La uruguaya, de Ana García Blaya. 78 minutos. En salas desde el jueves.