La película viene polarizando opiniones. Muchos la admiran e incluso la aman. Por otro lado, hay unos cuantos que no sintonizan para nada y la consideran vacía y errática, mero ejercicio de estilo sin sustancia que lo justifique. Esto último parte de la premisa de que el estilo, si no está “justificado” por la presencia de esa otra cosa llamada sustancia, no tiene valor alguno. Es dudoso, ya que el estilo (cuando conectamos con él) es un placer en sí mismo, es parte de su propia sustancia.
Wes Anderson es el cineasta actual que más énfasis pone en establecer un estilo personal, al punto de que últimamente YouTube se llenó de parodias (¿cómo luciría Stars Wars dirigida por Wes Anderson?). La tendencia a los encuadres planimétricos (la cámara perpendicular a la pared del fondo, simetría, punto de fuga al centro de la pantalla), los ángulos restringidos a cambios de 90º (vale también para los movimientos de cámara), los colores apastelados con énfasis en celeste, rosado, amarillo y anaranjado, la actuación contenida, los personajes que subreactúan. Desde El Gran Hotel Budapest (2014) empezó a jugar también con los cambios de formato de pantalla.
Aun obviando los elementos anecdóticos, es posible ocupar la mente en forma gozosa contemplando, dentro de ese rango de posibilidades autorrestringidas, las opciones siempre impredecibles, la maestría de Anderson para articular esos elementos, las pequeñas excepciones. Vemos, por ejemplo, un plano del estudio de televisión en que está el presentador del programa y la cámara (la de la película) avanza unos centímetros; cortamos al monitor de la cámara televisiva donde está el primer plano del presentador, y la cámara (la del canal) avanza unos centímetros: es como una rima, generando toda una ingeniosa armonía de repeticiones y pequeñas diferencias. Debido al criterio planimétrico, casi siempre vemos las construcciones desde uno solo de sus lados, pero hay alguna excepción que, por ello mismo, gana un valor excepcional.
Augie y Midge están alojados en bungalows contiguos y desarrollan un vínculo esencialmente desde sus ventanas: los contraplanos (tomados desde el mismo eje, con relación de 180º uno del otro) presentan siempre la ventana de él más hacia la izquierda del encuadre, y la de ella más hacia la derecha, aludiendo así al formato de los planos/contraplanos clásicos. Dado que muchas veces los espacios aparecen marcados por los mismos encuadres, pequeñas diferencias en esos lugares (la presencia o ausencia de un afiche) sirven para destacar los indicios de hechos anecdóticos relevantes.
Luego hay otro aspecto, que no deja de ser formal en algún sentido: el poder estelar. Dado el prestigio enorme que conquistó Wes Anderson y las amistades que afianzó en sus 27 años de actividad como director, tiene la posibilidad de llenar la pantalla de grandes nombres, que son también grandes talentos. Así que también podemos concedernos el placer superficial, pero no insignificante, de ver desfilar en la pantalla a Scarlett Johansson, Liev Schreiber, Bryan Cranston, Edward Norton, Matt Dillon, Steve Carell, Bob Balaban, Tilda Swinton, Adrien Brody, Margot Robbie, Willem Dafoe o Jeffrey Wright. Seu Jorge hace un papel ínfimo, y Jeff Goldblum aparece en un rol en el que es imposible reconocerlo.
En torno al cráter
Con respecto a la anécdota, da la sensación, más que en otras películas del director, de que actuó un poco como los cómicos del período mudo (el famoso dicho de Chaplin referido a que lo único que necesitaba para una comedia era un parque, un policía y una muchacha bonita). Anderson y Roman Coppola (coautor de la historia) se inventaron un contexto, un ambiente, un lugar, jugaron con adaptarlo al estilo Wes Anderson y a crear situaciones.
Tenemos un pueblucho de menos de 100 habitantes en el desierto del suroeste estadounidense en 1955. Ahí se realiza una Competencia de Astronomía Aficionada Juvenil, y los adolescentes que vienen a presentar sus inventos tecnocientíficos lo hacen acompañados de sus familias. La ciudad se llama Asteroid City porque hay un cráter enorme ocasionado por la caída de un meteorito. Justo durante los días de la competencia, baja una nave espacial y un alienígena secuestra el meteorito, dando origen a una intervención militar y una cuarentena que fuerza a los presentes a unos días adicionales de convivencia obligada, que servirán para desarrollar vínculos personales.
Quizá Anderson y Coppola consideraron que todo eso era insuficiente e inventaron otro recurso más: lo que estamos viendo es una obra teatral que visualizamos como si fuera una película, y que surge a propósito de un programa televisivo sobre la génesis de esa obra. Se agregan unos juegos adicionales vinculando esas distintas dimensiones, que culminan quizá en un diálogo cerca del final, en que el actor ficticio que hace de Augie (que se llama Jones y está actuado por Jason Schwartzman) charla con la actriz destinada a hacer el papel de su esposa, pero que terminó excluida de la obra definitiva, y recitan el diálogo de la escena que no llegó a existir.
Tal vez todo sea medio descosido y traído de los pelos, pero hubo un empeño notorio en afianzarlo con interrelaciones complejas e inesperadas entre los elementos: ficción, “realidad”, el acto de crear. Las observaciones sobre los años 50 y sobre el suroeste estadounidense son finísimas (el personaje de Tom Hanks). El humor es sutil (e incluye referencias al estilo, como que el platillo volador se mueva con la misma restricción de movimientos que la cámara de Wes Anderson). Está esa manera única, intransferible, de lidiar con aspectos crueles, encarados sin atenuantes (la era nuclear, una muerte ocurrida luego de intenso sufrimiento, cuatro niños que quedaron huérfanos de madre), y sin embargo puestos en un contexto afectivo agridulce, desdramatizado, al que no le faltan enormes dosis de ternura, toques de humor absurdo, y una especial simpatía por la nerditud cuando no está desprovista de corazón y sinceridad.
Asteroid City, dirigida por Wes Anderson. 105 minutos. En salas.