La idea de cine como contenido toca todos los espectros de la producción actual, y en esta misma línea ha entrado, o quiere entrar, el cine uruguayo reciente, que después de encontrar su camino propio por la vía de fondos y circuitos festivaleros fue conformándose -a partir de la pandemia- como un pujante polo de prestación de servicios, en el que ofrece técnicos, actores y locaciones como parte de un sistema taylorista armado alrededor de plataformas que necesitan (re)llenar la grilla de programación.
La discusión, ya en términos nacionales, se centra en cuán beneficioso es jugar el juego de estas plataformas, en cuántas oportunidades hay para que nuestro país pueda trascender ese mero rol asistencial e ir encontrando espacios para sus propias producciones; en definitiva, la clásica pulseada de plegarse a las reglas oficiales para cambiar el juego “desde adentro”, o ser definitivamente devorado por el mismo juego.
Definir si tal estrategia es mala o buena depende un poco de resultados que todavía no se han cristalizado, pero es en este terreno que entra una película como Temas propios, de Guillermo Rocamora (también conocido por su película Solo, de 2013, y el documental La libertad es una palabra grande, de 2018).
Este encare trasciende el mero esquema de producción, con un estilo visual principalmente caracterizado por la funcionalidad. Todo en Temas propios está gobernado por un anhelo de transparencia: transparencia en los cortes, en la fotografía, en las actuaciones y en la narrativa. El órgano rector del film es la historia que cuenta y la película quiere llevarte por ella (y sus canciones) con la suavidad con que el protagonista (Franco Rizzaro) se desliza en su patineta, sin que se note demasiado la mano del director.
Así, la historia también es sencilla: una instantánea familiar de dos hermanos y su padre recientemente divorciado que intentan formar una banda. El centro dramático de esa premisa es ese pequeño límite en el que el padre, más allá de dar asistencia y apoyo a sus hijos, intenta adueñarse del concepto de la formación, o al menos usufructuarla (consciente o inconscientemente) a costa de sus hijos.
En estos lineamientos de transparencia total, la cámara es poco imaginativa, pero está lejos de ser inoperante. En este sentido, gran parte del atractivo visual del film sucede en una de las principales locaciones, una de esas oficinas vidriadas que suelen encontrarse vacías en las calles Paysandú o Uruguay, donde el padre monta un refugio de soltero seudo okupa. Ahí Rocamora (pero sobre todo su director de arte, Gonzalo Delgado) aprovechan muy bien el borramiento de lo público y lo privado que brinda la suplantación de paredes por vidrios y esa especie de escenario mutable, en perpetuo cambio y reacomodamiento, en el que el mobiliario oficinista se entremezcla con camas, ropa y equipos de música.
Fiel a los esquemas de producción mencionados, hay un borramiento de lo uruguayo en favor de una especie de cosa rioplatense más genérica. Los únicos momentos que remiten a algo más específicamente uruguayo y no argentino (importante señalar que varios actores provienen de Argentina) va por el lado de algunas canciones que musicalizan el film pero que no son mencionadas como parte del cancionero local: varios temas de Niña Lobo, “Gris” de Loop Lascano, y “Psycho Sound” de Chicos Eléctricos (que está adjudicada a una formación ficticia que formaría parte del pasado musical del padre).
El tiempo está también borroneado. Salvo la aparición de algún celular que delata el emplazamiento actual de la historia, la banda y su arco vital parece moverse en un campo indefinido, más cercano al de 20 años atrás, cuando Rocamora era joven: un mundo musical donde el rock sigue siendo la principal fuerza civilizatoria, donde no hay rastros de trap ni reguetón y donde una banda se abre camino pensando principalmente en toques y grabar temas en estudio, por fuera de Instagram y cualquier promoción en redes sociales. En definitiva, una especie de dimensión idealista y nostálgica de la música, como algo intocado, anterior a sus “invasiones bárbaras”.
Imaginando a su público objetivo ideal, Temas propios está más cerca del libro para lectores jóvenes Pequeña ala (donde Roy Berocay también daba rienda suelta a cierta nostalgia de sus épocas) que a esas películas sentimentales, que parecen hechas por y para adolescentes, como fue por ejemplo la primera época de Ezequiel Acuña (Nadar solo, de 2003, y Como un avión estrellado, de 2005).
En busca de un hit
Con esto señalado, lo curioso es que más allá del estilo funcional de lo filmado y lo práctico de lo narrado, Temas propios está lejos de ser una película desalmada. Hay una emocionalidad sincera que parece guardar íntima relación con el tema original del soundtrack, una canción que compone el hijo mayor -a quien el padre asiste sugiriendo un cambio de acordes-, que atraviesa medularmente el film. La canción es un pequeño milagro porque es de esos pocos casos de una obra dentro de una obra a la que se le puede creer: todos los que la escuchan se quedan convencidos de que es un hitazo, mientras que al espectador le toma sólo dos o tres escuchadas para darles la razón.
A su vez, en este caso realza (de forma positiva) esa búsqueda de algo atemporal que persigue el film: habiendo pasado por la supervisión de Martín Rivero y Juan Campodónico (dos músicos asociados al ADN hitero uruguayo, que brindaron asesoramiento técnico en el film) es una canción que podría haberla pegado en el Montevideo gris de fines de los 90, en la explosión del rock nacional o en el escenario lleno de clics de hoy en día. Una canción que, con distintos retoques de producción, podría haber formado parte del repertorio de Loop Lascano, Sordromo, Astroboy o Los Hermanos Láser.
Quizá la parte más negativa es que estos anhelos de total transparencia muchas veces se deslizan a la misma narrativa del film. Salvo el padre, que presenta una más ambivalente alternancia entre lo oscuro y lo luminoso, lo forro y lo ingenuo, el resto de los personajes son más bien vagos, funcionales, o se reducen a una sola característica saliente (quizás el personaje peor escrito sea el de la madre, que sólo sabe ser infumable y decir lo mismo una y otra vez).
Pervive, en sus peores momentos, la idea de que hay escenas que están ahí porque debían estar ahí, porque lo indicaba la escaleta narrativa, y se resuelven con un lenguaje más cercano al terreno de la publicidad (como la escena del bomberito, tras el conflicto por el toque fallido, que parece emular esa idea de lo joven y rebelde que puede imaginarse un aviso de celulares). Esto también se extiende a la resolución (o no resolución) de ciertos conflictos como el que se da entre el protagonista y su interés romántico, o la mayoría de lo que sucede en el tercer acto del film.
Una película completamente comandada por los lineamientos industriales quizás hubiese optado por un arco en donde la mayoría de los personajes mutan o aprenden algo, pero ahí se nota un cierto hibridismo de parte del director, que tampoco confía tanto en la capacidad innata a aprender que el cine comercial nos intenta vender. Al final todo llega como a una suerte de resignación: que los padres son insalvablemente fallidos pero que, más allá de todo, siempre tendremos la música.
Temas propios, dirigida por Guillermo Rocamora. 91 minutos. En Movie Montevideo y Punta Carretas, Life Cinemas 21 y Cinemateca.