El mito de la criatura que se alimenta de la sangre de sus víctimas existe desde hace siglos, pero en 1897 llegó un vampiro para gobernarlos a todos, como si se tratara del anillo único de Tolkien. Ese año se publicó Drácula, novela epistolar de Bram Stoker que colocó en la cultura popular la figura de ese conde transilvano, atractivo y carismático, que un día decide mudarse a Londres y solicita la ayuda de un abogado (porque ante todo, el libro es un drama inmobiliario).
Humanos y monstruos sedientos de sangre atraviesan el mismo obstáculo cuando cambian de domicilio: la mudanza. Y en el caso de Drácula hay un asunto problemático, y es que para descansar y mantener sus poderes debe dormir sobre suelo de Transilvania. La solución fue sencilla, y consistió en preparar 50 cajas llenas de tierra de su... bueno, tierra. Se metió en una de ellas y arregló para que todo ese equipaje fuera enviado a Inglaterra en un barco llamado Deméter.
Este año se estrenó la película The Last Voyage of the Demeter, es decir, El último viaje del Deméter, que se centra en el capítulo de la novela de Stoker destinado a la mudanza. Como suele ocurrir, a nuestras salas de cine llegó con un título que elimina cualquier traza de romanticismo y misterio, optando por explicarnos lo que vamos a ver: Drácula: mar de sangre. Porque es sobre Drácula y transcurre en el mar... ¿entienden?
El director es André Øvredal, noruego que saltó a la fama hace más de una década con Trollhunter, aquel falso documental sobre osos muertos que termina destapando una conspiración del gobierno para ocultar la existencia de gigantes. Con una carrera que incluyó varios coqueteos con el horror, restaba descubrir cuál sería el enfoque de su Drácula.
Lo interesante de centrarse en un solo momento de la historia original es que permite enfocarse en la aventura marítima del conde. La reconocida adaptación de Francis Ford Coppola no tenía tiempo para perder en el mar, mientras que la miniserie de Mark Gatiss y Steven Moffat que todavía puede verse en Netflix destinó uno de sus tres episodios al Deméter, aunque con un conde presente, que ayudaba a los sobrevivientes a resolver el misterio de las muertes que él había provocado. Bastante camp, pero vale la pena verse.
Aquí André (es más fácil escribir el nombre que el apellido) dedica muy pocos minutos a lo que ocurre en tierra firme y enseguida nos hace zarpar junto al barco, que como única escenografía está bien logrado. La voz en off del capitán, no tan presente como para ser molesta, nos recuerda el carácter epistolar del texto original. Lamentablemente, a nuestro país llegaron solamente versiones dobladas al español, que impiden escuchar la deliciosa voz de Liam Cunningham, quien fuera Davos Seaworth en Juego de tronos.
Superando la distracción del idioma y el bajísimo contraste de la imagen, y sabiendo cómo termina (la película empieza con el barco encallado y el “Nadie sobrevivió”), nos enfrentamos a un par de horas de esperar a que el vampiro se revele y engulla a la tripulación. Y aquí está el principal problema que tiene la película, no por conocer su final, sino porque el guion no maneja tan bien la tensión, presentando a Drácula como un monstruo imparable, indiscutible. Infalible.
Sabemos que los va a matar a todos, pero de a poco nos vamos dando cuenta de que además lo hará prácticamente sin dificultades. Clemens (Corey Hawkins) es nuestro punto de vista, el científico enfrentado a la superstición, pero también sabemos que tendrá que dar el brazo a torcer. Porque, vamos, en este mundo Drácula existe. Hasta lo pusieron en el título.
Quizás por eso, y por la propia fama del personaje, la tensión construida en el primer tercio de la historia no es tan efectiva. Una vez que el mal fue revelado y comienza la verdadera supervivencia de los tripulantes, disfrutamos de los mejores momentos. Y la verdadera tensión está en el destino del nieto del capitán, por tratarse de un niño. ¿Qué hará André con ese niño? Hay una sola manera de saberlo.
Para el último tramo de la historia, Drácula: mar de sangre vuelve a perder efectividad, mientras es el monstruo el que cobra forma. Su diseño está bien logrado, como el del barco, pero está rodeado de humanos que no logran importarnos mucho (salvo el niño) por estar condenados a convertirse en la próxima comida del conde. Ni siquiera es suficiente la promesa de una continuación de la historia, porque también sabemos hacia dónde irá la cosa.
Drácula: Mar de sangre, dirigida por André Øvredal. 119 minutos. En salas de cine.