El ciclo Dale al tracking, organizado por la Asociación de Críticos Cinematográficos del Uruguay, comenzó como una celebración de los films que cierta cinefilia incipiente solía ver en VHS, el formato en el que circuló la mayoría de las obras editadas entre los 80 y los 90. Sin embargo, detrás de las nociones intuitivas sobre qué hace una película más icónicamente asimilable a aquella tecnología, estaban las novedades que el videocasete posibilitó a los espectadores.
El cambio de escenario y de forma de visualizar los films –la posibilidad de pausar, rebobinar y adelantar, que trajo consigo a eruditos capaces de acordarse escenas con memoria fotográfica– introdujo mutaciones que pueden verse en géneros como el horror, donde dio pie a la relocalización de las historias hacia los hogares suburbanos, que serían la marca de agua de la mayoría de los slashers de esa época.
Así, no es casualidad que el horror (pero también el thriller y el policial) haya formado parte del ADN de Dale al tracking, aunque los criterios de selección supieron ir más allá: hubo films como la reversión ochentera de La mancha voraz (extraño híbrido entre película de extraterrestres y cine catástrofe), la extrañísima Miracle Mile (con uno de los cambios de tono más inesperados de la historia del cine), aquella película introductoria al horror que para muchos niños significó Gremlins, y la reversión del formato gángster de Los intocables, de Brian De Palma.
En la edición actualmente en curso en Cine Universitario la selección de los críticos, que presentan cada exhibición, vuelve a ser tan idiosincrática como variada. Estuvo la popular Laberinto (Jim Henson, 1986), aquel film engañosamente orientado al público infantil que, entre efectos prácticos y títeres de gomaespuma, metía de costado una perturbadora parábola de seducción de David Bowie a una jovencísima Jennifer Connelly. También contó con una película injustamente olvidada y que gracias a Quentin Tarantino tuvo una exitosa exhumación: Rolling Thunder. Como toda obra escrita por Paul Schrader (responsable de los guiones de Taxi Driver y Mishima: A life in four chapters), se concentra en la historia de un protagonista gobernado por un llamado o una obsesión y que en la concreción de su objetivo deja un sendero de destrucción.
Las otras tres películas a exhibirse en las próximas semanas son una suerte de variación sobre el género del road movie: Motorama (Barry Shills, 1991), Semáforo rojo (Mario Bava, 1974) y The Hitcher (Robert Harmon, 1986). Mientras que en Semáforo rojo el viaje tiene un punto de partida y de llegada concreto (aunque el tono oscuro y amoral, típico de las películas de Bava, tiende a extender emocionalmente el trayecto a tal punto que olvidamos cuál es la direccionalidad y destino), la mismísima idea de viaje, propósito y espacialidad en las otras dos se convierten en otra cosa.
Motorama es un film extrañísimo: mucha gente tiene vagos recuerdos de haberlo visto –principalmente en la tele–, pero sin guardar memoria específica de la trama. Pese a tener un niño protagonista, un formato aventurero y personajes medio desfachatados, no es ni por asomo una película para niños. Un chico conduce por rutas norteamericanas acumulando en estaciones de servicio tarjetas con las letras de M.O.T.O.R.A.M.A. para participar por un premio de 500 millones de dólares. Es una road movie sin destino fijo, en la que el desplazamiento es sólo premisa o excusa.
Con toques de grotesco, absurdismo, oscuridad en lo luminoso y luminosidad en lo oscuro, Motorama sería lo más parecido a una película para niños dirigida por David Lynch. No es sólo un tema de atmósferas, sino que hay elementos del universo lyncheano: la obsesión con los años 50 y las carreteras, la aparición de personajes extravagantes y afásicos, el imprevisto viaje en el tiempo (conjunto a una posible transposición de cuerpos) y hasta la fugaz aparición de Drew Barrymore, que en ese toque angelical y surreal recuerda al hada buena de Wild at Heart. Uno entiende por qué dejó una imagen tan indeleble y a su vez tan vaga en la psiquis de sus antiguos espectadores: hay algo extrañamente oscuro y violento en la historia de aventuras en las que incurre el niño (que a mitad del metraje termina tuerto, fruto de una brutal golpiza), que lleva a carne eso particular que tiene lo traumático: se enquista en el recuerdo y difumina sus bordes.
Rutger querido
The Hitcher es un poco más conocida, pero fue injustamente vapuleada por la crítica. Es un gran thriller de acción, con una participación demoledora de Rutger Hauer (conocido por su rol en Blade Runner) y un expandidísimo cinemascope que ya desde el comienzo, con el increíble juego de iluminaciones entre el adentro y el afuera del auto, sabe extraer hasta la última gota de cada plano que ofrece el desierto de Estados Unidos. Tenemos un chico inocente que, tratando evitar dormirse en la carretera, levanta a un autoestopista que se está empapando en medio de una tormenta. La película no demora más de cinco minutos en mostrar su costado más horroroso: el tipo, más que necesitar un aventón, se muestra como un sociópata. Al principio parecería ser simplemente un asesino de carretera, una especie de slasher interestatal (como en Roadgames, Richard Franklin, 1981), pero la relación con su presa es mucho más compleja. The Hitcher será una especie de juego del gato y el ratón en el que, por fuera de la lectura clásica y literal de los hechos, hay alguien que puede torcer la geografía del lugar para aparecer en un lado u otro.
La principal miopía de la crítica (en especial de Roger Ebert, que no era un mal crítico pero podía pecar de ignorante cuando un valor moral se imponía entre él y una película) fue centrarse en los escasos motivos y psicología que tenía el villano para perseguir al chico y asesinar a todo su entorno. Querían buscar razones y psicología en alguien que desde el vamos era mucho más un arquetipo que una persona: las extrañas libertades con que se maneja en The Hitcher el espacio y tiempo (a diferencia de películas como Duel, de Steven Spielberg, que a pesar de contar con un asesino carente de toda psicología –un camión sin conductor visible que de alguna forma se anticipa al gran escualo de Tiburón–, intentaba mantener todo dentro de un entorno mínimamente verosímil) hacen ver a Ryder como un fantasma, algo monstruoso o la encarnación misma del mal. En su condición mefistofélica y juguetona tiene algo de Freddy Krueger. Más allá del mal en sí, como una especie de súcubo que se pega al protagonista, Ryder tiene una relación casi inherente e interna con el joven. No es una existencia cerrada en sí misma, sino una suerte de parte oscura que necesita de su oposición a la luz para existir.
Esta ambivalencia es la que le da la verdadera riqueza al film: según la interpretación y batería teórica a disposición, John Ryder puede asumirse tanto como una especie de escisión agresiva y psicológica del protagonista (como un pre-Club de la pelea), como un espíritu masculino que forma parte de un rito de iniciación a la adultez, o como un costado homosexual latente que intenta apartarlo del camino de su heterosexualidad (basta analizar la extrañamente sexualizada relación entre el villano y el héroe para sospechar esto).
Como sea que uno quiera abrazar o defender estos films, se erigen como joyas que, a la sombra de la popularidad oficial, han logrado reptar entre las oscuridades de copias de VHS, ripeos y recomendaciones hasta adquirir una dignidad de clásicos oscuros, piezas fascinantes de un nuevo canon cinéfilo a ser establecido, axolotes ciegos pegados al mohoso vidrio de la cinematografía universal.
Dale al tracking en Cine Universitario (Canelones 1280). Sábado 16 a las 19.45: Motorama. Viernes 22 a las 20.00: Semáforo rojo. Sábado 30 a las 20.00: Carretera al infierno. $ 200 en boletería.