Es raro ver una película de Almodóvar en inglés y ambientada en Nueva York, sobre todo porque no hay nada en la anécdota que sea inherente a esa locación. Esta historia de dos mujeres, una de ellas al borde de la muerte, se hubiera podido contar perfectamente en los alrededores de Madrid con Penélope Cruz y Victoria Abril. En los hechos, pese a la ambientación, la mayor parte de la película fue efectivamente rodada en Madrid y alrededores, haciéndose pasar por Nueva York y Woodstock, salvo algunas escenas callejeras.
Quizá la motivación para hacerla en inglés fue la fidelidad a What Are You Going Through, la novela original de Sigrid Nunez (una de las protagonistas parece ser un alter ego de ella: una escritora sesentona con nombre de pila nórdico, en el caso “Ingrid”). Quizá fue un motivo comercial, para obtener mejor difusión en el mercado anglófono, que es el más lucrativo del mundo, para lo cual el director hizo dos ensayos previos, los cortometrajes, también anglófonos, The Human Voice (2020) y Strange Way of Life (2023). O quizá fue porque, luego de haber trabajado con Tilda Swinton en The Human Voice, tuvo comprensibles ganas de hacer otro proyecto con esa gran actriz y su rostro increíble (¿estará en vías de convertirse en una nueva chica Almodóvar?). Y claro, después no podemos imaginarnos la película con ninguna otra persona.
Derecho a la eutanasia
Luego de años de distanciamiento, Ingrid se entera de que su amiga Martha está hospitalizada con cáncer y escasas perspectivas de cura. Al visitarla, retoman la amistad y vuelven a verse con frecuencia. En un momento, Martha le hace una proposición difícil: quiere que Ingrid la acompañe a una casa alquilada en los alrededores de Woodstock, para una especie de vacación, a sabiendas de que, en algún momento de la estadía, Martha se va a quitar la vida con una pastilla de eutanasia que adquirió ilegalmente.
Si bien está decidida a hacerlo, Martha siente necesidad de que, llegado ese momento, tenga la confianza de que en la habitación de al lado hay una persona querida. Lo hará sin previo aviso, y la señal será que, al amanecer, la puerta de su cuarto estará cerrada. La propuesta es difícil para Ingrid porque, por un lado, ella tiene grandes problemas en aceptar la idea de la muerte. Por otro lado, no quiere perder a su amiga. Está también el aspecto legal: por más precauciones que tomen, en un país en que el suicidio es un crimen, siempre está la posibilidad de que Ingrid sea imputada como cómplice.
La película en sí no parece titubear en la noción del derecho de cada persona de poner fin a la propia vida cuando le plazca, y especialmente frente a la perspectiva de atravesar un deterioro gradual penoso. En algún momento, Martha alude, en forma casi risible, a las personas que pregonan soportar ese sufrimiento final como forma de crecimiento espiritual, y si la película tiene un villano, es el policía cristiano que interpela a Ingrid cerca del final. En este sentido, The Room Next Door puede tomarse como un interesante contrapunto con otra coproducción española que tiene la palabra puerta en su título, pero que, en contraste con esta, ostenta una perspectiva “provida”: el documental uruguayo Hay una puerta ahí, de los hermanos Facundo y Juan Ponce de León, ya comentado en este medio.
Color y colorinche
Como siempre en Almodóvar, lo visual es de una belleza trascendente. Tal como es característico del estilo del autor, las personajes se visten combinando colores vivos y contrastantes (cerca del inicio hay una escena en que Martha está de rojo, azul y negro, e Ingrid con una remera verde), con la particularidad de que aquí, en contraste con otras películas del español, ese vestir no tiene implicancias de sexualidad.
Hay unos planos cenitales increíbles (la mesa donde Ingrid firma los ejemplares de su nuevo libro, el auto rojazo en la carretera). La casa en Woodstock es una pieza de arquitectura-arte, y entre los muchos cuadros llamativos colgados de las paredes, hay varias naturalezas muertas modernas, que riman con las paredes del hospital donde había estado internada Martha, todas pintadas con motivos vegetales. La casa contiene también un precioso cuadro de Hopper, con unos personajes tomando sol, y que va a repercutir luego en uno de los momentos cruciales de la película.
Uno tiende a asociar ese colorinche con la nacionalidad de Almodóvar, pero capaz que es más bien una preferencia personal suya: ni los neoyorquinos son tan grises ni los españoles tan necesariamente multicolores, salvo en lo referido al maquillaje (hay goce estético cuando Martha se pinta los labios con un rojo intenso).
En todo caso, esta película puede llamar la atención sobre algunas diferencias con las tendencias del cine estadounidense reciente. Es curioso que, en algunos sentidos, Almodóvar es más “clásico hollywoodense” que el Hollywood actual, en por lo menos dos aspectos.
Por un lado está la música: frente a los modismos pos-Philip Glass, de esa especie de pseudo-elegancia helada de los gestos neotonales y posminimalistas que contaminan casi todo el cine-arte estadounidense del siglo XXI, tenemos aquí la música súper romántica, frondosa, discursiva y melodiosa de Alberto Iglesias, compositor habitual de Almodóvar.
Y lo otro son las actuaciones: mientras que una cierta exageración del método Actors Studio, combinado con la influencia de Broadway, terminó generando un criterio de actuación superafectado, donde los actores se ven motivados a llenar sus performances con tics y detallismos puestos en evidencia para llamar la atención sobre la cantidad de trabajo y de virtuosismo que los espectadores compramos con el precio de la entrada, aquí tenemos unas actuaciones sobrias, en las que Tilda Swinton es Tilda Swinton y Julianne Moore es Julianne Moore, y es sólo con unos recursos inefables, que parecen emanar de adentro de ellas como rayos misteriosos, que logran ser tan totalmente Martha e Ingrid. Y qué pedazos de actrices que son.
El reparto se completa con John Turturro, que interpreta a un seminovio de Ingrid que en algún momento salió también con Martha. Sus apariciones son casi digresiones con respecto a la historia central de las dos amigas. Damian, su personaje, está obsesionado con el cambio climático y angustiado con la indiferencia general al respecto, situación que, comenta él, se vuelve aun más complicada de combatir en un contexto de ascenso del neoliberalismo y la ultraderecha. Fue doloroso para mí escuchar esos comentarios en la semana en que Donald Trump fue elegido presidente de Estados Unidos.
Duetos desdoblados
La estructura de la película tiene la particularidad de estar salpicada de digresiones como esas, en buena medida bajo la forma de flashbacks, referidos a momentos pasados de las vidas de una u otra de las protagonistas. Si observamos bien, esos momentos no aportan nada que afecte demasiado la historia ni el perfil de las protagonistas. Parecen obedecer más bien a las ganas de Almodóvar de dar salida a ideas dispersas, aprovechándose casualmente de la línea principal de esta película para excitar nuestra imaginación: el veterano de guerra traumado que, al ver una casa en llamas, cree escuchar voces que piden socorro; el misionero religioso en zonas de guerra, que ejerce sin remordimientos su homosexualidad, ya que, frente a los horrores que atestigua cotidianamente, la culpa por el pecado sexual se vuelve una nimiedad. En la misma categoría entra el relato por Ingrid de la novelización que pretende escribir sobre la historia de Dora Carrington y Lytton Strachey, o la alegría de un fragmento de una película de Buster Keaton.
Esas escapadas temáticas son como puntos contrastantes que salpican una película que es, esencialmente, un dueto entre las dos amigas (un dueto que se desdobla, en el final, en otro dueto —que en alguna medida es el mismo—, pero si quieren entender de qué estoy hablando, mejor vean la película).
Como siempre, Almodóvar busca y encuentra un asunto fuertemente emotivo y determinante para sus protagonistas. Es una más de sus exploraciones sobre la muerte o, mejor, sobre el acercamiento del final de la vida, un asunto que ya había tenido centralidad en Dolor y gloria (2019), pero que es una obsesión de toda su vida —véase la cantidad de momentos en tantas de sus películas que se ambientan en hospitales y tienen que ver con enfermedades—.
Está también la amistad femenina, y ese afecto profundo se traduce en ese plano precioso en que Martha percibe que Ingrid se acostó a su lado en la cama y su rostro se relaja en una expresión de paz; pero se traduce también en la angustia de todas las mañanas de Ingrid que va a mirar si la puerta (obviamente, de rojo intenso) de Martha está abierta o cerrada. Está también la cuestión de la maternidad: Martha tuvo una hija cuando era adolescente, y la crio sola. La dedicación a maternar quedó comprometida con su afición al trabajo como corresponsal de guerra. El vínculo madre-hija nunca llegó a propiamente cuajar, y sin embargo, pese a la distancia, algo de esa herencia, de ese afecto, de ese respeto, como veremos, existe.
Los muertos
Escribí al comienzo que parece no haber nada inherentemente estadounidense en esta historia, pero ya que estamos, Almodóvar parece teñirla de alusiones que pueden tomarse como homenajes directos o indirectos a componentes admirables de la sociedad y cultura norteamericanas. Por antonomasia, tenemos la resistencia a la guerra de Vietnam, y en forma directa, Buster Keaton, la intelectualidad neoyorquina, ecos de Woodstock (que resuenan, para un no estadounidense, tan sólo con el nombre de la localidad), y las películas hollywoodenses de Hitchcock, en todo lo que tiene de Bernard Herrmann la música de Iglesias, algunos juegos de colores y el suspenso de la puerta.
En forma más amplia, está el mundo anglófono, que engloba a las islas británicas: Virginia Woolf, Carrington y Strachey. Y luego están las distintas referencias, que recorren la película como un estribillo, al párrafo final de “Los muertos” (1914), el relato de James Joyce –quizá el párrafo más bello de la literatura mundial–, y sus resonancias de muerte, pérdida, y la nieve que “cae por igual sobre todos los vivos y los muertos”. Hay incluso un fragmento de la gran adaptación cinematográfica de ese cuento que realizó John Huston (1987). Ese subtexto impregna el plano final, en un picado desde muy alto: los colores se van modificando en esa imagen panorámica, quieta y movida a la vez. Las reflexiones de Joyce se multiplican con las de Almodóvar en un tierno remolino de sentimientos fuertes, amor por la gente y dolor por la humanidad.
La habitación de al lado (The Room Next Door). 106 minutos. En Cinemateca, Torre de los Profesionales, Life 21, Portones, Grupocine Punta del Este.