Al origen del mal, al nudo en el que se dividen las dos principales ramas de lo monstruoso en el cine de horror lo conocí a los 12 años cuando mi abuelo nos cedió a mi primo y a mí la labor de limpiar los peces que pescábamos en el arroyo Solís Chico. Ya lo habíamos visto destriparlos mil veces, pero recién esa vez confió en nuestra motricidad con el cuchillo.
Enseguida descubrí que había algo relajante en reproducir los movimientos maquinales y precisos de desescamar, cortar la cabeza, hacer un corte ventral y retirar las vísceras. Algo del contacto impersonal con la muerte, en el que de golpe te hacía perderle un poco el miedo, de la misma manera que el disciplinamiento de movimientos inoculaba una suerte de respeto. Mi primo, por el contrario, jugaba con los restos de los pescados, les pinchaba los ojos, los exploraba y los convertía en extrañas marionetas con las que asustaba a mi hermana. A mi abuelo sólo le tomó esa mañana para designarme a mí (y de ahí para siempre) la limpieza de los pescados.
Los monstruos del cine se dividen en esas mismas dos líneas, la de lo maquinal y lo circense/macabro, que se disputan una eterna pulseada. Están los asesinos que avanzan como una fuerza desubjetivada que desmiembra todo a su paso (ahí el horror va en lo inexpresivo de este avance, su cuestión imparable, mineral), y están los que hacen de su maldad una especie de puesta en escena llena de placer, humor y otros excesos. Este punto cero de ramificación es el que separa a Jason Voorhees (la máquina silenciosa de muerte de la saga Viernes 13) de Freddy Krueger (un comediante sangriento con métodos cada vez más estéticos y originales).
El monstruo de la saga Terrifier y nuevo ícono extremo del cine de horror, Art The Clown, debe mucho de su éxito a tener un poco de ambas líneas: es definitivamente un ser que está todo el tiempo transgrediendo y descostillándose con el pasaje de límites, y a la vez, al no hablar (ni siquiera grita cuando es pisoteado, acuchillado o decapitado), también guarda parentesco lejano con la desubjetivación radical de Jason.
En un género que en la última década pegó un enorme giro de complejidad y artisticidad (sobre todo de la mano de directores como Robert Eggers, Ari Aster, David Robert Mitchell, Jennifer Kent y Osgood Perkins, entre otros), Terrifier irrumpe como un retorno de lo reprimido, una reacción paroxística a esa creciente seriedad y prestigio que venía bañando el panorama.
¿Su estrategia? Sumergirse en una escalada interminable de violencia que retoma la senda tempranamente abandonada, al menos en popularidad y relevancia, del torture porn de comienzos de los 2000 (con películas como Hostel y Saw), pero entremezclándola con una imprevista dosis de comedia y sensación de desamparo total.
Exceso o truco
En la primera película de la serie, Art aparecía de la nada y sin muchos miramientos entraba a descuartizar todo lo que se topara en su camino. En los lineamientos de la dicotomía planteada al comienzo, este avance sin mucho criterio no tenía la cualidad más específicamente dirigida de Freddy, pero sí había un particular disfrute en el que todo, por más maquinal que fuera, también tenía una impronta personal.
En el cine de horror hay una famosa jugada que consiste en introducir un WTF moment que cambia toda la narrativa del film (por hacer uso indebido de un chiste de la última película de Nanni Moretti). Este recurso es viejísimo: estuvo en Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967) cuando lo que empezaba pareciendo una picaresca se convertía en algo más oscuro al filmar de manera súper gráfica el primer asesinato en un atraco, y también es algo que sistemáticamente hace Michael Haneke cuando mete en sus películas un acto desmesurado que obliga a replantearnos dónde estamos parados como espectadores. En la primera Terrifier ese momento sucedía cuando el payaso metía a una mujer en una especie de cruz de san Andrés invertida y la aserraba al medio frente a los ojos de su amiga. Todo el mundo sabe de la particular predilección del cine de horror por las víctimas mujeres (y como contrapartida por sus heroicas final girls), pero había ahí, específicamente en la vejación de la genitalia femenina, algo que se suponía que, salvo en el cine gore más subterráneo, no se debía exhibir en tiempos actuales. Esto funcionaba como un oscuro alegato: no hay nada intocable, nada sagrado.
La transgresión de tabúes no sólo iba alrededor de cuestiones morales y políticas, sino también a estatutos no escritos dentro del mismo género. Uno de los momentos más originales de esa primera entrega sucedía cuando la que suponíamos como sobreviviente final girl tenía al payaso a punto de ser vencido. Art permanecía arrodillado, entregado a la voluntad de su contrincante y entonces, imprevistamente, sacaba una pistola y le daba un tiro. Había ahí un gesto curiosamente iconoclasta, de algo que atacaba la noción base de toda protagonista de slasher: los asesinos pueden utilizar cualquier implemento (repito: cualquier implemento) para punzar, decapitar, incinerar, ahogar o pulverizar a alguien, pero nunca puede recurrir al burdo uso de las armas de fuego. Las armas de fuego son demasiado impersonales, demasiado ventajosas y de poco contacto directo, y el uso de ellas por parte de un villano parece una trampa. Por caso, esa es la razón por la que resultaba tan original The Sniper (1952), el proto slasher de Edward Dmytryk, en la que un asesino dominado por la misoginia se dedicaba a matar mujeres con un rifle de francotirador. Aquel recurso en Terrifier funcionaba casi comédicamente, tal como aquella famosa escena de Indiana Jones donde Harrison Ford, tras ver el despliegue virtuoso de habilidades con espada de un futuro contrincante, se ahorra los miramientos y le pega un tiro.
La primera Terrifier tenía como originalidad presentar a un asesino sin concesiones, sin explicaciones, psicologicismos ni mitologías: es simplemente el mal que aparece y quiere matar sin un destino fijo. Sin embargo, había algunas cuestiones que tenían que ver con puesta en escena, actuación y manejo de cámara que, salvo la originalidad de los efectos prácticos de gore, hacían notar que era una película de mediano (tirando a bajo) presupuesto.
La improvisación del mito
Luego del éxito de taquilla de la primera Terrifier, las arcas para la producción de su secuela resultaron mucho mayores y se podía comprobar en la pantalla: los escenarios se notaban mucho más trabajados y había un mayor vuelo estético en la reproducción de las muertes (ya atravesando el gore para meterse más de lleno en el body horror).
Las mayores aspiraciones estéticas también se entremezclaban con otras temáticas. Su director, Damien Leone, cedió al reclamo de que había muy pocas cosas sobre Art explicadas a su fanbase, y ahí se embarcó en trazar una bastante vaga mitología, entremezclada con el clásico arco narrativo de predestinación que presentaba por primera vez una heroína (la hija de un historietista que se habría contactado con el inframundo para advertir la llegada de ese nuevo mal que representa el payaso). En esa movida se echaba por el caño mucho de la simpleza que bañaba a la original y de golpe trataba de ponerla a jugar en la liga de las otras películas de horror elevado, insertando en la historia el tema del trauma familiar. Todo esto resultaba muy banal y los resultados estaban a la vista: la pequeña pieza de violencia punk de hora y media de la primera entrega pasaba a convertirse en un mastodonte errático de dos horas y media.
La reciente tercera entrega de Terrifier intenta duplicar la apuesta en ambos terrenos: primero, quiere ampliar el radio de destrucción (incluye un nuevo tabú, que es la violencia hacia los niños), y a la vez profundizar en esta mitología (ahora aprovechando el marco navideño de la historia para unirlo a imaginería cristiana). Como es de esperar, toda esa parte seria por momentos parece un despropósito, pero a su vez entra en algo bastante inusual, casi diría original, que es la progresiva mitosis del film en dos géneros diferentes: por un lado el slasher gore, pero por otro el de la épica/fantasía. De esta manera, el personaje de Sienna Shaw está cada vez más asentado en esa especie de Valkiria capaz de arrojarse a combatir las fuerzas del inframundo y todo lo horroroso está teñido por una especie de raro retrogusto heroico y elegíaco.
El tema con Terrifier es preguntarse cómo funciona y para qué sirve. Creo que el gore siempre tuvo, detrás de todo su costado violento y excesivo, una cuestión festiva, una especie de desacralización de lo corporal que nos hace olvidar por un momento que estamos comandando un robot trágico de carne y huesos que se deteriora año a año. El problema es que Terrifier mezcla esa cosa gloriosa del gore con una transgresión moral que amarga un poco la sensación.
En mi extraña experiencia –se me ocurrió la brillante idea de ver las tres Terrifier el mismo día– me di cuenta de que mis sensaciones progresivamente pasaban de la sorpresa y curiosidad a un terreno mucho más deprimente. Lo que al principio parecía carismático de ese payaso se iba volviendo desolador: la sensación de un mal que siempre va a ganar y que pizarrea con esa ventaja intrínseca, jugando con los cuerpos de aquellos que acaba de matar. Hay películas en las que esta fuerza inconmensurable del mal se presenta en todo su esplendor (pienso en Saló, de Pier Paolo Pasolini, o en The House that Jack Built, de Lars von Trier), pero siempre está la sensación de que se habla de algo más, de que hay algo que nos aguarda más allá de todo ese horror. En Terrifier no, y ahí me doy cuenta de que hay una extraña fórmula que no funciona entre lo festivo punk desintelectualizado y la idea de un mal total, imperturbable, todopoderoso.
Al final, Terrifier termina cayendo en lo mismo que se le achaca, muchas veces con razón, al post horror: ya no hay terror a secas en juego, sino destrucción y tristeza y el miedo a los efectos que estas sensaciones puedan tener en nosotros.
Terrifier 3. 125 minutos. En salas de cine.