El cine de horror transita uno de los momentos más interesantes de su historia (también el cine de terror; la diferencia entre ambos términos estriba más que nada en el peso de lo sobrenatural o lo monstruoso). “Interesante”, no como un término relacionado a su calidad, sino a la ampliación de un campo fértil, donde muchas cosas ocurren al mismo tiempo, y donde hay una batalla de paradigmas y territorios que difícilmente exista o al menos se esté dando en algún otro género. Siendo lo que la academia especializada suele llamar un “género de lo corpóreo” –tanto por lo que genera en el espectador como por su insistencia en imágenes donde el límite terrorífico de lo corporal se pone en mesa de disecciones–, el horror viene entregando lo que el cine de superhéroes, fagocitado por el CGI, dejó de ofrecer hace rato: la idea de intensidad o peligro asociada a algo plenamente físico.
El problema es un tema de escala: las películas de superhéroes expandieron su universo apostando a batallas que ya superaron lo urbano, lo nacional y lo terrestre, para ya apuntar a lo intergaláctico. El cine de horror, por su parte, aun en su amplísimo abanico, pega más fuerte cuando su ámbito se acerca más a lo doméstico, incluso a lo personal y psicológico. Nadie está exigiendo al cine de superhéroes ser más pequeño –mucho menos ser “más realista”–, pero hay algo base que la acción pierde cuando sentís que un personaje puede caer de 180 pisos sin que le pase nada más que rasguños, o donde un enemigo, más que quebrarte un hueso, cortarte un brazo o simplemente matarte, puede devorarse a tu planeta.
Un mapa actualizado del género
El éxito actual del cine de horror viene ligado a este vacío que quedó, a la necesidad de espectadores de poder sentir algo que en casi todos los otros géneros no se les viene ofreciendo. Pero también su momento tan particular se debe a la proliferación de distintos subgéneros, o incluso distintas corrientes y paradigmas enfrentados dentro de su propio corpus.
Sólo por citar un ejemplo, el cine de “horror elevado”, con correlatos fuertemente subrayados de micropolítica social (Get out, de Jordan Peele, o la remake de Suspiria de Gianluca Guadagnino), con trabajo cuasi etnográfico (los films de Robert Eggers) o con manejo hiperestilizado de la fotografía y la acción (It follows, de David Robert Mitchell), convive y a la vez se da de cabeza con un nuevo cine de género que apunta a volver a un placer más directo, pero a su vez tomando más autoconscientemente sus fuentes, ya sean camp o paródicas (pensemos en Malignant, de James Wan, o Pearl, de Ti West).
En medio de todo eso hay sagas interminables de terrajísimas franquicias repletas de jumpscares (las diez de Saw o las tres de Anabelle), horror alimentado de iconografías locales diferentes a la hollywoodense (como la iraní A Girl Walks Home Alone at Night, de Ana Lily Amirpour), y un creciente giro de lo tenebroso al “mal viaje” como emoción guía (la más deprimente que tenebrosa Talk to me, de Michael y Danny Philippou).
Lo curioso de Cuando acecha la maldad (y parte de lo que explica su inesperado éxito) es que califica en todas estas últimas casillas comúnmente excluyentes.
Realismo mágico
Por un lado, esta producción argentina todo el tiempo parece pendular entre ese nuevo nicho de “horror elevado” y horror terraja –por no decir camp– que de primera te da lo que viniste a ver. La fuerza que mantiene este movimiento continuo es la fenomenología misma de lo maligno.
Lo más interesante que ofrece es la forma en que se maneja desde el mismísimo comienzo la idea de la maldad y lo monstruoso como algo dado, algo frente a lo que la película no nos ofrece la clásica gradiente de escepticismo a terror que suelen atravesar los protagonistas del género. Si en la mayoría del cine de horror nosotros vamos desenterrando lo terrible a la par de los personajes, acá lo horroroso ya existe, lo encontramos in medias res.
Los residentes de un pueblito rural se topan con un tipo que está “embichado” y desde el mismo momento en que lo ven saben lo que eso significa. No necesitan tener segundas o terceras opiniones, la presencia monstruosa y asquerosa (el subrayado de los aspectos más desagradables y pringosos de la dermis del embichado parece más propia de un cine de terror menos sutil) ya es evidencia suficiente del mal, un mal que es tratado con la factualidad de un brote pandémico. Los tipos ven eso y saben que tienen que deshacerse del cuerpo, aun sin saber que en ese mismo movimiento van a desatar algo mucho peor.
En el universo de Cuando acecha la maldad los mitos y las supersticiones están en un nivel de conocimiento paralelo al de la medicina, y al ser compartido transversalmente por las distintas clases sociales representadas adquieren una inesperada solidez, conformando una suerte de realismo mágico.
Como una película fundamentalmente doméstica, la escala del mal al que se enfrentan los protagonistas del film se va ampliando hasta incluir dimensiones regionales, pero sin jamás tener esa especie de tranquilidad de desgracia compartida que nos otorgan los films apocalípticos. En todo caso, el horror que azota en Cuando acecha la maldad es un horror del campo, uno que parece levantarse frente a los avances de lo urbano, pero que a la vez devora a toda esa gente que no logra escapar a tiempo a las grandes ciudades.
Así, ya de primera, la película es tan local como universal, tan obscena como elegante. Para esto último, incluso las actuaciones irregulares le dan un extraño aire: más que rompernos la magia terrorífica –cosa que pasa con el 99% de las malas actuaciones del cine de horror–, deja un poco de aire para que podamos también apreciarlo como objeto extraño, para que podamos tomar una especie de distancia seudobrechtiana de lo terrible que sucede en la pantalla.
Pero más allá de estos devaneos, lo que más pega de Cuando acecha la maldad es una especie de sensación de indefensión del espectador, de que no hay una safe word, de que el director puede hacer lo que quiera con él. La palabra crucial en esto es, justamente, la maldad.
Un tirón del mantel
La maldad, en los dos últimos largometrajes de Demián Rugna (incluiríamos, así, el film Aterrados, de 2017), no es una maldición o un castigo. Es decir, no viene por algo que hicimos y no hay pecados a lavar para resetear todo y volver a la normalidad. La maldad avanza por un mero apetito territorial, tal como los virus no actúan y se mueven de acuerdo a un mapa moral. Lo que sí hay son formas de enlentecer esa maldad, o dejarla estacionada por determinado tiempo, pero toda comunicación directa con ella, todo anhelo de controlarla o fiscalizarla termina por fracasar.
Esta sensación de la maldad como algo inexpugnable es lograda por Rugna a través de esa extraña cualidad de meterse con lo sagrado. En general, en las películas de horror hay algunos terrenos delimitados, unos que, si bien se pueden cruzar, involucran una especie de paso del Rubicón donde la película se convierte en otra cosa, donde todo empieza a medirse a partir de ese momento y ese detalle. En los casos de Aterrados y Cuando acecha la maldad, eso se da en la violencia hacia niños.
En Aterrados la muerte y posterior aparición del cuerpo desenterrado de un niño en la mesa de la cocina de su casa (no hay nada más Mariana Enriquez que esto) no vienen necesariamente ligadas a un camino a la restauración de un orden. En Cuando acecha la maldad, por su lado, en determinado momento un perro ataca a una niña y se la lleva del cogote como si fuese una comadreja que cazó así como así. La imagen es impactante, terrible, pero uno casi que puede sentir la mueca de sonrisa del director que con ese gesto es como si diera un tirón del mantel con toda la vajilla aún sobre la mesa (sólo que lo hace de una manera tan expeditiva, tan firme y seca, que la tela se desliza debajo de la cristalería y todo, tras una leve reverberación, permanece en el mismo lugar).
Cuando acecha la maldad es menos profesional en lo estético que Muere, monstruo, muere (Alejandro Fadel, 2018) y menos interesante en lo conceptual que la brillante Historia de lo oculto (Cristian Ponce, 2020). Sin embargo, tiene más maldad que muchas otras que la superan en regularidad narrativa y destreza técnica. Tal como la poesía tiene la obligación inherente de “hacer que la piedra sea pétrea” (en la mucho más linda traducción al inglés, el formalista ruso Viktor Shklovsky dice “make the stone stony”), Rugna, con dos películas excesivas e irregulares, ha logrado hacer a la maldad aún más mala.
Cuando acecha la maldad, dirigida por Demián Rugna. 99 minutos. En salas de cine.