Allí está, otra vez, mi cuerpo en la ciudad, en movimiento, recorriéndola, como si fuese una forma de quererla, como si de ese modo la cuidara, la vigilara. Esa casa, ese edificio, ese muro enrejado. Mi cuerpo en la ciudad, mirando y escuchando, como un antiguo flâneur, recorriéndola como si ella me hubiese hecho, no metafóricamente, sino como si ella me hubiese hecho de verdad, del mismo modo en que se edifica una medianera, la escalinata, el arco o la fachada. Hechas así, ella y yo, las dos iguales, nacidas del impulso voluntarioso de alguien más.

A lo lejos una mujer, pequeña como una niña, atraviesa la plaza. Es china y su familia atiende el modesto súper de la calle Soriano. Camina con rapidez, con urgencia casi, quiere estar ya en el supermercado, llegar y desaparecer allí, mimetizarse con algo, una imagen, un sonido, un hábito. La veo y pienso que debe ser engorroso y algo triste vivir en un país extraño. La vida se vuelve intensa por los motivos equivocados.

Cuando la mujer pasa por al lado del quiosco de la plaza, me detengo en la muchacha que lo atiende. En un rato terminará su jornada de trabajo. Las pequeñas ventanas verdes del quiosco parisino se cerrarán una a una, como dóciles párpados. Una vez afuera, hará ese tanteo rápido para certificar que no olvidó sus cosas personales, el celular, las llaves. Enseguida caminará hacia el mar, sin pensar ni una sola vez en el mar.

¿Dónde ponemos nuestra sensibilidad? ¿En el trabajo, el tiempo libre? ¿La llevamos al teatro?, ¿el Solís?, ¿al cine, una tarde?, ¿a la sesión de lectura poética que alguien preparó, concienzudamente, en un bar del centro? ¿La llevamos al baile, a las clases de bachata o de salsa? ¿Dónde? ¿En la mano-pantalla, esa llama, su imagen monótona, infinita, plana?

Bajo yo también hacia el mar. Por la vereda de enfrente, un muchacho y su padre caminan llevando largas cañas al hombro. Van dando saltos chicos y rítmicos, como si estuvieran contentos, como si disfrutaran la pesca de antemano. Qué lindo, pienso. Qué lindo ir a pescar ahora, un día cualquiera de la semana, retirarse a los bordes de la ciudad, y allí detenerse. Entonces les presto atención y entiendo, no son cañas las que llevan al hombro, son largos palos unidos a pequeños lampazos para limpiar vidrios. Tristes fantasmagorías. La imagen ideal, esa tonta, esa ingenua silueta imaginada, se desarma.

Lejos, asomada a la alta ventana de un edificio, una mujer mira la calle, hace su pausa necesaria, mientras visita o cuida a su madre anciana. La mujer mira desde allí el barrio conocido, las cúpulas y las altas ramas de los árboles, el color del cielo virando del celeste al rosado, y del rosado al gris, sabiendo que en un rato más estará abajo, en la calle, sola y liberada; preguntándose, quizás, si la vida es eso, siempre eso, el amor y el deber, mezclados.

En la calle, otra mujer pasa, es mayor y tiene las cejas excesivamente depiladas, como si alguien hubiese llegado y de un tirón violento se las hubiese arrancado. Los finos hilos dibujan en su cara una involuntaria expresión de espanto. Enseguida recuerdo que fue una moda, antes. Todas esas mujeres asustadas, espantadas. Mi madre, incluso. Mi madre como una más, apegada a la moda de las mujeres así, las de las cejas arrancadas por alguien, por una idea, una idea equivocada sobre la belleza.

En el libro Walden o la vida en el bosque, Thoreau, muy lejos de la “ciudad desesperada”, nos recuerda algo importante, pero también simple y evidente, y que solemos olvidar: “Las más finas cualidades de nuestra naturaleza, como la frescura de las frutas, sólo pueden conservarse con el manejo más delicado. Pero no nos tratamos a nosotros mismos ni a los demás con delicadeza”. Repaso entonces esa idea, la busco y la encuentro de mil formas graficada también en la ciudad. Tampoco a ella la tratamos con delicadeza, ¿cómo podríamos?

Camino por Florida para bajar a la rambla Sur a la altura del dique Mauá, ese espacio público en peligro, otro más. Una mujer trans aparece, no es joven, sube hacia el Centro sin pasar desapercibida. La miro y me pregunto qué es lo que la delata, ¿la altura?, ¿el pelo?, ¿la violencia?, ¿la violencia recibida infinidad de veces?, ¿la violencia gratuita, recibida infinidad de veces por nada, por ser, por estar, por existir? La veo caminar con gracia, con dulce elegancia, y sin poder evitarlo pienso que se resumen en ella, allí, graficadas, toda la fragilidad y toda la fortaleza humanas.