La película empieza con un rito evangélico, de esos en los que el predicador va induciendo emociones cada vez más intensas hasta arribar a una catarsis colectiva y los feligreses levantan las manos hacia el cielo para disfrutar/beneficiarse de la presencia de Dios, y tocan al reverendo como si de su piel fueran a recibir la gracia, la salvación, la cura. En sus términos, la performance del reverendo Pearson es realmente formidable. Lo único que parece estar por fuera de esa carga emotiva es la mirada de una muchacha que graba el evento y observa con profesional desapego.
Es curioso cómo esta película va definiendo su propio ámbito y su propio rumbo, sin nunca llegar a definirlo propiamente desde un punto de vista convencional. Quitando algunas producciones “oficialistas” auspiciadas por la Iglesia Universal del Reino de Dios, las películas latinoamericanas sobre pastores evangélicos suelen lidiar con la hipocresía, el charlatanismo y cierta desazón surreal frente a una escalada de fanatismo oscurantista. Pero el reverendo Pearson parece sentir una fe sincera y es tan propicio él mismo al éxtasis religioso como su audiencia.
Su fe o fanatismo (la elección del término queda librada a la ideología de cada uno) no se traduce en una presencia autoritaria o intolerante; al contrario, su acercamiento suele ser amoroso, aunque teñido del propósito intenso de salvar almas. Como todo protestante, tiene bien asumidas las premisas del capitalismo, no ve inconveniente alguno en vender casetes de sus actuaciones, y recibe sin tapujos los beneficios económicos de sus performances; pero estos distan de ser abundantes, y quizá alguien con su talento en el manejo de masas hubiera podido enriquecer, si ese fuera su propósito primario. Pearson, al contrario, actúa en localidades recónditas y muy pobres de Argentina. El ritual que vimos al inicio ocurre en un ranchito de mala muerte en medio de la nada, y lo que recoge es una jaula con una gallina y otras ofrendas similares, además de un tarrito con algunas monedas y billetes que le permiten seguir su actividad misionera viajando en un auto medio maltrecho.
La muchacha que observaba la ceremonia es Leni, su hija. Ella está visiblemente distanciada de los sentimientos religiosos de su padre. Parece resignada a una vida itinerante obrando como su ayudante, sin profundizar vínculos con nadie más y sin fijar raíces en ningún lugar, pero al mismo tiempo es notorio su anhelo de expansión, su atracción por el visual femenino erotizado de un videoclip brasileño, por escuchar música no religiosa (se hace de un casete de Virus), de bailar.
La relación con el padre es una compleja combinación de amor y opresión, en un equilibrio precario entre la tendencia centrípeta y la centrífuga hacia esa figura de cariño y de autoridad, de protección y de encierro nómade, vaya el oxímoron. La convivencia con el padre implica una intimidad casi que de pareja, que a Leni claramente le molesta. Queda en el aire una línea de potencial abuso sexual, pero nada indica que se llegue a concretizar.
La película se describió por ahí como una “road movie estática”. Eso es porque el auto se rompe, el reverendo y su hija van a parar a un taller mecánico aislado en medio del campo, donde un veterano conocido como el Gringo vive a solas con su hijo Tapioca. Una vez que les anuncian que el arreglo va a demorar, pasan toda la jornada allí, y eso va a ocupar casi todo el metraje de la película. Una road movie de verdad incluiría estancias como esa en distintos lugares y con distintos personajes, pero esta se concentra en una sola situación, sin llegar a borrar la sensación de fugacidad, de viaje. Es como si fuera un episodio aislado de la serie Kung Fu, y uno podría concebir varias temporadas con distintas situaciones vividas por Pearson y Leni.
El cuadrado de vínculos entre ambas duplas de padres e hijos es muy rico. El Gringo es ateo y antievangélico, y además del amor por el hijo, depende bastante de su presencia como ayudante en su negocio. El predicador vislumbra en Tapioca un potencial convertido y parecería que falta poco para que le crezcan los colmillos como un vampiro frente a una yugular expuesta. Tapioca y Leni se miran mutuamente con la curiosidad, complicidad y la potencialidad de un deseo, como es natural en adolescentes en una situación así. Ambos tienen un grado de fe religiosa que desentona con el de sus respectivos progenitores –Leni nunca llega a incorporar la religiosidad de Pearson, ni Tapioca a desarrollar la prevención agnóstica del Gringo–. Cada uno de los jóvenes anhela la situación del otro: Leni quisiera un poco más de estabilidad, y Tapioca ver un poco más de mundo.
Todos esos factores están muy bien delineados en una narrativa planteada con precisión y por un formidable cuarteto de actores. En función de la importancia de la historia original (2012) de Selva Almada (El viento que arrasa fue debut en novela de una escritora consagrada, éxito de ventas, elogiada por la crítica, traducida a cinco idiomas, adaptada incluso como ópera) y del prestigio creciente de la directora Paula Hernández (Los sonámbulos, 2019), esta película fue realizada con sólidas expectativas de una buena repercusión internacional, y de acuerdo con ello pusieron a dos actores internacionalizados que no son de Argentina ni de Uruguay (los dos países coproductores): el chileno Alfredo Castro (quizá en su mejor papel) y el español Sergi López.
Faros y tormenta
La música incidental de Luciano Supervielle es muy bonita. La escenografía, en la que participó el uruguayo Gonzalo Delgado, es formidable. El visual es muy bonito, quizá influido por Terrence Malick en su abundancia de fuentes luminosas (sol, faro de auto) direccionadas a la cámara propiciando flares, en formaciones de nubes que dramatizan el pacato paisaje rural, en las bandadas masivas de pájaros que recorren el cielo y que aparecen en unos tres o cuatro planos muy llamativos. Hay unos bonitos planos almohada de detalles de ese taller mecánico tan roto y sucio como los autos que recibe para arreglar, o de detalles que presagian la tormenta nocturna en la que se dará el clímax de la película (la escena de las ovejas).
No es una fotografía realista: el empeño por tomar casi todos los exteriores en la hora mágica, con la luz solar incidiendo desde el costado, vuelve casi abstracto el avance de la jornada en la que transcurre lo grueso de la acción y en la que los personajes reclaman del calor, porque nunca parece ser mediodía. Durante la tormenta, el interior del auto e incluso la luz que emana de sus faros son totalmente rojos, sin que quede muy claro la intencionalidad expresiva de ese gesto: ¿una alusión al infierno, o a cierta cercanía con un burdel, en una escena cargada de exaltación cristiana? Quizá sea para jugar con otros elementos rojos asociados con Leni –su sangre menstrual, las lastimaduras de su pierna debido al roce con la vegetación, las luces del hotel, su walkman, la alusión verbal al cuento de Caperucita Roja–.
Final de taller
El final de la película me dejó un poco la sensación de esas óperas primas damnificadas por alguno de esos atroces talleres de desarrollo de guion o de montaje asociados a algunos festivales, lo que no se corresponde con la experiencia y el talento de Paula Hernández. En forma bastante escolar, se plantan en la película algunas tensiones de Leni encarnadas en elementos específicos –que le gusta manejar pero el reverendo siempre piensa que todavía no está preparada, que tiene que escuchar el casete de Virus a escondidas y con auriculares– que van a contribuir a la resolución final. Medio que a santo de nada, ella descarga sobre el reverendo que no espera que él sea para ella una figura religiosa sino un padre –una observación, justamente, difícil de compartir, ya que, de todos los inconvenientes que pueda haber en ser hija de un personaje así, en todo caso él nunca deja de actuar como padre–.
Luego de eso viene, también medio salido de la nada, un final tipo “liberación femenina”, en que la heroína sale confiada mirando el horizonte con la perspectiva de un futuro mejor que, a partir de ahora, se insinúa, estará pautado por ella y no por alguna figura patriarcal. Podría ser que esa decisión estuviera motivada por el sermón de Pearson al borde del río, en el que dijo que no hay que dejar para mañana las aspiraciones que uno tiene hoy, pero no hay nada en la anécdota central de la película que parezca motivar esa decisión de liberación en ese momento concreto. Pero parece ser como la imposición de un final-final, tipo clásico, para una historia que no conduce ahí. Además, la metáfora de la carretera (a modo de futuro abierto) queda particularmente empobrecida en una película de carretera. Es un problema que compromete un poco el cómputo final de la película, sin quitar lo mucho que tiene de interesante la vivencia de todo lo previo.
El viento que arrasa, Argentina/Uruguay, 2023. En Cinemateca y Sala B del Auditorio Nelly Goitiño del Sodre.