En estos días ha cobrado relieve el asunto de los grafitis y su impacto en el espacio urbano, un tema polémico que no suele ser empero objeto de debate profundo en el medio local. Esta suerte de emergencia fue provocada por la aparición de pintadas en lo alto de algunos edificios residenciales, sobre el tramo superior de su fachada vertical; un gesto porfiado y audaz que redobla la apuesta transgresora de este fenómeno cultural.
Al margen de la anécdota, lo que escribo aquí está fundado en una irritación central: la que surge de observar cómo este asunto, casi siempre ausente en los medios y en la discusión general, sólo es atendido cuando afecta en directo a inmuebles privados y se vincula al gastado estribillo de la inseguridad. Nada se dice de los bienes comunes que sufren a diario el trazo errático y sostenido de manos impunes; nada, ante el dudoso aporte de quienes imponen su terca huella a los edificios públicos de la ciudad. Hay aquí un mensaje implícito que me subleva: el valor exclusivo asignado a lo que es de alguien, la visible indolencia ante lo que es –debería ser– de interés general. Así es: la alarma sólo resuena cuando lo que está en juego es un bien privado y el sacrosanto derecho de propiedad. Un sesgo que omite el sustrato ético involucrado en esto y sólo recoge su fría, y a mi juicio subsidiaria, dimensión legal.
Así estamos. Un breve repaso al Centro de Montevideo permite apreciar el creciente maltrato que sufren piezas notables como el IAVA, la Facultad de Artes o la Biblioteca Nacional. A esto puede agregarse, en una clave distinta, el caso de las que han sido agredidas por vía orgánica o institucional, como el liceo Zorrilla y el Instituto de Profesores Artigas, donde la propia comunidad educativa o las autoridades de turno han liderado operaciones muy cuestionables por su efecto y su anclaje conceptual. Todo un síntoma que pone al desnudo el verdadero fondo de esto: la incomprensión de la arquitectura y sus objetos, la miopía ante las cualidades formales y materiales que les son propias. El impulso a tales iniciativas ignora que estos edificios fueron pensados por sus autores de modo acabado y completo, y que no son páginas en blanco a la espera de nuestra pobre genialidad.
No quiero aquí condenar como tal el fenómeno urbano del grafiti, cuya dosis de ingenio y frescura a menudo despierta, también a mí, simpatía y complicidad. Pero sí anotar el efecto negativo que ha tenido y tiene como agente de polución visual. Esto es más delicado aún cuando afecta de modo incisivo los bienes patrimoniales, así validados por la comunidad: en este caso el gesto exhibe su atroz individualismo, su honda impertinencia, toda su arbitrariedad. Se vuelve un acto arrogante y del todo idiota –en su acepción clásica–, esto es, indiferente o ajeno a lo que atañe a la polis.
Creo que esto debe ser atendido, en especial por la academia y el gobierno departamental. Creo que hay que sortear la desidia y tomar, por fin, alguna medida que permita regular esta práctica. No es fácil, porque el grafiti es siempre un acto irreverente cuyo atractivo deriva en gran parte de burlar lo instituido, y porque invoca, aun de modo equívoco, el pleno ejercicio de la libertad. Pero algo habrá que pensar. Lo que ocurre no merece aplauso ni alegre condescendencia. Porque siempre debe priorizarse lo que es de todos y procurar, aun como quimera, el bienestar general.