El mayor cliché a la hora de evaluar la larga carrera de Nanni Moretti es compararlo con Woody Allen. Es un parecido más fisionómico que conceptual, como cuando vemos dos personas que tienen los mismos gestos y taras pese a ser notoriamente diferentes. Pero sí, ambos son realizadores que numerosas veces se han levantado de la silla del director para colocarse como protagonistas que, en la misma medida en que se burlan de sí mismos, meten de contrabando tesis personales sobre lo que es o debería ser el cine.

Woody te lo tira siempre que puede (aunque ya desde fines de los 90 parece que sólo se remitiera a leer los mismos libros de Dostoievski y las mismas películas de Bergman), y cuando tuvo su chance hizo su 8 y ½ privada (Stardust Memories, 1980). Algo similar ocurre con Nanni, que en el segundo tercio de su carrera se dio a conocer por esos diarios/ensayos brillantes que componen Palombella Rossa (1989), Caro Diario (1993) y Aprile (1998). Sin embargo, las proyecciones de lo que debería ser el cine, su dimensión política y la forma en que ambos se relacionan con su medio nunca fueron del todo comparables.

Creo que a diferencia de Allen, que en su forma de colocarse al frente de la pantalla siempre tironea todo hacia el centro gravitacional de su ego y sus obsesiones, Nanni usa su persona como un señuelo, un sacrificio clownesco necesario para poder dialogar con el cine y la política. Por más presente que esté Moretti en sus films, siempre hay en el fondo algo instrumentalmente escindido, que puede rastrearse hasta su ADN militante, puesto que estuvo ligado a los cuadros del Partido Comunista italiano. En todos sus títulos, incluso los menos metacinematográficos (a no ser, quizás, La habitación del hijo, 2001), los vínculos entre los personajes en realidad parecerían hablar de fondo sobre la relación del director con el cine y la política por partes iguales.

Comparar a Moretti con Godard parecería en primera instancia un desatino, pero los dos comparten en el fondo esa cuestión intransigentemente ideológica: uno puede amar a Godard por la belleza de sus musas, puede gustarle el esquema a lo Mondrian de sus rojos, azules y blancos, y puede fetichizar el amour fou de los vínculos en pantalla, pero en el fondo todo lo que sucede es una relación quizás juguetona, pero abismalmente seria y dramática, sobre las dimensiones ontológicas del cine y la política. Sus musas no son mujeres, son encarnaciones de ideas, y París es un texto abierto lleno de subrayados y tachones.

En ese punto ambos son primos lejanos, con la crucial diferencia de que Moretti es tano y Godard francés, algo que potencia la calidez y humanismo del primero y refuerza la severidad al borde de la misantropía del segundo. La relación de Moretti con el cine siempre es la de volver al seno materno, mientras que la de Godard es destruir el seno desde adentro, convertir al cine en un cuerpo sin órganos.

Lo mejor está por venir (Il sol dell’avvenire) es una película sobre fines. Da un poco de miedo verla porque uno percibe una cierta conciencia de fin, como si Nanni supiera algo que nosotros no sabemos (como esa escena en que Moretti le explica al protagonista de su film la manera en que debe pararse frente a su horca, generando un chucho de frío entre todos los que lo observan).

Ya el mismo póster traza un juego metatextual con su iconografía: el dibujo de Nanni viniendo, de frente, en un monopatín motorizado. El logo de su productora siempre fue la imagen más icónica de su carrera, en la que se lo ve de espaldas manejando la vespa en Caro Diario. La imagen nueva no sólo subraya uno de los dramas principales del film, que es enfrentar la tradición (la vespa como el medio de transporte más idiosincráticamente italiano) con la modernidad cool (el monopatín como desplazamiento hípster), sino también la de alguien que se fue y alguien que regresa, quizás para quedarse. Esto último puede hablar tanto de cierres de carrera como del cierre de un círculo completo: después de un par de películas no muy exitosas que se alejaban del estilo autoral, Moretti, el Moretti director y el Moretti personaje, “vuelve” para dar con nosotros un último paseo.

En Lo mejor está por venir Nanni encarna a Giovanni, un director que está en pleno rodaje de una película sobre el fundador del diario comunista L’Unita, que al enfrentarse a la escalada autoritaria de Stalin en Hungría es parte del quiebre de relaciones entre la sección italiana y la central soviética. Los comentarios sobre la política y el cine no se dan tanto en la película en sí (que, a decir verdad, tiene pinta de ser una bastante mala), sino en todo lo que la rodea.

Giovanni es un purista que no sabe manejarse en el nuevo mundo de obras atadas al escasísimo attention span de los espectadores y los condicionantes de producción de Netflix. A su vez, su esposa y productora empieza a realizar films fuera de su égida intelectual y va a escondidas a terapia porque planea separarse. Hay algo de la relación del protagonista tanto con esta esposa como con su hija que va más allá de los personajes. En una está la trampa del futuro (la mujer de su vida que se plantea soltarle la mano tanto amorosa como profesionalmente) y en otra está la trampa del pasado (su hija ennoviándose con un viejo aún mayor que Giovanni). Ambas son dos encarnaciones del cine, o de la relación de él con el cine al reconocerse en su vejez: la puja entre dejar que el cine le suelte la mano o refugiarse en el cine del pasado, y al mismo tiempo esa relación con el cine es profundamente política. El quiebre simbólico que se da en el film dentro del film (el hereje distanciamiento de la central comunista) también refiere a una especie de orfandad que Giovanni siente en el mundo cinematográfico y que se relaciona con la poca dirección que tiene el Partido Comunista en tiempos actuales. La protagonista de la película que rueda Giovanni todo el tiempo trata de salirse del libreto, insistiendo en que lo que están rodando es una historia de amor, y el director le porfía que se atenga al texto, que es una obra política. Y al mismo tiempo, cuando unos productores coreanos intentan invertir en el proyecto, parecería que entienden demasiado bien esta dimensión política (“es un film del fin del arte, un film sobre el fin de todo”). Ante ambas posturas, la templada y humanista y la desoladora y política, el director no sabe dónde hacer pie.

Hay algo de la fragilidad de esa incongruencia que en la misma medida en que aporta ternura a Il sol dell’avenire también conspira contra él. Las contemplaciones sobre la violencia en el cine que su esposa produce son igual de poco sutiles pero mucho menos frescas y graciosas que la crítica desaforada que Moretti lanzaba en Caro Diario hacia la violencia de Henry: retrato de un asesino (John McNaughton, 1986). A la vez, todo el asunto circense (medio felliniano a la fuerza) resta más de lo que aporta.

Y sin embargo hay algo ahí que, pese a todas las quejas un tanto desfasadas de Moretti, parece conectar bien con algo de lo personal, político y cinematográfico de estos tiempos. En Palombella Rossa se hacía hincapié en la importancia de las palabras, en lo necesario de las palabras ante la pérdida de rumbo de lo político. En Il sol dell’avvenire todo el elenco (y gente por fuera) canta “sono solo parole” (“son sólo palabras”) con la ternura de alguien que fue y volvió para descubrir que hay muchas más cosas más allá de la letra del libreto.

Lo mejor está por venir. 117 minutos. En Cinemateca.