Es de puro prejuicio, pero siempre guardo un temeroso respeto hacia la gente sin cejas. Antes que nada, está el borramiento ominoso de esas dos líneas que terminan de dar forma a una expresión.

De niño, cuando incorporé los primeros rudimentos en el dibujo, el recurso inicial a la hora de retratar el estado emocional de alguien era el delineamiento de la boca. Los segundos elementos diferenciadores fueron las cejas: si los trazos de aquellas parábolas positivas o negativas detentaban una sonrisa o una mueca triste, el ángulo de esas líneas suspendidas sobre los dos puntos que hacían de ojos se encargaba de resumir la agresividad o languidez. Así, mientras una boca sonriente y unas cejas diagramadas como un techo a dos aguas daban fe de alguien noble y manso, al invertir la disposición y colocarlas en V esa sonrisa se tornaba maquiavélica, asesina. Cuando no hay cejas en un rostro, uno tiene que andar adivinando la bondad y la maldad en el complicado brillo de los ojos.

La ausencia de cejas también la asocio con las señales del paso de la muerte: pierden fuerza y caen como hojas secas en los pacientes oncológicos, en los quemados toman forma en las queloides de piel nueva y brillosa en la que nada crece, y en la senectud muchas veces entran a retirarse sin más, como si los ancianos fueran desprendiéndose de todo lo no fundamental antes de partir.

Y, finalmente, el borramiento de las cejas muchas veces es producto de un afeitamiento impulsivo. Nadie se afeita las cejas así como así. El procedimiento (quizás por todo lo mencionado arriba) siempre es un statement, el comienzo o cierre de algo arrebatador.

Un detalle fundamental: lo he notado en mucha gente, pero a casi todos los que se afeitaron las cejas no suelen volverles a crecer igual. La languidez de su crecimiento queda ahí, como una herida, el testimonio de una época turbulenta en la que se jugaron demasiadas cosas.

Una persona sin cejas es una persona constantemente a descifrar. ¿Qué hace una actriz cuando no tiene cejas?

Lo ominoso y lo intersticial

Son las tres de la mañana y tras una búsqueda en Google encuentro un montón de sitios que explican el origen, estética y mantenimiento de las cejas de Mia Goth. Al final no es que no las tenga, pero son finitas y de un rubio casi traslúcido, apenas insinuado. Sus cejas me recuerdan a las de las drag queens cuando se las empastan con esa especie de cola vinílica para alisar la superficie antes de realizarse otros diseños de maquillaje muchísimo más exagerados e hipertrofiados.

Mia Goth, su rostro y toda ella, es ese espacio intersticial entre lo natural y lo festivamente grotesco, algo que la define en cada uno de los detalles que la convirtieron en un ícono desde el mero momento en que alguien (Lars von Trier, pero mucho más Ti West) osó poner un ojo en ella.

Uno dice “Mia Goth” y piensa que es un nombre artístico, pero la definitiva scream queen posmoderna se llama, efectivamente, Mia Gipsy Mello da Silva Goth; referencia gótica en el apellido de su padre canadiense, brasileña en el apellido de la madre (y de su abuela, también actriz, que la llevaba a los sets cuando todavía vivían en Río de Janeiro), y para picantear un poco más las cosas un gitanismo de polizonte entre medio.

Esa cosa mezclada condice con su voz y su tamaño: una chica que puede saltar del acento londinense más posh y consonante con que da sus entrevistas al sureño más espeso y embetunado del personaje de Pearl. Todo esto con una voz apagada y seca que cuando está distendida cede a un tono agudísimo y por momentos infantil, que a la hora de devenir en grito puede rajar vidrios. Lo mismo con su cuerpo: un empaque diminuto, en el que uno puede anticipar la liviandad de sus huesos de pájaro, pero que en cualquier descuido, sin dubitación, podría enterrarte una horqueta, arrojarte a los cocodrilos o aplastarte los huevos.

Así, Mia Goth en la trilogía de X (2022), Pearl (2022) y MaXXXine (2024) por momentos alterna entre esa cosa feral y desacatada de Elizabeth Banks en Showgirls (Paul Verhoeven, 1995), lo camp y desesperado de Divine en las películas de John Waters, y lo inocente y angustioso de Shelley Duvall en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). A veces, todo eso al mismo tiempo.

Muchos andarán pensando por qué estoy hablando sólo de la protagonista cuando en realidad MaXXXine es producto de una compleja e inesperadamente exitosa trilogía de un director que, de algún modo, supo erigirse como el eslabón perdido entre el slasher terraja de fines de los 2000 y el terror elevado tan defendido por la crítica de la actualidad. El tema es que, como muy pocos directores de su género y más allá, Ti West llevó al paroxismo eso que Godard dijo una vez sobre que todas las películas son documentales sobre sus actores. Y Mia Goth –por encima de un montón de final girls de renombre, incluso de las mejores– es la versión más cercana a una Anna Karina que se haya armado para el género de terror.

Iconicidad en llamas

La de X es una saga que corre en la cinta de Moebius que conecta lo que pasa con la duplicidad de un mismo personaje con las hipótesis de hasta dónde puede llegar una actriz. Hay, en la representación de Mia Goth en los roles de Maxine, Pearl vieja y Pearl joven, una fascinación ensayística, la certeza desesperada de que la película empieza y termina en la actriz, algo que sólo unos pocos directores, como el ya mencionado Godard con Anna Karina, pero quizás también Andy Warhol con Edie Sedgwick, o incluso Armando Bo con Isabel Sarli, han llegado a lograr a lo largo de la historia del cine. Algo que va más allá del cliché de la musa inspiradora y secuestra la obra por completo.

De todos los momentos de esta trilogía, sin dudas el que mejor explica esta dimensión peculiar de la relación director-actriz es la imagen de créditos final de Pearl. En una película en que se llevaba a Mia Goth al límite, donde interpretaba con furia camp a una mujer que espera a su marido soldado mientras sus anhelos de ser una actriz de cine mudo colisionan con sus estallidos de violencia desmedida, el metraje culminaba con un primer plano del rostro sonriente de Pearl. En vez de ceder a un corte o un fundido, la cámara permanecía en el rostro de Mia, que en vez de congelarse en un freeze frame intentaba mantener la expresión a sola fuerza de voluntad, con unos ojos que se iban llenando de lágrimas en la medida en que no parpadeaban y unos cachetes y pómulos que entraban a tensarse y enrojecerse, pulsantes en su suplicio cataléptico, mientras los nombres de todos los miembros del equipo técnico se deslizaban por su cara. Esa especie de autosacrificio colindaba con las conocidas torturas de las artes performáticas contemporáneas, como una obediencia actoral que en su radicalidad se convierte en un acto de rebeldía.

Algo fascinante de X era que la final girl era una especie de Popeye narcótica que extraía toda su fuerza –más moral que física– de la merca. La cocaína es la droga de las malas decisiones, pero también es la droga de la valentía total, y que la heroína se abriera camino hacia su salvación entre los clásicos monólogos merqueros de “¡voy a ser una estrella! ¡Me niego a ser una víctima!” parecía profundamente poético.

En MaXXXine esta confianza está intocada y la sobreviviente del capítulo anterior ahora es una actriz porno consolidada que tiene la chance de dar un gran salto para convertirse en una estrella de películas de terror. Hay toda una especie de retrato crítico y nostálgico de aquella era, y la historia de Minx se complica entre la dificultosa realización de su papel, los coletazos de su pasado y su persecución a cargo de un asesino de guantes negros, que es como si Dario Argento hubiese dirigido Hardcore, de Paul Schrader.

Ti West sigue en su viaje metacinematográfico, y si en X había guiños a los slashers de la era dorada de los 70 (los hillbillys y cocodrilos hooperianos de The Texas Chainsaw Massacre y Eaten Alive), en esta la cobertura estética y narrativa del giallo italiano (con sus insignes agujeros de trama y excesos de giros) también da lugar a referencias del cine mudo (como Theda Bara y Buster Keaton) y Psicosis de Alfred Hitchcock. Por momentos es incluso demasiado ingeniosa, como si el director quisiese mostrarse más inteligente que nosotros.

Sin embargo, todo exabrupto e incongruencia terminan por disolverse no sólo en la fuerza de la naturaleza que encarna Mia Goth, sino en la forma de Ti West de entenderla. Ella, soportando el molde de cera cuando hacen una réplica de su cabeza, es tanto un retrato de los suplicios que tuvo que pasar para representar su versión de vieja en X como también un comentario sobre cómo ese rostro suyo está empezando a seriarse para convertirse en un producto registrado de Hollywood.

Como su rostro debajo del molde, Mia Goth/Maxine/Pearl es matrioshka de su propio misterio, la de las pecas como perdigones en la cara y la de la voz finita como uñas sobre un pizarrón, la que “nunca aceptará una vida que no merece”, esa que está haciendo historia, ahora, en tiempo real, con un leve arqueo de cejas.

MaXXXine, de Ti West. 103 minutos.