El 14 de agosto murió la actriz Gena Rowlands. Me enteré por alguien que no la conocía, pero que se había dado cuenta –por la cantidad de notas que le habían aparecido en el celular esa mañana– de que era alguien importante. Inmediatamente me preguntó quién era y qué la hacía tan relevante, y ahí, en ese mismo momento, tuve que empezar a tratar de explicar su estilo de actuación, lo que es que casi toda su carrera haya sido una banda de Moebius creativa entre ella y su pareja, el director John Cassavetes, y lo que es ver envejecer a alguien en pantalla.
Mi respuesta fue mucho más sucinta: le dije que era una de las tres mejores actrices de toda la historia. No sé por qué ese número, simplemente la imagen de un podio me resultaba más grata. Aquello fue un grave error, porque aquella persona me preguntó cuáles eran las otras dos candidatas, y ahí tuve que empezar a reelaborar nuevas teorías para las que tampoco estaba preparado.
Reconocida y reconocible
Ahora pienso que en esos complejos linajes de realeza cinematográfica hay una línea punteada que conecta a Bette Davis con Gena Rowlands. No es algo sanguíneo, sino algo que se da entre sus respectivas cejas y bocas (no una similitud entre sus cejas y bocas, sino de lo que hacen con ellas). Más allá de su gigantesco despliegue actoral, desde su fisicalidad ambas se beneficiaron por su habilidad a la hora de doblar, como un hombre forzudo de circo, la barra tan dura de lo que determinaba la belleza femenina en pantalla.
Bette Davis puede ser considerada bella desde su iconicidad, pero para los estándares de su época no jugaba en la liga de un sinfín de actrices que hacían un fino equilibrio entre un garbo y una sensualidad que ella no tenía. Por el contrario, Bette Davis siempre tuvo ojos de camaleón que le permitían mirar rincones que otras actrices no llegaban a vislumbrar, una extraña expresión entre su boca y nariz que la hacía ver como si acabara de oler una fetidez lejana, y una complexión física en la que uno podía adivinar el tipo de mujer vieja en el que se encogería con los años. Muchas de sus películas son de mujeres que quieren ser queridas, o que quieren ser queridas bajo sus propios términos, pero ahí, en esa puja desesperada y orgullosa, arrecia una cosa distinta, un ímpetu que de golpe la vuelve bella, inolvidable, arrebatadora, fulgurante.
Gena Rowlands encarna el movimiento inverso: cuando la ves en fotos, cuando la observás pieza por pieza, es sin dudas una mujer bellísima, fascinante y elegante, pero hay algo que, a la hora de aparecer en pantalla, se descompone. Toda la elegancia es engullida por el fuego de una mujer que está dispuesta (iba a decir “que no tiene miedo”, pero eso es falso, siendo esto casi el leitmotiv de Opening Night, de 1977) a atravesar esa belleza fotográfica para disolverse en una sustancia de estertores, tics, gritos, chistes, humanidad y fiereza. Mientras que uno descubre la belleza de Bette Davis en un instante de peligro, la belleza de Rowlands aparece y es engullida, como una ofrenda, entre las aguas turbulentas de su actuación.
La dinamitación del naturalismo
En primera instancia, está el asunto del naturalismo en pantalla. Los entusiastas no necesariamente formados en cine suelen dividir sus valoraciones de actuación en términos de naturalismo y expansividad. Cuando quieren naturalismo buscan la manera en que un actor o actriz logre trasplantar algo de la vida cotidiana en su performatividad. Son espectadores en busca de personajes, cuyo momento de vértigo es el de la plena identificación con su conflicto. Cuando quieren expansividad arbitran una especie de olimpíadas del afecto, en donde buscan gritos y susurros, catatonia y sollozos, pérdidas de peso, cambios de apariencia y grandes gestos de renuncia o sacrificio por su arte. Estos últimos, de todas formas, siempre necesitan que todo permanezca convenientemente anclado en una especie de realismo que sostenga esa identificación.
Pero el binomio creativo y amoroso que hubo entre John Cassavetes y Gena Rowlands es distinto. Ambos artistas fueron un matrimonio desde 1954 a 1989, cuando él murió. Ya desde la escena inicial de Faces (1968), donde se da la primera colaboración estelar entre ambos (con él en dirección, pero todavía no en actuación), notamos cómo se dinamita la brecha entre expresionismo y naturalismo.
En Faces, Gena es Jeannie, una chica de compañía que se va de after con dos ejecutivos que se la disputan, primero con sutileza y después con vehemencia. Más allá del conflicto en sí, la escena funciona como una especie de palimpsesto de rituales de apareamiento, canciones, chistes mal contados y cacofonías emocionales que parecerían estirar el tiempo como una banda elástica que en cualquier momento se puede romper y darte un chicotazo en la cara. Toda la película funcionaba así en una sucesión de ceremonias espiraladas, donde la resolución, o el concepto final, se iba dando por la incandescencia de su entropía, la salida de eje por mero desgaste.
De más está subrayar lo revolucionaria que fue Faces, en particular por la forma de pulir y a la vez de ir más allá, con varios recursos que ya aparecían, pero de forma más desprolija e inconsistente, en Shadows, la película con que Cassavetes, diez años antes, prácticamente realizó el acto bautismal del cine independiente norteamericano. En una escena de risas ahogadas e interminables, uno de los hombres del inicio le confiesa a su mujer que no quiere seguir con ella. En otra, esa misma mujer, esa misma noche, se va de copas con sus amigas e intenta levantarse a un chico menor. La noche termina en una combinación de pastillas y alcohol que la dejan al borde del coma etílico, pero el tipo, con unas cuantas cachetadas que al día de hoy duelen más que antes, termina de devolverla al mundo, entre vómito, agua y rimel corrido.
Y también tenemos a Gena, en el primer plano definitivamente cassavetiano de su carrera, observando a su nuevo proyecto de amor, con ese rostro que se descompone en sonrisa, seriedad, desilusión, tristeza, angustia, estoicismo y nueva sonrisa en un solo plano: 24 emociones por segundo.
Todas las Rowlands posibles
Nadie en la vida real –nadie cuerdo, al menos– habla y se mueve como en una película de Cassavetes, pero hay algo ahí, en la intensidad, que intenta tocar con una fibra más real que el velo simbólico, cotidiano y estratificado que gobierna los comportamientos. Todas sus películas son sobre personas sobrepasadas por algo que intenta codificarlos como hombres, mujeres, laburantes, esposos, amigos. Pero la dinamitación de estos valores no se da de una forma esencialista, masticadamente conceptual. Las verdades cassavetianas se dan cuadro por cuadro, tal como se da en esa mirada de Rowlands en el tramo final de Faces.
Citando a Ray Carney, uno de los teóricos más importantes de su cine, “el significado se recibe (tanto por los espectadores como por los personajes) con interrupciones y retrasos, y requiere una actualización y corrección continua. La verdad sensorialmente concreta no tiene nada de la generalidad y autoridad de la verdad abstracta. Mientras otros cineastas exhiben su maestría y crean significados que son magistrales, duraderos y ricamente resonantes, Cassavetes nos recuerda que los errores (y las actividades de corrección de errores) están en la naturaleza de toda experiencia, y que crear y decodificar significados es un proceso falible e imperfecto”.
Cuando en una película común –incluso de las buenas, las magistrales– un personaje habla con otro, es casi como si hubiese una telepatía, una comunicación sin fallas ni cortocircuitos de lo que uno dice y el otro procesa. Los vemos hablar, vemos los planos, o cómo les da la luz, y nosotros tenemos un conocimiento también automático, predeterminadamente metafórico de lo que se nos quiere decir con ellos. Incluso si no se llegan a entender, está el juego de una interioridad tapada u oculta, pero que es igual de esencial, igual de metafórica. En Cassavetes, no: todo es superficie, pero una superficie en cambio constante, que se niega a ser explicada de una sola manera. No hubo nadie en la historia del cine que pudiera hacer de su rostro un mar tan turbulento e imposible de codificar como Gena Rowlands.
Una mujer bajo la influencia
Muchos que no vieron sus películas deben imaginarse a Gena como una desquiciada, una especie de cable pelado chisporroteante. Nada más lejos de eso. Mis momentos favoritos de Rowlands siempre fueron los más tranquilos, o en donde su personaje se ve más bajo control. La amo cuando en Love Streams (1984) se saca los tacones para jugar a los bolos y casi hace una chuza. Me encanta cómo entrelaza sus dedos con los de Cassavetes y con sólo ese gesto uno compra por completo que en la película son hermanos, más allá de que fuera de ella fuesen marido y esposa y toda aquella escena sucediese en la cocina de su propia casa. Me encanta un momento de calma en Opening Night cuando se agarra del brazo de su benévolo productor. Me destruyen sus temblorosas ganas de poder seguir conversaciones aleatorias cuando Peter Falk la recibe con una megarreunión a la salida de su internación en Una mujer bajo la influencia (1974).
Gena Rowlands nos enseñó que nunca, ni en las películas ni en la vida, hay un adentro y un afuera. Volver a verla ahora, sin ella ya en este mundo, sólo se puede hacer así, rescatándola de las aguas fotograma por fotograma, para ver cómo en cada una de ellos hay una nueva mujer. Todas las mujeres posibles, todo el tiempo, como intentar congelar el fuego.